La primera lectura (Is 50,4-7) está tomada del tercero de los cuatro cánticos del misterioso "siervo del Señor" del Deutero Isaías (cf. Is 42,1-4; 49,1-7; 50,4-9; 52,13-53,12). A la pregunta del etíope a Felipe, en el camino que baja de Jerusalén a Gaza, en Hch 8,34: "¿de quién dice esto el profeta, de sí mismo o de otro?", se han dado varias respuestas. Algunos autores piensan que el siervo designa al pueblo de Israel o a una parte fiel del mismo como siervo de Dios; otros lo identifican con Jeremías sufriente, con el rey persa Ciro (cf Is 45,1), o con el mismo profeta; no faltan quienes vean en estos cánticos diversos siervos (Israel, el resto fiel, el profeta, etc.). En las primeras comunidades cristianas los cánticos del Siervo se aplicaron a Jesús (cf. Mt 8,17; 12,18-21; Lc 22,37; Hch 8,32-33) y algunos de sus rasgos aparecen en el bautismo y la transfiguración del Señor. Pero también se utilizó la figura del siervo para hablar de Israel (Lc 1,54) o de los discípulos de Jesús (Mt 5,14.16.39; Hch 14,37; 26,17-18).

En cualquier caso, la figura del siervo es, en realidad, un esbozo de Jesús-Mesías quien, como profeta, no sólo anuncia la palabra a quien está abatido (Is 50,4), sino que es la misma Palabra divina en medio de los hombres. El siervo no es sólo el hombre de la palabra sino el hombre del dolor. Uno de sus rasgos más típicos es el sufrimiento: le golpean la espalda como a un necio, a él, el sabio por excelencia, portavoz de la palabra; lo rodean de desprecios (insultos, salivazos, le tiran la barba). Pero él no se resiste sino que enfrenta conscientemente el dolor, confiado en el auxilio y la protección de Dios, con la seguridad que no será defraudado. El sufrimiento adquiere en él un nuevo significado en relación al pensamiento tradicional: es la consecuencia de su ministerio y, paradójicamente, la prueba no del rechazo sino de la elección divina.

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