SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO
(Ciclo C)
Baruc 5,1-9
Filipenses 1,4-6.8-11
Lucas 3,1-6
El
tiempo del adviento es un momento privilegiado para superar nuestras nostalgias
y vencer el pesimismo que agobia la existencia. En este segundo domingo la
liturgia es un gozoso anuncio de esperanza y un alegre canto a la novedad que
Dios puede generar en medio de las oscuridades de la historia humana. Baruc
anuncia la transformación de Jerusalén y la vuelta de los desterrados a la
tierra de Israel formando una solemne procesión hacia la libertad (primera
lectura); Pablo reza lleno de alegría confiando en que Dios llevará a feliz término la obra que ha comenzado en
los cristianos de Filipos (segunda lectura); Lucas anuncia con gozo que
“todos verán la salvación de Dios” (evangelio).
La
primera lectura (Bar
5,1-9) está tomada de un pequeño libro del Antiguo Testamento, escrito
en griego alrededor del siglo II a.C. y atribuido Baruc, el secretario del profeta Jeremías (Jer 32.36.45). Por su
contenido el libro consta de cuatro secciones. Inicia con un prólogo histórico
(Bar 1,1-14) que ambienta el escrito en forma ficticia en la época del exilio;
luego sigue una larga oración penitencial (Bar 1,15-3,8); un elogio a la
sabiduría (Bar 3,9-4,4); y un oráculo de restauración en forma de homilía
profética. Esta última parte comienza con un lamento de Jerusalén que se ha
quedado sin hijos, pero luego se anuncia que sus súplicas alcanzarán el favor
del Altísimo, quien la consolará devolviéndole la alegría y el esplendor (Bar
4,5-5,9). El texto que se proclama hoy en la liturgia está tomado de esta
última sección del libro.
El
profeta se dirige a Jerusalén, la ciudad santa, personificada como una matrona
adolorida que lleva puesto un vestido miserable y de luto porque ha perdido a
sus hijos, para invitarla a ponerse un vestido de fiesta y de alegría que Dios
le concede (Bar 5,1). Dar a alguien un vestido es expresión de protección y de
amor benévolo. Pensemos en Yahvéh que hace unas túnicas de piel para vestir a
Adán y Eva después del pecado (Gen 3,21) o en Jacob que manda hacer una túnica
de mangas largas para José, su hijo más amado (Gen 37,3-4). Las palabras de
Baruc son un alegre mensaje de confianza y de esperanza. La vida y la felicidad
son todavía posibles después de la amargura y de la oscuridad. Jerusalén puede
seguir viviendo y esperando pues no todo está perdido. Dios tiene siempre una
última palabra de consuelo y de esperanza para los hombres. Las imágenes
utilizadas por el profeta nos recuerdan las de Isaías que describe a Jerusalén
vestida por Dios con un traje de salvación y cubierta con un manto de
liberación como una novia (Is 61,10): “Colócate el manto de la victoria de
Dios, adorna tu cabeza con la diadema gloriosa del Dios eterno, porque Dios
mostrará tu esplendor a todos los pueblos de la tierra” (Bar 5,3).
En
un segundo momento el profeta invita a Jerusalén a colocarse en un lugar
elevado y contemplar una grandiosa procesión que lentamente vuelve del
destierro y se encamina hacia la libertad. Son sus hijos que vuelven del
exilio, “convocados por la palabra del Santo, alegres porque Dios se ha
acordado de ellos” (Bar 5,5). Aquella interminable muchedumbre representa no
sólo al Israel histórico sino a toda la humanidad que ha escuchado la voz de
Dios y se ha puesto en camino hacia un porvenir de luz y de felicidad. Pero
esta humanidad no camina sola. Dios la acompaña con su misericordia y su
protección benévola. El camino por donde transitan es preparado por el Señor,
que allana los senderos y hace que la sombra de los árboles cubra con su sombra
al pueblo: “Dios ha mandado que todo monte elevado y toda colina perenne se
abajen... para que Israel avance seguro guiado por la gloria de Dios. El ha
ordenado a los bosques y a todos los árboles aromáticos que den sombra a Israel”
(Bar 5,7-8).
La
segunda lectura (Fil
1,4-6.8.11) constituye la introducción de la carta de san Pablo a los
filipenses. El Apóstol está convencido de que Dios llevará a feliz término la
obra que ha iniciado en aquella comunidad (v. 6). Por eso da gracias a Dios con
inmensa alegría, recordando los servicios que los filipenses han ofrecido a la
difusión del evangelio (v. 5). Pero al mismo tiempo pide para ellos que su
caridad crezca continuamente y se convierta en principio de discernimiento: “Le
pido que el amor de ustedes crezca más
y más en conocimiento y sensibilidad para todo. Así sabrán discernir lo que más
convenga” (Fil 1,9-10). El amor es un instrumento precioso que permite conocer
el sentido de la historia y de la vida. Sólo hay un camino para prepararse a la
llegada del “día de Cristo”: la caridad. Sólo con un nuevo conocimiento de Dios
alimentado por el amor es posible la vida cristiana. Y sólo a través de una forma de pensar y de actuar animada por el
amor los hombres se podrán presentar delante del Señor en “el día de Cristo”,
“limpios y sin culpa” (Fil 1,10), “colmados del fruto de la salvación que se
logra por Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios” (Fil 1,11).
El
evangelio (Lc
3,1-6) nos lleva al inicio de la misión de Juan el Bautista, que es
colocada por Lucas en un momento histórico concreto. Nos sitúa en el año quince
del reinado del emperador Tiberio, nos da los nombres de los procuradores y
gobernadores romanos y menciona el pontificado de los sumos sacerdotes Anás y
Caifás en Israel. En este momento histórico bien definido, en medio de sus
sombras y sus miserias, acontece algo inesperado: “vino la palabra de Dios
sobre Juan, el hijo de Zacarías, en el desierto” (Lc 3,2). El texto griego en
realidad no utiliza el verbo “venir”, sino “acontecer”. Se trata de un
auténtico acontecimiento de la palabra de Dios, que primero reviste con
potencia al último de los profetas y luego se encarna en Jesucristo el Hijo de
Dios. La Palabra se manifiesta en “el desierto”, un lugar de esterilidad y de
muerte, de paso y de preparación, y no volverá a Dios sin haberlo transformado,
pues como dice Isaías, la palabra de Dios es como la lluvia y la nieve que
bajan del cielo, y sólo regresan allí después de empapar la tierra, de
fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al que siembra y pan al que
come (Is 55,9-10).
Este
“acontecimiento” de la Palabra en medio del desierto desconsolador y tantas
veces incomprensible de la historia es anunciado e interpretado en primer lugar
por Juan el Bautista. Para descifrar y percibir la presencia de Dios es
necesario escuchar a su profeta, para poder descubrir más tarde al Hijo de Dios
en el humilde carpintero Jesús de Nazaret es necesaria la voz de Juan el
Bautista. Juan nos ayuda a responder a la acción de Dios y, por eso, no duda en
exhortar con las antiguas palabras del profeta Isaías: “Preparen el camino al
Señor, nivelen los senderos, todo barranco será rellenado y toda montaña o
colina será rebajada; los caminos torcidos se enderezarán y los desnivelados se
rectificarán” (vv. 4-5). Juan anuncia que está a punto de ser trazado un largo
camino rectilíneo sobre los abismos del absurdo y los montes del orgullo y de
la idolatría. Este camino conduce a la salvación que Dios está a punto de
ofrecer en Jesús de Nazaret.
La predicación del Bautista anticipa la de Cristo. Para el profeta del desierto es indispensable que los hombres reciban el “bautismo para la conversión de los pecados” (v. 3). Él mismo ofrece esta oportunidad a través del gesto purificador y penitencial de la inmersión en el agua. Entrar en el agua es morir, y salir de ella es volver a vivir. Sólo aceptando el bautismo de Juan se comienza a preparar el camino del Señor. Es necesario cambiar el rumbo de la vida y caminar en forma nueva. Los hombres deben abrir los ojos y el corazón, deben cambiar la forma de pensar y de actuar para que el Salvador enviado por Dios se vuelva visible finalmente. La cita de Isaías que Lucas pone en boca del Bautista termina con estas palabras: “Y todos verán la salvación de Dios” (Lc 3,6). Los ojos de “todos”, sin excepciones ni exclusivismos, se abrirán y podrán contemplar la mano poderosa de Dios que actúa y salva. La vida quedará transformada, el pesimismo constante frente a la vida y la desconfianza en relación con el corazón del hombre desaparecerán.
El adviento nos invita a preparar
los caminos del Dios fiel que llevará su obra a feliz término (segunda
lectura), haciendo volver a los desterrados (primera lectura) y
fecundando el desierto de la vida con la presencia salvadora de Cristo Jesús (evangelio).
Durante las cuatro semanas que preceden a la navidad los textos bíblicos nos
invitan a reavivar la esperanza y la capacidad de soñar en un mundo nuevo
confiados en el poder de Dios. Y esto sólo es posible cuando “enderezamos” los
senderos de nuestra existencia, volviéndonos al Señor y convirtiéndonos a su
Palabra.