Dt 8,2-3.14-16
1Cor 10,16-17
Jn 6,51-58
En la
Eucaristía, el creyente no sólo significa y expresa su fe en el misterio del
Hijo del Hombre que ha bajado del cielo y ha dado la vida al mundo, sino que
encuentra el alimento para esa misma fe. “Comer” sacramentalmente el pan de la
vida es entrar en comunión con Aquel que ha bajado del cielo y ha dado la vida
al mundo. La Eucaristía
es y debe ser siempre expresión y fuente de caridad: nace del amor de Cristo y
se vuelve fundamento del amor entre los fieles reunidos en torno al Pan donado
por Jesús y distribuido por sus discípulos entre los hermanos. La eucaristía
sostiene toda la vida de la comunidad creyente: mientras hacemos presente el
“amor hasta el extremo” por el que Jesús ofreció su vida en la cruz (pasado),
nos comprometemos a formar un sólo cuerpo animado por la fe y la caridad
solidaria (presente), “mientras esperamos su venida gloriosa” (1 Cor
11,26) (futuro).
La primera lectura (Dt
8,2-3.14-16) evoca el camino de Israel en el desierto, interpretado aquí como
una prueba que ha humillado a Israel (vv. 2-3). En el desierto el pueblo ha
experimentado radicalmente “el hambre”, es decir, ha sentido corporalmente su
fragilidad y su limitación a través de la necesidad de “comer” para poder
subsistir. Sobre todo ha vivido la experiencia de ser alimentado por “otro”:
por Dios, quien le ha dado un alimento que el pueblo no podía procurarse con
sus propias fuerzas. Por eso el texto del Deuteronomio invita a recordar el
maná, “un alimento que tú no conocías, ni tampoco conocieron tus antepasados”
(Dt 8,3).
Israel,
en efecto, fue sostenido con un alimento desconocido, ya que el maná es un “pan
que llueve del cielo” (Ex 16,4), en vez de brotar de la tierra. Este pan es un
signo de Dios y de su palabra, fuente de vida verdadera para el pueblo. Por eso
comprende el signo del maná solamente quien reconoce que el hombre vive no sólo
de pan (de aquello que brota de la tierra y entra en la boca del hombre), sino
también y sobre todo de la palabra del Señor “que sale de la boca de Dios” (que
viene del cielo) para entrar allí donde el hombre puede acogerla, en el oído y
en el corazón (cf. Dt 8,3).
Esta
es la gran lección de aquella comida del desierto. En la experiencia de su
impotencia y de su fragilidad, Israel ha descubierto un signo modesto pero
eficaz del amor de Dios. En la vivencia del desierto, cuando se caen todos los
apoyos humanos y se experimenta la humillación de la propia insuficiencia, se
hace también la experiencia de la presencia (invisible) del Padre que provee
amorosamente a las necesidades del hijo. El desierto ha enseñado a Israel que
debe “comer”, es decir, que debe aceptar y apropiarse de aquel pequeño signo de
Dios para sobrevivir. Acoger este don es ya superar la prueba del desierto.
El
maná se debía recoger día a día (Ex 16,18), sin preocuparse por el mañana.
Acumular era inútil. El alimento que se conservaba en mayor cantidad de lo que
era estrictamente necesario, llegaba a pudrirse (Ex 16,19-20; cf. Lc
12,13-21.29-31). A Israel se le enseñaba así a tener una infinita confianza en
la providencia misericordiosa de Dios. En el desierto, el israelita era llamado
a la fe–confianza. Para superar la prueba del desierto debía aceptar sólo
aquello que Dios le donaba para el hoy, sin preocuparse por el mañana (cf. Mt
6,26-29).
Si
el desierto es una prueba, también el bienestar y la posesión de la tierra son
un riesgo para Israel (Dt 8,7-20). El capítulo 8 del Deuteronomio enfrenta
también este peligro. El pueblo vive en gran prosperidad material, con bellas
casas, mucho ganado, plata y oro (Dt 8,12-13). Esta situación de bienestar,
fruto de la acción salvífica de Dios, paradójicamente se vuelve peligrosa: se
corre el riesgo del “olvido” del Señor. Se puede llegar a perecer, no a causa
del alimento o por escasa protección contra los enemigos, como en el desierto,
sino que se puede llegar a morir porque falta la verdad interior, porque se
llega a olvidar a Yahvéh (Dt 8,14). El corazón se vuelve “arrogante” (Dt 8,14)
cuando el hombre olvida a Dios, se construye ídolos a los que adora, y se
postra delante de lo que es bello, fuerte y placentero.
Por
eso el Deuteronomio hace un llamado a la “memoria” del pueblo, para “que no se
olvide del Señor, su Dios” (Dt 8,14). El recordar la liberación de la
esclavitud de Egipto por medio de la mano potente del Señor (Dt 8,14), como
también el recuerdo de la experiencia humillante pero necesaria del desierto
(v. 16), tienen la función esencial de colocar como fundamento de la existencia
la presencia amorosa del Señor en la historia. El pueblo deberá “recordar”
siempre la experiencia esencial del desierto, cuando vivía en total dependencia
de Dios. El israelita está llamado a poner como base de su existencia, no el
bienestar material y la prosperidad económica, sino aquel don que no perece, el
don de la palabra divina. La palabra del Dios que “hizo brotar para ti agua de
la roca maciza y te ha alimentado en el desierto con el maná, un alimento que
no conocieron tus antepasados, a fin de humillarte y probarte, para después
hacerte feliz” (Dt 8,15b-16).
La segunda
lectura (1 Cor
10,16-17) nos coloca delante del
misterio de otra comida que es alimento fundamental para la vida del cristiano
y de la comunidad eclesial: el cuerpo y la sangre de Cristo. Se trata
probablemente del testimonio más antiguo del Nuevo Testamento sobre el misterio
de la Eucaristía. En esta breve alusión eucarística, Pablo subraya sobre todo
la dimensión de “participación” y de “comunión” que se deriva del hecho de
tomar el cuerpo y la sangre del Señor. La participación en la eucaristía crea
una comunión con Cristo tan profunda, que produce y sostiene la comunión con
los hermanos.
Se
trata de una observación teológica fundamental para evitar que la celebración
eucarística se vuelva un rito vacío y deje de ser auténtica “comunión con el
cuerpo y la sangre del Señor”. La comunión con Cristo en la Eucaristía se
verifica en las relaciones de fraternidad y de justicia que crea el sacramento
entre los hombres: “Pues si el pan es uno solo y todos compartimos ese único
pan, todos formamos un solo cuerpo” (1 Cor 10,17). La Eucaristía, memorial
de la entrega de amor de Jesús, crea un profundo vínculo teologal de amor entre
los hermanos y por tanto debe ser vivida por los creyentes con el mismo
espíritu de donación y de caridad con que el Señor “entregó” su cuerpo y su
sangre en la cruz por “vosotros”.
La celebración eucarística abraza y llena toda la historia dándole un nuevo sentido: hace presente realmente a Jesús en su misterio de amor y de donación en la cruz (pasado); la comunidad, obediente al mandato de su Señor, deberá repetir el gesto de la cena continuamente mientras dure la historia “en memoria mía” (1Cor 11,24) (presente); y lo hará siempre con la expectativa de su regreso glorioso, “hasta que él venga” (1 Cor 11,26) (futuro). El misterio de “comunión” y “participación” de la Eucaristía nace del amor de Cristo que se entrega por nosotros y por tanto deberá siempre ser vivido y celebrado en el amor y la entrega generosa, a imagen del Señor, sin divisiones ni hipocresías.
El
evangelio (Jn 6,51-58) corresponde a la última parte del discurso que Juan pone en
boca de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún. Jesús se presenta como “el pan vivo
bajado del cielo”, que comunica la vida a quien lo “come” (v. 51). En el v. 58
se añade una explicación ulterior: “Este es el pan que ha bajado del cielo; no
como el pan que comieron sus antepasados. Ellos murieron; pero el que coma de
este pan, vivirá para siempre”. El maná dado por Dios en el desierto (cf. primera
lectura), en realidad, anunciaba el verdadero “pan” que es Jesús, dado por
Dios y que se da así mismo hasta la muerte a fin de realizar nuestro paso de la
muerte a la vida.
Cuando el texto
evangélico afirma: “el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (v.
51), el término “carne” (griego: sarx) designa la condición terrena de
Jesús. El mundo encuentra la vida en la medida en que acepta y se adhiere
incondicionalmente a Jesús, la Palabra que se ha hecho carne (Jn 1,14), el Hijo
salvador del mundo (Jn 4,42). Se afirma con fuerza, en primer lugar, el efecto
vivificante de la encarnación (“mi carne”) y de la muerte de Jesús (“yo daré”)
como fuente de vida para el mundo. Sólo en un segundo momento se puede hacer de
estas palabras una lectura derivada de carácter sacramental–eucarístico.
En los vv. 53-56
se profundiza sobre la misma temática: “Si no comen la carne del Hijo del
hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes. El que come mi carne y
bebe mi sangre tiene vida eterna... mi carne es verdadera comida y mi sangre es
verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en
él”. Los términos “carne” y “sangre” vuelven a evocar la condición humana del
Hijo del hombre; y los verbos “comer” y “beber” aluden de nuevo al acto de
adhesión sin reservas a Cristo que se ha entregado a la muerte por la salvación
del mundo.
El texto joánico
es una invitación a acoger en la fe el don de la entrega de Jesús en la cruz
para darnos la vida, que crea ya en nuestra condición histórica una comunión
recíproca y misteriosa entre Cristo y el creyente que Juan designa con el verbo
“permanecer” (v. 56: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y
yo en él”). Quien cree en Jesús y vive en comunión de fe y amor con él, quien
se alimenta de su palabra y se ha abierto a su misterio de entrega en la cruz,
se ve introducido misteriosamente en el horizonte de la amistad divina.
Este
“permanecer” mutuo que se produce entre Cristo y el creyente es quizás el
mensaje más profundo del cuarto evangelio. Al manifestar la comunión del discípulo
con el Hijo, el evangelista piensa en aquella otra relación, eterna y
originaria, que es la comunión entre el Padre y el Hijo. La relación Padre–Hijo
es el modelo y la fuente de la inmanencia y de la comunión recíproca entre
Jesús y el discípulo: “Como el Padre que me envió posee la vida y yo vivo por
él, así también, el que me coma vivirá por mí” (v. 57). Toda vida, toda
comunión, tanto la del Padre y del Hijo, como la del Hijo y el creyente, tiene
su origen en el Padre, que “posee la vida”. Así como el Hijo es enviado y vive
por el Padre, el creyente que “come el pan”, que es Jesús, vivirá por él.
El cuarto
evangelio describe así la realidad culminante de la eterna alianza entre Dios y
el hombre, realizada en Jesucristo. Un misterio de amor y de comunión que se
actualiza y se experimenta de forma excepcional en el misterio de la Cena del
Señor. Es indudable el eco eucarístico presente en el discurso de Cafarnaún.
Ciertamente el sentido original del texto evangélico hay que buscarlo en el
llamado que Juan hace a creer en el Hijo del hombre, que ha vivido entre
nosotros y se ha entregado a sí mismo, sufriendo la muerte para la vida del
mundo. Ahora bien, todo esto se realiza en forma sacramental en la comunión
eucarística con el cuerpo y la sangre del Señor. En la acción eucarística de
“comer” el pan y “beber” de la copa del Señor (cf. 1 Cor 11,26) se hace
presente en forma eminente aquel misterio del que habla Juan en el evangelio:
“el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Jn 6,56).
En la Eucaristía, el creyente no sólo significa y expresa su fe en el misterio
del Hijo del Hombre, que ha bajado del cielo y ha dado la vida al mundo, sino
que encuentra el alimento para esa misma fe. “Comer” sacramentalmente el pan de
la vida es entrar en comunión con Aquel que ha bajado del cielo y ha dado la
vida al mundo.