El tema
dominante de la liturgia de este último domingo del tiempo ordinario es: Jesucristo
Señor de la historia. El profeta Ezequiel anuncia que Dios mismo será el
pastor de su pueblo. Un anuncio que supone el juicio de aquellos que han tenido
la misión de guías en el pueblo, pero sobre todo un anuncio del amor
misericordioso de Dios hacia la humanidad. El evangelio nos coloca delante del
Rey que discierne, que ofrece el criterio último de sentido para la historia
humana y realiza el juicio definitivo de los hombres.
Jesucristo,
“Dios con nosotros” (Mt 1,23), es el verdadero rey-pastor que guía a la
humanidad a la plenitud de la vida (Jn 10).La célebre página de Mateo 25 revela
el sentido último del camino terreno de los hombres y proclama el valor que da
cualidad auténtica a toda existencia humana: el amor misericordioso.
Jesucristo, “el Rey” (Mt 25,34.40), pone de manifiesto la condición para entrar
“en el reino preparado desde la creación del mundo” (Mt 25,34): el amor gratuito,
eficaz y misericordioso para con los pobres y sufrientes de este mundo, con los
cuales él se identifica.
La primera lectura (Ez
34,11-12.15-17) pertenece al gran oráculo de Ezequiel sobre la
restauración del pueblo disperso durante el exilio y que hay que ubicar en el
segundo período de su actividad profética. Utilizando una conocida imagen
bíblica presenta a Yahvéh como verdadero pastor del pueblo. La alegoría del
pastor, en efecto, se encuentra en muchos textos del Antiguo Testamento (Zac
11,4-17; Sal 23; 79,22; etc.). Dios mismo toma la iniciativa misericordiosa de
“buscar a sus ovejas”, “apacentarlas”, “reunirlas de todos los lugares por
donde se habían dispersado”, “vendar a las heridas” y “robustecer a las
débiles”.
En la primera
parte del capítulo 34 Ezequiel denuncia a los responsables políticos y
religiosos de Israel que se han comportado como mercenarios y se han
aprovechado del rebaño, “apacentándose a sí mismos” (Ez 34,2). En el texto que
se proclama hoy en la liturgia, que corresponde a la segunda parte del
capítulo, Dios ocupa el lugar de estos “falsos pastores” y decide personalmente
buscar y cuidar a los suyos. Dios es el verdadero pastor de su pueblo, y en
este sentido es también su “rey”, ya que en el antiguo medio oriente el monarca
era considerado el primer pastor de la nación, obligado a velar por el
bienestar y la seguridad de sus conciudadanos. Dios es, por tanto, pastor y rey
de Israel. La imagen del pastor será utilizada en el Nuevo Testamento para
hablar de Jesucristo, el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (Jn 10),
pastor y guardián de las ovejas descarriadas (1 Pe 2,25), “el gran pastor de
las ovejas” (Heb 13,20).
La segunda lectura (1 Cor
15,20-26a.28) es una magnífica reflexión paulina sobre la íntima
relación que hay entre la resurrección de Cristo y la resurrección de los
cristianos. Con un lenguaje hecho de ricas reminiscencias bíblicas, de tono
apocalíptico e incluso penetrado de matices y categorías helenísticas, Pablo
expresa su visión cristológica de la historia. Toda la humanidad, los hombres y
mujeres de todos los tiempos, se encaminan hacia aquel punto Omega que es
Cristo Resucitado, "primer fruto de quienes duermen el sueño de la
muerte" (1Cor 15,20), nuevo Adán, principio de la nueva humanidad.
La vida de Cristo Resucitado es la vocación eterna de todo hombre. Para Pablo, en efecto, la historia conoce dos momentos: primero, la resurrección de Cristo como "primicia" y luego, la de todos los que son de Cristo. "Por su unión con Adán todos los hombres mueren, así también por su unión con Cristo, todos retornarán a la vida. Pero cada uno según su rango: como primer fruto, Cristo, luego el día de su manifestación gloriosa, los que pertenezcan a Cristo" (1Cor 15,23). Al final – dice Pablo – cuando la muerte, "el último enemigo" sea destruido (v. 26), "Dios será todo en todos" (v. 28) y, de esta forma, todo será sometido a Dios y en Dios todo encontrará su consistencia y su valor indestructible.
El evangelio (Mt 25,31-46)
describe con imágenes sugestivas la presencia de Cristo, rey y pastor, que
juzga el camino histórico de la humanidad y de cada hombre. En este texto se
escucha la palabra definitiva de Dios sobre la historia, el sentido que él
quiere dar a esta historia y la invitación que hace a cada hombre a vivir cotidianamente
el amor misericordioso. Al final cada uno será juzgado para la salvación o la
condenación definitiva a la luz de los gestos concretos de solidaridad activa
en favor de los hombres más necesitados y pobres.
El texto está
construido con elementos bíblicos de sabor apocalíptico que intentan describir
la gloria de la venida del Hijo del hombre, juez divino e Hijo de Dios, al
final de la historia (cf. Dan 7,10; Zac 14,5). En este sentido es importante
subrayar ante todo la dimensión cristológica y universal del juicio descrito en
el texto. Delante del Hijo del hombre se presentarán todas las naciones de la
tierra, sin diferencias étnicas y religiosas. El juez escatológico, el Hijo del
hombre como pastor mesiánico, realizará la separación definitiva entre los
hombres con la autoridad soberana de Dios. El criterio decisivo será la
relación de cada hombre con el Hijo del hombre que se ha hecho solidario con
“sus hermanos más pequeños”.
En segundo
lugar, en el texto se pone de manifiesto un hecho paradójico: el juez glorioso
del final de los tiempos (al cual ambos grupos –los que se salvan y los que se
condenan– reconocen como “Señor”) ha asumido en la historia el rostro del
indigente, del indefenso y del necesitado. Por eso los hombres deciden su destino
delante del Hijo del hombre, no a partir de las obras heroicas o
extraordinarias que han realizado en la vida, sino paradójicamente sobre la
base de los hechos de la vida cotidiana en relación con los más necesitados:
dar de comer, de beber, acoger, visitar, etc.
La cosa más
sorprendente del texto es que ninguno de los dos grupos –los que se salvan y
los que se condenan– había sospechado esta presencia misteriosa del Hijo del
hombre “en los más pequeños”. Con esto Mateo pone de manifiesto lo sorprendente
de tal revelación. En el amor y el servicio a los pobres se produce un
verdadero encuentro con el Señor que se revela y se oculta, al mismo tiempo, en
el rostro del pobre. Lo que se hace en favor del pobre, se hace a Cristo mismo.
Por eso el amor y el servicio a los pobres no es simplemente una expresión de
la “dimensión social” de la fe. Es mucho más que eso: hay un aspecto
contemplativo, de encuentro con Dios en el corazón mismo de la obra del amor.
La frase “mis
hermanos más pequeños” ha sido objeto de innumerables discusiones exegéticas.
La expresión designa –en el contexto del juicio universal– a todos los hombres
necesitados y pobres sin distinción. Es cierto que algunos estudiosos de Mateo
han pensado que “los más pequeños” son los discípulos cristianos, misioneros en
situaciones difíciles, a partir del uso del término “pequeños” (griego: elajistói)
en el primer evangelio (cf. Mt 10,42; 18,5.6.10.14). Esta conclusión se funda
en criterios filológicos pero no es adecuada en el contexto de Mateo 25. Ningún
indicio del texto hace pensar en la condición de los discípulos misioneros
cuando se parla de “pequeños”. Es preferible pensar en los indigentes, en
sentido universal. Se trata de todos los hombres que pasan necesidad y sufren
en la historia. Con ellos, –precisamente porque son pobres y necesitados–, se
ha identificado el Mesías y Juez escatológico. Esta es la perspectiva del
evangelio de Mateo, en donde el reino de los cielos se promete a los pobres, la
revelación del Padre es destinada a los “pequeños”, la paz y la liberación a
los oprimidos y cansados. De esta misma forma el Hijo del hombre, rey y juez
glorioso, asume y comparte el destino de sus hermanos más pequeños: los pobres
y necesitados de este mundo.
El texto es una
parábola profética sobre el juicio último y universal. Pero no solamente habla
del final. Es ante todo una exhortación a vivir responsablemente la fe,
mientras esperamos la venida gloriosa de Cristo. La fe auténtica en el Señor no
se realiza solamente a través de la profesión de los labios sino sobre todo a
partir de la práctica del amor misericordioso. Al mismo tiempo Mateo nos coloca
delante de una auténtica revelación del señorío de Cristo Rey del universo:
Cristo, el Señor, se hace presente en forma escondida y humilde en los pobres y
enfermos, en los hambrientos y encarcelados. De tal forma que el rechazo o la
acogida de los pobres es el criterio último que decidirá la salvación o la
ruina de los hombres. En el amor gratuito, eficaz, concreto, hacia los más
pequeños se vive y se expresa la relación vital con Cristo, rey y Señor
universal, relación que al final se transformará en plena comunión de vida y de
salvación.
El evangelio de
hoy nos ayuda a comprender que el encuentro con el pobre a través de las obras
concretas es paso obligado para el encuentro con Cristo mismo. Pero no hay que
olvidar que el encuentro verdadero y pleno con el hermano pasa por la
experiencia de la gratuidad del amor de Dios. Si el prójimo es el camino para
llegar a Dios, la relación con Dios es la condición de encuentro, de verdadera
comunión con el otro. El señorío de Jesucristo, Rey del universo, se vive en la
exigencia del compromiso como fruto de la gratuidad de su amor y en la
contemplación como demanda y elemento vivificador de la acción histórica.