EL DIOS DE ISRAEL:

PRESENCIA, CAMINO, PROMESA

 

         

          “¿Qué nación hay tan grande que tenga dioses tan cercanos a ella, como lo está Yahvéh nuestro Dios siempre que lo invocamos?… ¿Ha habido un dios que haya ido a buscarse un pueblo en medio de otro con tantas pruebas, milagros y prodigios en combate, con mano fuerte y brazo poderoso, con portentosas hazañas, como hizo por ustedes Yahvéh su Dios?”  (Dt 4,7.34).

 

Estas frases tomadas del libro del Deuteronomio expresan la conciencia religiosa de Israel, que ha visto a su Dios obrar en la historia y ha escuchado su palabra poderosa y liberadora. Toda la teología del Antiguo Testamento, en efecto, encuentra su fundamento en el Dios que se ha revelado en la historia y ha entrado en relación con su pueblo. No hay en el Antiguo Testamento una doctrina sistemática sobre Dios. Es sólo a través de una operación de abstracción que el discurso sobre Dios se podría aislar y considerar en sí mismo. El Dios de Israel no es una idea que se ha incorporado al interior de un sistema lógico o dentro de un mundo de ideas espirituales. Sería ilusorio pretender encontrar en la Biblia una respuesta a la cuestión sobre la naturaleza de Dios, si por ello entendemos una reflexión metafísica sobre la divinidad en sí misma o sobre los atributos de su ser. Del mismo modo que a una persona se le conoce en un contexto de relaciones, el Dios de Israel se ha revelado a través de las relaciones históricas con su pueblo. La teología del Antiguo Testamento es fundamentalmente una “teología histórica”, es decir, un discurso sobre Dios que se fundamenta en una revelación divina que ha llegado a los hombres en forma de historia.

La religión de Israel se distingue no sólo del pensamiento especulativo sobre la divinidad, sino también de las religiones naturalistas de la antigüedad. La palabra “Dios” para Israel no es determinada ni por  las potencias celestes, como muchos dioses de Babilonia, ni por el ciclo vital de la naturaleza, como en el caso de los baales de Siria y Fenicia, ni por abstracciones tales como el orden cósmico o la justicia universal. Más bien, la palabra “Dios” para Israel es determinada casi exclusivamente en la relación de Dios con sus creaturas. Al Dios de Israel, por tanto, se le conoce a través de la historia de su pueblo, es decir, a través  de lo que se “narra” de él y de Israel en la Escritura. No son los adjetivos “misericordioso”, “indulgente”, “rico de gracia”, “lento a la ira”, los que explican la esencia del Dios de Israel, sino, al contrario, es la acción de Dios en la historia la que llena de significado a aquellos atributos[1]. La historia de Israel es historia teológica, auténtica Heilgeschichte, la historia de Dios que actúa para conducir a su pueblo –y con él, a toda la humanidad -, a la plenitud de su proyecto de vida y de salvación[2].

Hablar sobre el Dios de Israel es abordar el argumento fundamental que se encuentra al origen y que da sentido a toda la Escritura. Dios que se revela es, en efecto, el tema por excelencia de toda la Biblia. En nuestra exposición podremos señalar, por tanto, sólo algunos aspectos y matices de una materia tan vasta. En todo caso, se trata de un discurso básico para la espiritualidad cristiana, concebida como un modo particular de vivir la experiencia humana desde la fe, el amor y la esperanza en Cristo Jesús, plenitud de revelación del único y verdadero Dios, el Dios de Israel.

Dividiré mi exposición en tres partes: 1. El Dios escondido; 2. El nombre de Dios; 3. La experiencia de Israel: caminar con su Dios.

 

 

1. El Dios escondido

 

            La realidad de Dios en el Antiguo Testamento, como presupuesto de experiencia y de pensamiento, no se cuestiona. La aceptación de su existencia constituye el principio indiscutible de todo intento humano por elaborar una visión del mundo y de la vida[3]. Dios está más allá de toda disputa[4]. Obviamente esto no implica necesariamente la ausencia de la duda y de la dificultad en el camino de la fe, como lo atestiguan libros como Job y el Qohélet. Lo que queremos indicar con ello es que la pregunta fundamental de la teología del Antiguo Testamento no tiene que ver con la existencia de Dios, sino más bien con su identidad. La cuestión principal no es: “¿existe Dios?”, sino más bien: “¿quién es nuestro Dios?”, “¿cuál es su Nombre”?

            Un presupuesto fundamental de la revelación divina y una modalidad paradójica de la presencia de Dios en el mundo es su “ocultamiento”. G. von Rad, afirmaba: “Todo auténtico conocimiento de Dios comienza con el reconocimiento de su ocultamiento”[5]. La condición silenciosa y escondida de Dios es expresión de su trascendencia y de su  misterio siempre inaferrable. Ciertamente la Biblia da testimonio de aquello que constituyó la experiencia fundamental de Israel, es decir, que Dios tomó la iniciativa de manifestarse y de darse a conocer, que sacó a su pueblo de la esclavitud con mano fuerte y brazo extendido. Con razón afirma el Deutero Isaías: “No he hablado en secreto (be seter), ni en un lugar oscuro de la tierra; no he dicho a la descendencia de Jacob: búsquenme en el caos (tohû)” (Is 45,19; cf. Is 48,16). El Dios de Israel es el Deus revelatus. No obstante, su misterio continúa inmanipulable para el hombre, que no lo puede encerrar en ningún esquema mental ni reducir a un fenómeno más del mundo y de la historia. Esta convicción se encuentra de trasfondo en la prohibición del Decálogo de hacer imágenes de Dios (Ex 20,4), o en la afirmación bíblica de que el hombre no puede ver directamente a Dios y seguir viviendo (Gen 32,31; Ex 19,21; 24,11; 33,20; Jue 6,22-23; Is 6,5).

El Deutero Isaías ofrece una misteriosa definición del Dios de Israel: “Verdaderamente tú eres un Dios escondido (literalmente: “el Dios que se esconde”, según el participio hithpael del texto: ’el misttatter), el Dios de Israel, el salvador” (Is 45,15). Se han propuesto diversas interpretaciones de la expresión[6]. Lo más probable es que el profeta haga alusión a los misteriosos designios de Dios en la historia de Israel, al estilo de Is 55,8: “Mis planes no son vuestros planes, ni mis caminos son vuestros caminos”. El profeta piensa seguramente a la caída de Jerusalén y al exilio en el año 587, evento histórico que parecía negar las promesas y el poder de Yahvéh en favor de su pueblo. Las palabras del Deutero Isaías integran en la experiencia religiosa de Israel una experiencia histórica negativa y dolorosa: la fe en el Dios de Israel afirma con fuerza que el Dios que se esconde es siempre el Dios salvador[7], reconociendo en un mismo movimiento la presencia y la ausencia de Dios[8]. En su tercer discurso en el libro del Deuteronomio, Moisés afirma, casi como conclusión de toda la Toráh: “Las cosas ocultas (hannisttarôt) pertenecen a Yahvéh, nuestro Dios, las reveladas (hannigelôt) son para nosotros y nuestros hijos para siempre, para que pongamos en práctica las palabras de esta ley” (Dt 29,28). Dios algunas cosas las revelas, otras las esconde. Al creyente israelita se le ha revelado la palabra de la Toráh, que lo conduce a la vida, pero el misterio divino siempre es mayor y está más allá de toda palabra y de toda formulación lingüística. El libro de los Proverbios, en esta misma línea, afirma: “Es gloria de Dios ocultar (seter) una cosa, y gloria de los reyes investigarla” (Prov 25,2). Lo que permanece oculto de Dios es expresión de su gloria, es decir, de su grandeza que sobrepasa cualquier conocimiento humano y cualquier intento del hombre por conocerlo totalmente; por su parte, el hombre lo glorifica cuando reconoce esa trascendencia que su mente no alcanza. Aunque Dios ha hablado abiertamente a los hombres por medio de la revelación profética (Is 45,19; 48,16), su revelación sigue de algún modo escondido, lo revelado no deja de ser misterio[9]. La revelación divina siempre comunica y oculta al mismo tiempo. El Dios de Israel es sobre todo un Dios a quien buscar y en quien esperar, más que un Dios a quien hallar y poseer.

            Aquí bien podemos evocar el bellísimo relato del encuentro de Yahvéh y Moisés, en la cavidad de una roca en la montaña, en Ex 33,18-23[10]. La unidad literaria constituida por los capítulos 32-34 del Éxodo está construida en torno a la temática de “la presencia” de Dios en medio de un pueblo que, habiendo construido un becerro de oro al que ha adorado, ha rechazado la alianza y ha pecado contra el Señor (Ex 32). Después que Yahvéh le ha prometido a Moisés retirar toda amenaza del pueblo y seguir acompañándolos en el camino (Ex 33,14.17), Moisés quiere asegurarse de ello, desea tener una prueba de esta presencia y le pide a Dios: “”Muéstrame tu gloria” (Ex 33,18), es decir, asegúrame que estás presente entre nosotros. Yahvéh le respondió: “Yo haré pasar delante de ti toda mi bondad (tôb) y pronunciaré el Nombre de Yahvéh…; sin embargo, no podrás  ver mi cara, porque quien la ve no sigue vivo” (Ex 33,19-20). Y el Señor añadió: “Ahí tienes un sitio junto a mí, puedes ponerte sobre la roca; cuando pase mi gloria, te meteré en una grieta de la roca y te cubriré con la palma de mi mano hasta que yo haya pasado; y cuando retire mi mano, me verás de espaldas, porque de frente nadie me puede ver” (Ex 33,21-23). El paso de Yahvéh es majestuoso y terrible, y es necesario que él proteja a Moisés. Le asegura su presencia, no por medio de figura o imagen alguna que se pueda ver, pues el hombre no puede ver a Dios directamente; sino a través de la escucha de su Nombre y “viendo sus espaldas”. Moisés escucha y ve cómo Yahvéh se aleja. Escuchar el Nombre divino es imagen de la cercanía divina; ver sus espaldas es imagen de su lejanía. Precisamente en el momento en que Yahvéh se acerca y Moisés experimenta su cercanía, allí mismo ve cómo se aleja. La infinita cercanía de Dios es paradójicamente su infinita lejanía. Dios es más grande que todas las imágenes y representaciones de la divinidad que el hombre pueda elaborar, por altas y sublimes que sean. La experiencia de Moisés en este relato contrasta fuertemente con la actitud del pueblo, que desesperado por “no saber” qué había ocurrido con Moisés que tardaba en bajar de la montaña (Ex 32,1) , se había construido un becerro de oro que sirviera para ubicar y representar a Dios, mitigando así un poco la angustia de la ausencia y del silencio. Así se lo pidieron a Aarón: “¡Anímate!, fabrícanos un dios que nos guíe, porque no sabemos que habrá sido de ese Moisés que nos sacó del país de Egipto” (Ex 32,1). Sin embargo, el "no–saber" y el silencio de la aparente ausencia son parte constitutiva de la experiencia del Dios de Israel, que siempre está más allá de toda experiencia y de toda conceptualización.

La “presencia” del Dios de Israel, muchas veces percibida en la oscuridad y el dolor, en el silencio y en la aparente ausencia, tiene su icono más elocuente en el silencio que envolvió al profeta Elías en el monte Horeb (1 Re 19,12). La "voz de silencio sutil" (hebreo: qôl demamah daqáh[11]), enseñó a Elías que Yahvéh “no está” necesariamente allí donde estamos acostumbrados a encontrarle (el fuego, el viento, el terremoto, eran las manifestaciones teofánicas sonoras y poderosas del Sinaí). El Dios de la Palabra se muestra ahora en la ausencia, en la no–palabra, en el callar de todo fenómeno sonoro. En el Horeb Dios niega y supera las manifestaciones divinas precedentes ya conocidas, mostrando que él no puede ser nunca aprisionado en esquemas y tradiciones humanas. “La voz de silencio sutil” demuestra que el Dios de Israel no se revela en la historia necesariamente a través de efectos visibles de poder, sino que ordinariamente se hace presente en un Silencio que es percibido sólo en el profundo silencio de la noche de la fe.

 

 

2.  El nombre de Dios

 

            En el Antiguo Testamento la realidad y el ser de Dios se expresan y se concretizan en su “Nombre”. No se puede hablar del Dios bíblico sin tomar en consideración la revelación del nombre divino a Moisés en el libro del Exodo (Ex 3,13-14), en donde se comunica algo fundamental para la comprensión del Dios de Israel. Las diversas tradiciones del Pentateuco son unánimes en afirmar que Yahvéh no se reveló desde un principio a su pueblo. La afirmación de Gen 4,26, en el contexto de los relatos de la prehistoria bíblica, acerca de la invocación del nombre de Yahvéh, es un intento del redactor yahvista por identificar al Dios de Israel con el Dios del universo. El documento sacerdotal es el que más acentúa la novedad de la revelación del nombre divino a Moisés: “Yo soy Yahvéh. Yo me manifesté a Abrahán, a Isaac y a Jacob con el nombre de El-Shadday, pero no me dí a conocer a ellos bajo mi nombre de Yahvéh” (Ex 6,2-3). Las tradiciones del Pentateuco, por tanto, también afirman que a Moisés no se le presentó un nuevo dios. Yahvéh no nace en el período mosaico. Es el “dios de los patriarcas”, que se reveló a ellos con diversos nombres.

            Moisés, en el momento en que recibe de Dios la misión de liberar a su pueblo de la esclavitud, le pregunta su nombre (Ex 3,13). En la antigüedad era un hecho indiscutible que las fuerzas sobrenaturales rodeaban y determinaban misteriosamente la vida de los hombres. Por eso era importante identificar con qué clase de divinidad se estaba tratando. Hasta no saber su nombre no se le podía invocar, entrar en contacto con ella y ganarse su favor[12]. Por otra parte, es importante recordar la concepción del “nombre” en el mundo antiguo. La persona, su ser y su destino, se expresaban en su nombre; entre él y la persona existía una relación esencial. El interés de Moisés por saber el nombre del Dios que lo envía, aunque probablemente refleja un trasfondo politeísta, demuestra que la visión israelita de Dios no se expresa en una vaga conciencia de la divinidad o en una abstracción metafísica, sino en la revelación de Dios como persona[13]. La revelación del nombre divino en el libro del Exodo es inseparable del contexto histórico en que se reveló Dios a Israel. El Dios que da a conocer su nombre es un Dios parcial, en favor de los pobres y oprimidos, que “ha visto” la opresión de su pueblo (Ex 2,25), “ha escuchado” sus gritos de dolor y ha decidido intervenir poderosamente para liberarlos de la esclavitud (Ex 2,24). El nombre de Dios está profundamente ligado con su acción liberadora; Yahvéh, en efecto, se manifestará como un Dios poderoso que se enfrenta a un poder injusto y violento para llevar a su pueblo de la servidumbre de la esclavitud a la libertad y a la vida.

            No nos detenemos en las cuestiones históricas y filológicas que intentan explicar el origen del tetragrama sagrado YHWH, conocido originalmente sin vocales y cuya pronunciación más aproximada podría ser “Yahvéh”. No es imposible que este nombre sagrado fuera conocido antes de Moisés. Lo que es decisivo es el nuevo contenido que el nombre YHWH adquirió con el evento de la liberación de Egipto. A la pregunta de Moisés sobre el nombre, Dios responde con la enigmática frase: “’ehyeh ’asher ’ehyeh” (Ex 3,14).  No se trata de una explicación etimológica del tetragrama divino, como bien sabemos, sino de una paronomasia popular que juega con los verbos hayah , “ser”, o hayah, “vivir”. La frase es oscura y misteriosa. Recientemente el Papa, en su peregrinación jubilar al monte Sinaí, se ha referido a ella como “le nom qui n’est pas un nom”, “un nombre que no es un nombre”. Yahvéh muestra su voluntad de darse a conocer y entrar en relación con Israel, pero al mismo tiempo, se revela en un nombre que no puede ser objetivado y manipulado, cuyo sentido puede ser captado sólo a través del actuar histórico de Dios. Ninguna interpretación teológica podía abarcar su misterio, ni siquiera la de Ex 3,14[14].

            La expresión ’ehyeh ’asher ’ehyeh puede ser interpretada de dos formas. Si tomamos el verbo hayah, “ser”, en su forma qal, se podría traducir como “yo soy el que soy”. La primera parte hay que entenderla como “yo estoy aquí”, no en sentido abstracto, sino como auxilio y salvación; la segunda parte “el que soy”, indicaría que Yahvéh se hace presente cuando y cómo quiere (Ex 33,19). Todo el contexto narrativo nos hace esperar que Yahvéh va a comunicar algo: no cómo es, sino cómo se va a mostrar a Israel[15]. Una posible traducción sería:, “Yo soy el que estará presente”, “Yo soy el que seré”, es decir, Yahvéh se dará a conocer en aquello que hará por Israel, su presencia se manifestará a través del estar presente en medio de su pueblo salvándolo. Si tomamos el verbo hayah, “ser”, en sentido causativo, en hiphil, la expresión se puede traducir como “yo soy el que hago existir”, “yo soy el que da el ser”, el creador de todo. En la primera opción se acentúa la presencia de Dios en la historia; en esta segunda opción, se acentúa el señorío dinámico de Dios: él hace que todo suceda, eventos históricos o naturales tienen su origen en su soberana voluntad. Lo que importa es hacer notar que Ex 3,14 no ofrece una definición filosófica de Dios en términos de inmutabilidad eterna o de Ser eterno, como lo entendió erróneamente la traducción griega de los LXX (“egô eimi ho ôn”). El contexto del Exodo nos orienta en otra dirección: Yahvéh es un Dios activo, cuyo señorío se manifiesta en su acción liberadora en la historia (Ex 3,7-10). Lo decisivo no es el valor lingüístico del nombre divino, sino la relación que en él se expresa entre Dios y los eventos históricos. La fe de Israel no se basó nunca en la etimología del oscuro nombre de Ex 3,14, sino en el hecho que Yahvéh reveló su nombre en su acción poderosa y salvadora en favor de su pueblo. Cuando, por ejemplo, Yahvéh promete a Moisés un ángel que acompañará y guiará al pueblo hacia la tierra prometida dice: “Yo enviaré mi ángel delante de ti, para que te guarde en el camino y te lleve a la tierra que yo te he preparado. Préstale atención y escucha su voz, no te rebeles contra él, porque mi nombre reside en él” (Ex 23,20-21). En síntesis, el nombre de Yahvéh es la historia de Israel. No se puede conocer el nombre de Dios sin captar el sentido de esa historia, y no llegamos a un auténtico conocimiento de la historia del pueblo de Dios si no logramos reconocer en ella la presencia y la acción liberadora de Yahvéh.

            Curiosamente no hay otro texto similar a Ex 3,14, que intente dar una explicación lingüística del nombre divino. Sin embargo, en el libro del Éxodo hay otro intento por dar el significado teológico del nombre de Yahvéh, lo que demuestra que el nombre divino se interpretó desde diversos puntos de vista[16]. Se trata del encuentro entre Yahvéh y Moisés en el monte en el capítulo 34 del Éxodo: “Moisés invocó el nombre de Yahvéh y Yahvéh pasó ante él proclamando: ‘Yahvéh, Yahvéh, un Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad’” (Ex 34,5b-6). Dios hace que Moisés escuche en el monte el nombre divino, es decir, le revela el sentido más profundo de su ser: su misericordia y su fidelidad. En otras palabras, la misericordia y el perdón resumen el nombre de Dios, son su “rostro escondido”, aquel rostro divino que Moisés no había podido ver directamente cuando Yahvéh lo cubrió con la mano en la hendidura de la roca (Ex 33,22-23). Al escuchar aquel nombre, Moisés reconoció la presencia de Dios y “se postró y adoró a Yahvéh” (Ex 34,8), rogándole que acompañara y guiara a Israel. Moisés, como representante de todo el pueblo, permite vislumbrar en su oración la consecuencia práctica que tiene la revelación del nombre de Yahvéh para la existencia de Israel: “Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque ése es un pueblo de cerviz dura; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como herencia tuya” (Ex 34,9). La fidelidad y misericordia de Yahvéh, expresiones fundamentales de su nombre, hacen posible una nueva creación que transforma al pueblo pecador en “herencia” del Señor (Ex 34,9), a través del vínculo personal e íntimo de la Alianza. La historia de Israel con Yahvéh, en efecto, es la historia de una alianza fundada en la fidelidad y el amor de Dios.

            En los círculos deuteronomistas la antigua concepción de la entronización de Yahvéh sobre el Arca fue sustituida por la teología del “Nombre”: “A él lo buscarán en el lugar que ha elegido para poner allí su nombre y habitar en él” (Dt 12,5-6; 14,23-24; 26,2); según el Decálogo el nombre de Yahvéh no puede ser pronunciado en vano (Ex 20,7; Dt 5,11); los sacerdotes impartían la bendición “poniendo sobre los israelitas el nombre de Yahvéh” (Num 6,27); en su nombre se invocaba el perdón y la salvación: “Por amor de tu nombre, Yahvéh, perdona mis culpas que son muchas” (Sal 25,11; cf. Sal 54,3; 44,6); su nombre era fuente de confianza: “Unos confían en los carros, otros en los caballos, nosotros confiamos en el nombre de Yahvéh, nuestro Dios” (Sal 20,8; cf. Sal 33,21); el creyente canta al nombre de Yahvéh: “Me alegraré y exultaré contigo, cantaré a tu nombre, oh Altísimo” (Sal 9,3; 7,18); su nombre es excelso y llena con su gloria el universo: “Yahvéh, Dios nuestro, qué grande es tu nombre en toda la tierra”.

 

 

3. La experiencia de Israel: caminar con su Dios

 

            Israele è un popolo in cammino. La storia delle sue origini è spesso riassunta dalla Scrittura mediante due verbi di movimento, che esprimono la tappa iniziale e finale di un processo di liberazione e di alleanza: il Signore ha fatto–uscire il suo popolo dall’Egitto, dalla casa di schiavitù, e lo ha fatto–entrare nella terra promessa ai padri. I verbi sono usati in forma causativa (far uscire, far entrare) per mostrare che è Yahvéh la causa della salvezza d’Israele.

Fra questi due movimenti, brevi e quasi puntuali, si frappone un periodo assai lungo, rappresentato dal cammino nel deserto durato quarant’anni. Questo spazio di tempo non è semplicemente un intervallo tra l’uscita dall’Egitto e l’entrata nella terra promessa, ma un simbolo rappresentativo dell’intera storia del popolo biblico. La Scrittura, anche in questo caso, utilizza un verbo di movimento, sempre in forma causativa: il Signore ha fatto- andare Israele nel deserto. Il cammino nel deserto si presenta come voluto da Dio e come necessario per la maturità del popolo: durante quel periodo, emblematico per tutta la sua storia futura, Israele imparerà a “camminare con Dio”, espressione che secondo il profeta Michea compendia tutto il volere del Signore nei confronti dell’uomo (cf. Mic 6,8).

 

3.1  Dio cammina con il suo popolo

 

            En el libro del Éxodo, el inicio de la marcha por el desierto marca una nueva etapa de la historia de Israel, a la cual corresponde una nueva revelación de Dios: “Partieron de Sucot y acamparon en Etam, en el límite del desierto. El Señor iba delante de ellos durante el día en una columna de nube para marcarles el camino, y durante la noche en una columna de fuego para alumbrarlos; así podían caminar tanto de día como de noche. La columna de nube no abandonaba al pueblo durante el día, ni la la de fuego durante la noche” (Ex 13,20-22). Por primera vez en la Biblia se dice que Dios camina con su pueblo, revelándose como camino y caminante, al interior de la condición humana marcada por lo provisorio y la movilidad. El Dios de Israel se revela en la medida y al ritmo del camino de su pueblo. Il narratore con esso presenta un nuovo modo di esistenza per Dio e per il popolo. Per la prima volta appaiono entrambi in cammino. Inoltre, il popolo entra in uno spazio nuovo: il deserto. La scoperta del deserto sarà la scoperta di un nuovo volto di Dio: il Dio che cammina accanto al popolo. Insieme alla “colonna di nube” si parla anche di una “colonna di fuoco”. La nube evoca il mistero de la presenza e la trascendenza del Dio d’Israele; il fuoco, quella prima manifestazione di Dio a Mosè nel roveto (Es 3,3-4). Il Dio che guiderà Israele nel deserto è lo stesso Dio che è sceso per liberarlo dalla mano degli egiziani (Es 3,7). La nube e il fuoco rappresentano la presenza fedele del Dio che cammina  e salva il suo popolo. C’è inoltre una indicazione temporale per qualificare la presenza di Dio (“giorno e notte”). Nel linguaggio biblico questo paio di termini costituiscono una figura letteraria detta “merismo”, per cui attraverso gli estremi si vuole indicare una totalità: la presenza divina assicura a Israele protezione e salvezza sempre, tutto il tempo.

            Per Israele camminare significherà sempre, infatti, vivere con la certezza di essere un popolo guidato da Dio e condotto verso una terra migliore. Il libro del Deuteronomio riassume in questa frase l’esperienza di fede del cammino d’Israele: “Hai visto come Yahvéh tuo Dio ti ha portato, come un uomo porta il proprio figlio, per tutto il cammino che avete fatto finché siete arrivati qui. Yahvéh vostro Dio andava innanzi a voi nel cammino per cercarvi un luogo dove porre l’accampamento: di notte nel fuoco, per mostrarvi la via dove andare, e di giorno nella nube” (Dt 1, 31-32).

 

3.2. Il Dio d’Israele non conduce suo popolo per la strada più corta

 

La experiencia del camino de fe de Israel muchas veces será desconcertante e imprevista. Ya al momento de salir de Egipto, en el momento fundacional y originario de su historia, Dios lo conduce por una ruta inesperada, llevándolo por el camino más difícil y riesgoso, por el más largo y peligroso: el camino del desierto. Así será también el itinerario de su fe. Israel nace y vive en la historia con vocación a la libertad y a la vida, y por eso Yahvéh le hará siempre recorrer el camino más dificultoso, el camino que más lo aleje de la tierra de Egipto, la tierra de la esclavitud y de la opresión a la cual nunca más deberá volver.

 Es 13,17 presenta le ragioni per cui Dio condusse il popolo in una direzione imprevista. Non lo guidò lungo il percorso più ovvio, che portava direttamente alla terra dei Filistei, ma obbligò il popolo a prendere la direzione opposta: “Quando il faraone lasciò partire il popolo, Dio non lo condusse per la strada dei paesi dei Filistei, benché fosse più corta, perché Dio pensava: ‘Altrimenti il popolo, vedendo imminente la guerra, potrebbe pentirsi e tornare in Egitto’. Dio guidò il popolo per la strada del deserto verso il Mare Rosso” (Es 13,17). Il duplice riferimento al faraone e ai Filistei, indica il punto di partenza e la meta da raggiungere e, nello stesso tempo, rileva che Israele ha già dall’inizio un orientamento preciso: si dirige verso la terra dei Filistei. Alle difficoltà della partenza (il faraone) si potrebbero aggiungere ancora le difficoltà dell’arrivo (i Filistei). Difatti, il faraone non voleva lasciar partire il popolo e i Filistei non vorranno lasciarlo entrare nella terra. Si potrebbe dire che il popolo, che difficilmente si è lasciato convincere a partire (cf. Es 14,11-12), si mostrerà reticente anche ad arrivare e ad entrare nella terra promessa. Secondo il narratore è proprio questa la ragione della manovra di Dio: Egli desidera per Israele una partenza definitiva, senza possibile ritorno.

Nonostante le difficoltà e i rischi che comporta una così lunga strada attraverso il deserto, quel cammino si presenta come un’esperienza necessaria per non tornare più in Egitto e raggiungere la meta alla quale Dio chiama al suo popolo. Il cammino d’Israele allontana dalla schiavitù e conduce alla liberta. Israele non dovrà mai cedere alla tentazione di ritornare in Egitto, altrimenti non esisterebbe più come popolo. Nel libro del Deuteronomio, nella legge riguardante il re, troviamo un imperativo fondamentale: “Egli non dovrà procurarsi un gran numero di cavalli né far tornare il popolo in Egitto per procurarsi gran numero di cavalli, perché Yahvéh vi ha detto: Non tornerete più indietro per quella via!” (Dt 17,16).

L’uscita dall’Egitto è l’evento originario, fondatore della storia di Israele. Infatti, nell’Esodo, Yahvéh ha tolto Israele dalla condizione di schiavo per farne un popolo libero; non si tratta di un intervento salvifico generico, poiché lo schiavo non é solo una persona che “sta male”, che si trova in condizione di inferiorità o sofferenza, che non gode di quello che potrebbe e dovrebbe avere; lo schiavo é l’uomo sotto forma di non uomo, assimilato in certo senso all’animale o alla cosa, di cui il padrone dispone a suo beneplacito. Il cammino che porta a Israele lontano dall’Egitto, ha lo scopo di renderlo libero, capace cioè di decidere autonomamente della sua condotta e di fare alleanza con il Dio che gli ha donato l’esistenza come popolo.

Il cammino d’Israele dopo l’uscita dall’Egitto é un prolungamento dell’esperienza del Dio liberatore. Le tradizioni presenti nel Pentateuco non cessano mai di sottolineare che era stato Dio a guidare Israele attraverso il deserto. Non fu Israele che decise la rotta: “Tutta la comunità degli Israeliti levò l’accampamento... secondo l’ordine che Yahvéh dava di tappa in tappa” (Es 17,1). Il deserto é uno spazio nel quale Israele é condotto da Dio che continua a indicare la via da seguire. Anche le indicazioni cronologiche del cammino mettono questa nuova tappa della storia d’Israele in rapporto con l’uscita dall’Egitto. Il tempo viene computato iniziando da quel momento: “Il quindici del secondo mese dopo la loro uscita del paese d’Egitto...” (Es 17,1). La liberazione della schiavitù rimane il punto di riferimento non soltanto cronologico ma anche teologico del cammino: il deserto non é altro che uno spazio che, pur essendo rischioso, va allontanando il popolo da un passato di oppressione e di ingiustizia. Dall’Egitto alla terra c’è quindi questo cammino intermedio, un luogo non cercato, di passaggio, non di permanenza, né tantomeno di arrivo. Nel lungo e faticoso cammino del deserto si gioca la verità del “Nome” di Yahvéh e la realizzazione della liberazione, in quanto è una strada che porta verso la promessa. La strada che allontana dall’Egitto è stata pensata da Dio come spinta e tensione sempre in avanti, senza possibilità di tornare indietro. Ritornare sarebbe perdere il dono della libertà e dimenticare quella meta utopica della terra migliore verso la quale é condotto dal Signore.

 

3.3 Il cammino dei comandamenti

 

            Il cammino del deserto, paradigma di tutta l’esistenza d’Israele, è una vera e propria storia della salvezza che comprende il tempo che va dall’Esodo fino alla conquista della terra. Si tratta di una strada che Israele non dovrà mai percorrere in senso contrario (cf. Dt 17,6). Questa è la ragione per cui Dio stabilisce delle grandi linee per orientare la condotta del suo popolo nel futuro. A questo riguardo sono illuminanti sopratutto il libro del Deuteronomio e il libro dei Salmi.

Il Deuteronomio, concepito come un grande discorso di Mosè rivolto al popolo prima di entrare a prendere possesso della terra, crea un intimo rapporto fra “cammino” (ebraico: derek) e “statuti divini” (ebraico: mitsvah). La combinazione mitsvah- derek, nel libro del Deuteronomio, stabilisce una solida unità tra storia e legge, e mostra che i codici legali d’Israele sono fondati sulla storia della liberazione. Come abbiamo già affermato sopra, solo dopo la liberazione (cioè dopo la costituzione d’Israele come popolo indipendente) è possibile l’Alleanza, che avviene, di fatto, durante il cammino nel deserto; solo dopo o, forse meglio, nella libertà, si può parlare di relazione tra soggetti e porre la questione della giustizia espressa nelle leggi e nei comandamenti.

Le norme contenute nei codici legali d’Israele non sono altro che l’esplicitazione delle necessarie condizioni per la vita d’Israele, norme che difendono e proteggono la vita e la libertà dell’individuo e del popolo. Il cammino della liberazione che porta alla vita si prolunga nell’obbedienza ai comandamenti. Nella misura in cui Israele “cammina” secondo la parola del Signore ascoltata all’Oreb, egli vivrà: “Badate dunque di fare come Yahvéh vostro Dio vi ha comandato: non ve ne discostate né a destra né a sinistra; camminate in tutto e per tutto per la via che Yahvéh vostro Dio vi ha prescritta, perché viviate e siate felici e rimaniate a lungo nel paese di cui avrete il possesso”(Dt 5,32-33); “poiché se osserverete diligentemente tutti questi comandi che vi do e li metterete in pratica, amando Yahvéh vostro Dio, camminando in tutte le sue vie e tenendovi uniti a lui, Yahvéh scaccerà dinnanzi a voi tutte quelle nazioni e voi v’impadronirete di nazioni più grandi e più potenti di voi” (Dt 11, 22-24; cf. Dt 19,8-9).

Nei Salmi, invece, il mondo appare diviso in due. Non esiste una grande possibilità di scelte, ma soltanto tra due vie: “Yahvéh veglia sul cammino dei giusti, ma la via degli empi andrà in rovina” (Sal 1,6). Non c’è una via di mezzo: si deve scegliere una delle due vie. Nei salmi sapienziali e nelle lamentazioni individuali, spesso l’orante cerca la sua via e chiede al Signore di essere illuminato: “Mostrami, Yahvéh, la tua via, guidami sul retto cammino, a causa dei miei nemici” (Sal 27,11); “mostrami, Yahvéh, la tua via, perché nella verità io cammini” (Sal 86,11); “indicami, Yahvéh, la via dei tuoi decreti e la seguirò sino alla fine” (Sal 119,33).

Per il popolo d’Israele e per ogni singolo israelita vivere è camminare sulle vie del Signore. Il viaggio originario e fondante (dall’Egitto alla terra promessa), si ripete in ogni pellegrinaggio verso il Tempio, quando il credente va in cerca del Signore e si mette in cammino verso il santuario; ma soprattutto si rivive nell’esperienza dell’uomo giusto che “non segue il consiglio degli empi, non indugia nella via dei peccatori... ma si compiace della legge di Yahvéh” (Sal 1,1).

 

4. Conclusión

 

            El Dios de Israel es presencia, oscura y silenciosa, pero salvadora y vivificante; su Nombre es evangelio y promesa de libertad para todos los hombres; es un Dios que es camino y caminante junto a su pueblo. Es el Dios que se revela plenamente a los hombres –a cada hombre– en el camino personal de cada uno hacia Emaús, cuando se experimenta el ardor de su presencia vivificadora y se le descubre en la palabra, en la comunión y en la fracción del pan (Lc 24,13-35). Su presencia en medio de los hombres alcanza su plenitud en el hombre Jesús de Nazaret, “Dios con nosotros”: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28,20).

 

 

fr. Silvio José Báez, o.c.d.

Roma 12. 3. 2000

 

 

 

 



[1] Cf. H. Seebas, Il Dio di tutta la Bibbia, Studi Biblici 72, Brescia 1985, 48-51.

[2] Cf. G. von Rad, Teología del Antiguo Tesamento, II, Salamanca 1984, 529-542.

[3] ; B.W. Anderson, “God, OT View of”, en The Interpreter’s Dictionary of the Bible, II, Nashville 1962, 417.

[4] Cf. W. Eichrodt, Theology of the Old Testament, I, London 1961, 19785, 210.

[5] Cf. G. von Rad, Teología del Antiguo Testamento, II, 487, que cita a K. Barth, Kirchliche Dogmatik, II, 1, 205. Sobre el Dios escondido, cf. E. Jacob, “L’Ancien Testament et la Theologie”, ZAW 100, 1988, Supplément, 268-278, especialmente p. 272; J. Briend, Dieu dans l’Écriture, Lectio Divina 150, Paris 1992, 91-110.

[6] Cf. J. Briend, Dieu dans l’Écriture, 97.

[7] Cf. L. Perlitt, “Die Verbogenheit Gottes”, en Probleme biblischer Theologie, Gerhard von Rad zum 70. Geburstag, Munich 1971, 381-382.

[8] Cf. J. Briend, Dieu dans l’Écriture, 97.

[9] Cf. L. Alonso Schökel – J. Vílchez, Proverbios, Madrid 1984, 448; L. Alonso Schökel – J.L- Sicre, Profetas, I, Madrid, 1980, 305.

[10] Cf. J. Briend, Dieu dans l’Écriture, 41-50.

[11] Creemos que el término demamah se debe traducir como “silencio”. De hecho se encuentra en algunos textos de Qumrán (cf. J. Strugnell, “The Angelic Liturgy at Qumrân - 4Q serek sirot ‘olat hassabat”, VTS 7, Leiden 1960, 318-345-336-343; J. Jeremias, Theophanie, 114; J. Briend, Dieu dans l’Ècriture, 38-39). Se utiliza para designar el canto silencioso de los ángeles en una liturgia celestial, en oposición a elementos sonoros.  La expresión “voz silenciosa” en estos textos litúrgicos confirmaría la interpretación que proponemos para el término en 1 Re 19,12. Para  J. Vorndran, “Elijas Dialog mit Jahwes Wort und Stimme”, Bib 77 (1966) 424, en cambio, este uso cúltico del término indica que en 1 Re 19,12 nos encontramos con un texto polémico contra quienes negaban la presencia de YHWH en las celebraciones cultuales de Jerusalén. Completamente diversa la propuesta de J. Lust, “A gentle breeze or a roaring thunderous sound?, VT 25 (1975) 110-115, que traduce demamáh“ como: “a roaring thunderous voice”, expresión culmen de los eventos cósmicos descritos. Sin embargo su argumentación filológica es poco convincente.

[12] Véase el caso de Mánoaj en Jue 13,11-17; y el de Jacob en Gen 32,30.

[13] La fe cristiana afirma que el “Nombre” de Dios, es decir, su persona, se ha manifestado plenamente en Jesús de Nazaret, quien expresa el sentido de su misión reveladora del Padre diciendo:  “Yo he dado a conocer tu Nombre a aquellos que tú me diste” (Jn 17,6).

 

[14] Cf. G. von Rad, Teología del Antiguo Testamento, I, 241.

[15] G. von Rad, Teología del Antiguo Testamento, I, 235.

[16] Cf. G. von Rad, Teología del Antiguo Testamento, I, 236.