(Ciclo B)
"Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único..." (Jn 3,16)
2 Cron 36,14-16.19-23
Ef 2,4-10
En la historia de la salvación se entrecruzan dos líneas fundamentales: una negativa, representada por el pecado del hombre; y otra positiva, representada por la misericordia y el perdón de Dios. En las lecturas bíblicas de este domingo se pueden constatar ambas con toda su fuerza de muerte y de vida. Del lado humano aparecen la infidelidad de Israel (2Cron 26,14), nuestros pecados que nos han llevado a la muerte (Ef 2,5) y el mundo que hace el mal y odia la luz (Jn 3); de parte de Dios resalta su voluntad de hacer volver a Israel a su tierra (2 Cron 36,22-23), la vida que gratuitamente nos ha dado en Cristo (Ef 2,5) y el amor tan grande que tiene por el mundo que lo ha llevado a dar a su Hijo único para que todo el que crea en él se salve (Jn 3,16).
La
primera lectura (2Cron
36,14-16.19-23) representa la conclusión de esa obra tardía, de carácter
sacerdotal, llamada “El libro de las Crónicas”. Este epílogo es un intento de interpretación
de toda la historia de Israel desde una perspectiva teológica o religiosa. Para
el autor la causa más profunda de la tragedia del exilio no es de carácter
militar o político, sino religioso. Indudablemente que se puede y se debe
explicar el exilio también a partir de sus causas socio-políticas y a la luz de
las relaciones internacionales con los imperios de la época. Sin embargo al
autor le interesa hacer una lectura religiosa de la historia, con lo cual llega
a una conclusión todavía válida para nosotros hoy: la maldad de la humanidad,
su pecado y su rechazo a la justicia y al bien, son la causa más profunda de la
desarmonía y del desequilibrio dramático que tanto en el ámbito personal como
social viven los seres humanos. Israel, a lo largo de su historia, ha ido
acumulando un peso terrible de pecado y de infidelidad, cerrándose
sistemáticamente a la palabra profética de parte de Dios, “hasta el punto que
ya no hubo remedio” (2 Cron 36, 16). La falta de conversión generalizada y el
rechazo continuo del rey y los poderosos del pueblo hacia el mensaje profético
precipitan a Israel a la ruina. El exilio es el precio del pecado y de la
infidelidad; quienes han profanado el don divino de la tierra, ahora la ven
estéril y desolada precisamente a causa de su conducta inmoral e injusta.
El
libro de las Crónicas originariamente terminaba en el v. 21. Un autor posterior
añadió los vv. 22-23, que son una copia del comienzo del libro de Esdras (Esd
1,1-3). De esta forma se agregó algo fundamental a la interpretación de la
historia de Israel: Dios no deja que su pueblo perezca a causa del pecado, sino
que lo invita a comenzar de nuevo (regresar a la tierra, reconstruir el Templo,
volver a experimentar que el Señor está en medio de ellos). Su última palabra sobre
el pueblo no es la muerte, ni el castigo, sino el perdón, la misericordia y la
vida. A través de la política de Ciro, rey de Persia, Dios permitirá a Israel
regresar a la tierra y volver a empezar con esperanza la historia de la
alianza. Dios no ha abandonado, ni abandonará jamás a su pueblo.
La
segunda lectura (Ef
2,4-10) presenta una síntesis de la teología de la gracia, a la luz del
evento salvador de Cristo Jesús: “Dios, que es rico en misericordia y nos tiene
un inmenso amor, aunque estábamos muertos por nuestros pecados, nos volvió a la
vida junto con Cristo – ¡por gracia hemos sido salvados! –, nos resucitó y nos
sentó junto a Cristo Jesús en el cielo” (Ef 2,4-6). El autor subraya ante todo
la gratuidad absoluta de la salvación: “Por la gracia, en efecto, han sido
salvados mediante la fe; y esto no es algo que venga de ustedes, sino que es un
don de Dios; no viene de las obras, para que nadie pueda gloriarse” (v. 9). La
salvación no es obra de nuestras manos, ni recompensa a nuestros méritos, sino
un don gratuito del amor y la misericordia de Dios en Cristo. El hombre la
recibe cuando se abre a Dios con la confianza de la fe, quedando de esta forma
completamente transformado en Cristo, a tal punto de “resucitar” y “sentarse
con él en el cielo”. La gracia arranca al hombre del mal y lo encamina hacia un
ideal de vida completamente diverso, que el autor describe diciendo: “somos
hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para realizar las buenas obras que
Dios nos señaló de antemano como norma de conducta” (v. 10). Las “buenas
obras” no son la condición, sino la
consecuencia de la salvación.
El
evangelio (Jn
3,14-21) forma parte del discurso con el que Jesús concluye su diálogo
con Nicodemo. A través de varias repeticiones verbales, Juan presenta una y
otra vez lo que constituye el núcleo de su evangelio: la fe en Jesús como único
camino que lleva a la vida [quien cree en él tiene vida eterna” (v. 15);
“dio a su Hijo único para que quien crea no perezca, sino tenga vida
eterna”(v. 16); “el que cree en el Hijo no es juzgado, el que no cree
ya está juzgado por no creer en el Hijo único de Dios” (v. 18)]. Para
Juan, a cada hombre se le presentan dos opciones que determinan el destino de
su existencia: creer o no creer en Jesús. Creer es adherirse personalmente a
Jesús y a su proyecto de vida y de amor. El único pecado radical para Juan es
la incredulidad, el rechazo de la palabra de Jesús, que es a su vez la raíz y
el fundamento de todo pecado. En el centro del texto se afirma la iniciativa
divina en la salvación, haciendo referencia al amor de Dios hacia la humanidad.
En efecto, “tanto
amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea no perezca,
sino que tenga vida eterna” (v. 16). Jesús no es sólo objeto de la fe del
creyente, sino también signo vivo del amor del Padre. En Jesús se entrecruzan
el amor infinito de Dios y la confianza-fe del hombre que se abre a la
salvación.
Jesús
es la manifestación más grande del amor divino a la humanidad. Los mordidos de
serpiente en el desierto se curaban, mirando a la serpiente de bronce que
Moisés había izado en un estandarte delante del pueblo (Num 21,8-9). Aquello
era imagen de Jesús “levantado” en la cruz (Jn 8,28; 12,34). La serpiente
libraba de una muerte improvisa, Jesús crucificado da la vida eterna a quienes
creen en él. El verbo “levantar, elevar” (griego: ypsoô) (Jn 8,28;
12,34), puede tener dos significados en griego: levantar algo físicamente de
abajo hacia arriba, o en sentido metafórico, exaltar, glorificar a alguien.
Juan piensa en ambos significados: “Como Moisés levantó la serpiente en el
desierto, así ha de ser levantado el Hijo del Hombre” (Jn 3,14). En la cruz,
Jesús es levantado en alto como un condenado, pero en ese mismo momento es
también exaltado, glorificado, dando la vida al mundo: “Cuando yo sea levantado
de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). Quien cree en él no es
juzgado, es decir, condenado. En cambio la incredulidad se cierra al don del
amor de Dios manifestado en la cruz de Jesús, con lo cual queda juzgada y
condenada (vv. 17-18). El amor salvador de la cruz es también “discriminante”,
“crítico”, discierne entre los hombres, manifestando claramente quiénes son
creyentes y quiénes no. Toda la obra de Juan está concebida como un
juicio entre Jesús y las tinieblas.
El texto termina desarrollando la temática antitética de la luz y las tinieblas (vv. 19-21). Mientras Dios ama al mundo, los hombres paradójicamente aman las tinieblas. Quienes obran mal huyen de la luz, buscan refugio para actuar impunemente y no ser vistos ni criticados. En cambio Jesús se presenta como “luz del mundo” (Jn 8,12), que revela la verdad del hombre y lo lleva a la plenitud, dándole la capacidad de obrar como Dios quiere. A diferencia del malvado, el hombre justo, “el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios” (Jn 3,21).