“En el desierto, el Señor, tu Dios te llevaba como un

padre lleva a su hijo” (Dt 1,31)


 

El libro del Deuteronomio, en su forma actual, se presenta como una serie de largos discursos puestos en boca de Moisés y pronunciados poco antes de que el pueblo entrara a tomar posesión de la tierra prometida (cf. Dt 1,1; 9,1). Moisés, que acompañó al pueblo en su nacimiento y lo guió en el desierto, poco antes de morir deja su testamento espiritual en el libro del Deuteronomio. Al inicio del libro, cuando Israel descubre que los otros pueblos que habitan la tierra son más fuertes y numerosos que ellos, Moisés interviene exhortando a la confianza en Dios. Y les dice: “No se asusten, no les tengan miedo. El Señor que los guía, combatirá por ustedes, como lo vieron en Egipto y en el desierto” (Dt 1,29). La experiencia del amor de Dios en el pasado debe ser para Israel fuente de esperanza y de ánimo para el futuro. El mismo Dios que ha estado junto al pueblo y ha caminado con él, ahora combatirá por ellos. Y añade Moisés: “En el desierto, el Señor tu Dios te llevaba como un padre lleva a su hijo, a lo largo de todo el camino que han recorrido hasta llegar a este lugar” (Dt 1,31).

El desierto es un lugar hostil y peligroso. El libro de los Números lo describe así: “lugar maldito, donde no hay semillas, ni higueras, ni viñas, ni ganados, ni siquiera agua para beber” (Num 20,5). Un espacio que parece haber quedado excluido de la bendición divina. El desierto es caos y desolación, lugar inhóspito y árido donde la vida no es posible. Pero es precisamente en el desierto en donde Dios se ha mostrado lleno de ternura y de compasión hacia su pueblo. En el desierto Dios ha caminado junto a Israel como un padre cariñoso y providente y ha estado atento a todas sus necesidades. Dios ha actuado en el desierto come verdadero padre del pueblo. Un padre lleno de solicitud y de amor por los suyos. Paradójicamente, es precisamente en el desierto en donde Dios se ha revelado poderoso y cercano. El desierto, lugar de la esterilidad absoluta y reminiscencia del caos originario, ha sido un espacio en el que se ha manifestado el poder del Señor alimentando a su pueblo, dándole pan y agua, perdonándolo continuamente, “llevándolo como un padre a su hijo”. En el desierto de la vida también es posible experimentar la cercanía y el amor paterno de Dios que camina junto a nosotros. Esta es una de las vivencias más fascinantes del hombre de fe. Precisamente cuando se ve inmerso en el desierto de la soledad y del dolor y cuando descubre vivamente su impotencia y su debilidad, experimenta que Dios lo lleva “como un padre a su hijo”. Por eso san Pablo exclamaba: “cuando soy débil, entonces soy fuerte” (1 Cor 12,10).

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