"EL DIOS DE ISRAEL: UN DIOS ESCONDIDO"
La realidad de Dios en el
Antiguo Testamento, como presupuesto de experiencia y de pensamiento, no
se cuestiona. La aceptación de su existencia constituye el principio
indiscutible de todo intento humano por elaborar una visión del mundo y
de la vida[1].
Dios está más allá de toda disputa[2].
Obviamente esto no implica necesariamente la ausencia de la duda y de la
dificultad en el camino de la fe, como lo atestiguan libros como Job y
el Qohélet. Lo que queremos indicar con ello es que la pregunta
fundamental de la teología del Antiguo Testamento no tiene que ver con
la existencia de Dios, sino más bien con su identidad. La cuestión
principal no es: “¿existe Dios?”, sino más bien: “¿quién es
nuestro Dios?”, “¿cuál es su Nombre”?
Un presupuesto fundamental de la revelación divina y una
modalidad paradójica de la presencia de Dios en el mundo es su
“ocultamiento”. G. von Rad, afirmaba: “Todo auténtico
conocimiento de Dios comienza con el reconocimiento de su
ocultamiento”[3].
La condición silenciosa y escondida de Dios es expresión de su
trascendencia y de su misterio
siempre inaferrable. Ciertamente la Biblia da testimonio de aquello que
constituyó la experiencia fundamental de Israel, es decir, que Dios tomó
la iniciativa de manifestarse y de darse a conocer, que sacó a su
pueblo de la esclavitud con mano fuerte y brazo extendido. Con razón
afirma el Deutero Isaías: “No he hablado en secreto (be
seter), ni en un lugar oscuro de la tierra; no he dicho a la
descendencia de Jacob: búsquenme en el caos (tohû)” (Is
45,19; cf. Is 48,16). El Dios de Israel es el Deus revelatus. No
obstante, su misterio continúa inmanipulable para el hombre, que no lo
puede encerrar en ningún esquema mental ni reducir a un fenómeno más
del mundo y de la historia. Esta convicción se encuentra de trasfondo
en la prohibición del Decálogo de hacer imágenes de Dios (Ex 20,4), o
en la afirmación bíblica de que el hombre no puede ver directamente a
Dios y seguir viviendo (Gen 32,31; Ex 19,21; 24,11; 33,20; Jue 6,22-23;
Is 6,5). El
Deutero Isaías ofrece una misteriosa definición del Dios de Israel:
“Verdaderamente tú eres un Dios escondido (literalmente: “el
Dios que se esconde”, según el participio hithpael del texto: ’el
misttatter), el Dios de Israel, el salvador” (Is 45,15). Se han
propuesto diversas interpretaciones de la expresión[4]. Lo más probable es que
el profeta haga alusión a los misteriosos designios de Dios en la
historia de Israel, al estilo de Is 55,8: “Mis planes no son vuestros
planes, ni mis caminos son vuestros caminos”. El profeta piensa
seguramente a la caída de Jerusalén y al exilio en el año 587, evento
histórico que parecía negar las promesas y el poder de Yahvéh en
favor de su pueblo. Las palabras del Deutero Isaías integran en la
experiencia religiosa de Israel una experiencia histórica negativa y
dolorosa: la fe en el Dios de Israel afirma con fuerza que el Dios que
se esconde es siempre el Dios salvador[5],
reconociendo en un mismo movimiento la presencia y la ausencia de Dios[6].
En su tercer discurso en el libro del Deuteronomio, Moisés afirma, casi
como conclusión de toda la Toráh: “Las cosas ocultas (hannisttarôt)
pertenecen a Yahvéh, nuestro Dios, las reveladas (hannigelôt)
son para nosotros y nuestros hijos para siempre, para que pongamos en práctica
las palabras de esta ley” (Dt 29,28). Dios algunas cosas las revelas,
otras las esconde. Al creyente israelita se le ha revelado la palabra de
la Toráh, que lo conduce a la vida, pero el misterio divino siempre es
mayor y está más allá de toda palabra y de toda formulación lingüística.
El libro de los Proverbios, en esta misma línea, afirma: “Es gloria
de Dios ocultar (seter) una cosa, y gloria de los reyes
investigarla” (Prov 25,2). Lo que permanece oculto de Dios es expresión
de su gloria, es decir, de su grandeza que sobrepasa cualquier
conocimiento humano y cualquier intento del hombre por conocerlo
totalmente; por su parte, el hombre lo glorifica cuando reconoce esa
trascendencia que su mente no alcanza. Aunque Dios ha hablado
abiertamente a los hombres por medio de la revelación profética (Is
45,19; 48,16), su revelación sigue de algún modo escondido, lo
revelado no deja de ser misterio[7].
La revelación divina siempre comunica y oculta al mismo tiempo. El Dios
de Israel es sobre todo un Dios a quien buscar y en quien esperar, más
que un Dios a quien hallar y poseer.
Aquí bien podemos evocar el bellísimo relato del encuentro de
Yahvéh y Moisés, en la cavidad de una roca en la montaña, en Ex
33,18-23[8].
La unidad literaria constituida por los capítulos 32-34 del Éxodo está
construida en torno a la temática de “la presencia” de Dios en
medio de un pueblo que, habiendo construido un becerro de oro al que ha
adorado, ha rechazado la alianza y ha pecado contra el Señor (Ex 32).
Después que Yahvéh le ha prometido a Moisés retirar toda amenaza del
pueblo y seguir acompañándolos en el camino (Ex 33,14.17), Moisés
quiere asegurarse de ello, desea tener una prueba de esta presencia y le
pide a Dios: “”Muéstrame tu gloria” (Ex 33,18), es decir, asegúrame
que estás presente entre nosotros. Yahvéh le respondió: “Yo haré
pasar delante de ti toda mi bondad (tôb) y pronunciaré el
Nombre de Yahvéh…; sin embargo, no podrás
ver mi cara, porque quien la ve no sigue vivo” (Ex 33,19-20). Y
el Señor añadió: “Ahí tienes un sitio junto a mí, puedes ponerte
sobre la roca; cuando pase mi gloria, te meteré en una grieta de la
roca y te cubriré con la palma de mi mano hasta que yo haya pasado; y
cuando retire mi mano, me verás de espaldas, porque de frente nadie me
puede ver” (Ex 33,21-23). El paso de Yahvéh es majestuoso y terrible,
y es necesario que él proteja a Moisés. Le asegura su presencia, no
por medio de figura o imagen alguna que se pueda ver, pues el hombre no
puede ver a Dios directamente; sino a través de la escucha de su Nombre
y “viendo sus espaldas”. Moisés escucha y ve cómo Yahvéh se
aleja. Escuchar el Nombre divino es imagen de la cercanía divina; ver
sus espaldas es imagen de su lejanía. Precisamente en el momento en que
Yahvéh se acerca y Moisés experimenta su cercanía, allí mismo ve cómo
se aleja. La infinita cercanía de Dios es paradójicamente su infinita
lejanía. Dios es más grande que todas las imágenes y representaciones
de la divinidad que el hombre pueda elaborar, por altas y sublimes que
sean. La experiencia de Moisés en este relato contrasta fuertemente con
la actitud del pueblo, que desesperado por “no saber” qué había
ocurrido con Moisés que tardaba en bajar de la montaña (Ex 32,1) , se
había construido un becerro de oro que sirviera para ubicar y
representar a Dios, mitigando así un poco la angustia de la ausencia y
del silencio. Así se lo pidieron a Aarón: “¡Anímate!, fabrícanos
un dios que nos guíe, porque no sabemos que habrá sido de ese
Moisés que nos sacó del país de Egipto” (Ex 32,1). Sin embargo, el
"no–saber" y el silencio de la aparente ausencia son parte
constitutiva de la experiencia del Dios de Israel, que siempre está más
allá de toda experiencia y de toda conceptualización. La
“presencia” del Dios de Israel, muchas veces percibida en la
oscuridad y el dolor, en el silencio y en la aparente ausencia, tiene su
icono más elocuente en el silencio que envolvió al profeta Elías en
el monte Horeb (1 Re 19,12). La "voz de silencio sutil"
(hebreo: qôl demamah daqáh[9]), enseñó a Elías
que Yahvéh “no está” necesariamente allí donde estamos
acostumbrados a encontrarle (el fuego, el viento, el terremoto, eran las
manifestaciones teofánicas sonoras y poderosas del Sinaí). El Dios de
la Palabra se muestra ahora en la ausencia, en la no–palabra, en el
callar de todo fenómeno sonoro. En el Horeb Dios niega y supera las
manifestaciones divinas precedentes ya conocidas, mostrando que él no
puede ser nunca aprisionado en esquemas y tradiciones humanas. “La voz
de silencio sutil” demuestra que el Dios de Israel no se revela en la
historia necesariamente a través de efectos visibles de poder, sino que
ordinariamente se hace presente en un Silencio que es percibido sólo en
el profundo silencio de la noche de la fe. [1]
; B.W. Anderson, “God,
OT View of”, en The Interpreter’s Dictionary of the Bible,
II, Nashville 1962, 417. [2]
Cf. W. Eichrodt, Theology of the Old Testament, I, London
1961, 19785, 210. [3] Cf. G. von Rad, Teología del Antiguo Testamento, II, 487, que cita a K. Barth, Kirchliche Dogmatik, II, 1, 205. Sobre el Dios escondido, cf. E. Jacob, “L’Ancien Testament et la Theologie”, ZAW 100, 1988, Supplément, 268-278, especialmente p. 272; J. Briend, Dieu dans l’Écriture, Lectio Divina 150, Paris 1992, 91-110. [4]
Cf. J. Briend, Dieu
dans l’Écriture, 97. [5]
Cf. L. Perlitt, “Die
Verbogenheit Gottes”, en Probleme biblischer Theologie,
Gerhard von Rad zum 70. Geburstag,
Munich 1971, 381-382. [6]
Cf. J. Briend, Dieu
dans l’Écriture, 97. [7]
Cf. L. Alonso Schökel – J. Vílchez,
Proverbios, Madrid 1984, 448; L.
Alonso Schökel – J.L- Sicre, Profetas, I, Madrid,
1980, 305. [8]
Cf. J. Briend, Dieu
dans l’Écriture, 41-50. [9] Creemos que el término demamah se debe traducir como “silencio”. De hecho se encuentra en algunos textos de Qumrán (cf. J. Strugnell, “The Angelic Liturgy at Qumrân - 4Q serek sirot ‘olat hassabat”, VTS 7, Leiden 1960, 318-345-336-343; J. Jeremias, Theophanie, 114; J. Briend, Dieu dans l’Ècriture, 38-39). Se utiliza para designar el canto silencioso de los ángeles en una liturgia celestial, en oposición a elementos sonoros. La expresión “voz silenciosa” en estos textos litúrgicos confirmaría la interpretación que proponemos para el término en 1 Re 19,12. Para J. Vorndran, “Elijas Dialog mit Jahwes Wort und Stimme”, Bib 77 (1966) 424, en cambio, este uso cúltico del término indica que en 1 Re 19,12 nos encontramos con un texto polémico contra quienes negaban la presencia de YHWH en las celebraciones cultuales de Jerusalén. Completamente diversa la propuesta de J. Lust, “A gentle breeze or a roaring thunderous sound?, VT 25 (1975) 110-115, que traduce demamáh“ como: “a roaring thunderous voice”, expresión culmen de los eventos cósmicos descritos. Sin embargo su argumentación filológica es poco convincente.
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