Amad a vuestros enemigos (Lucas 6,27-38)
El mandamiento del amor a los
enemigos está construido sobre dos principios de vida fundamentales: “Tratad a los
demás como queréis que ellos os traten a vosotros” (v. 31) y “Sed
misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (v. 36).
El primer principio: “Tratad
a los demás como queréis que ellos os traten a vosotros” (v. 31) constituye
la llamada “regla de oro” de la convivencia humana, sobre la que se fundamentan
relaciones sociales justas y que se conocía ya en la tradición judía y en otras
corrientes filosóficas y éticas. La novedad del evangelio es que Jesús expande
este principio hasta el infinito, exigiendo a sus discípulos no sólo no hacer
el mal, sino buscar el bien de los demás como quisiéramos que los otros lo
hicieran con nosotros. La expresión máxima de este “tratar bien” a los demás se
encuentra en el amor a los enemigos, que se concretiza en el amor al adversario
personal que en las situaciones cotidianas actúa en forma injusta y deshonesta,
y también en el respeto y la tolerancia a quien es diverso de mí o me resulta
antagónico u hostil por su forma de pensar o actuar.
La exhortación de Jesús “amad a
vuestros enemigos” se concretiza en el “haced bien a los que os odian” (v. 27).
Esto demuestra que la actitud evangélica frente al adversario no es
sentimentalismo desencarnado, sino que se realiza a través de gestos concretos
de asistencia y ayuda buscando su bien. Este comportamiento sorprendente se
manifiesta a través del “bendecir” (eulogein) al enemigo que me maldice
(v. 28) y del orar por los perseguidores. El verbo griego eulogein no
significa sólo “bendecir”, sino también “alabar”. Se trata por tanto de
“bendecir”, “decir-bien”, de quien me maldice, de quien “dice-mal” de mí. La
exhortación a orar por los enemigos hace ver que el amor no debe ser el
resultado de estrategias y tácticas hábiles, de buena educación o de
oportunismo, sino de una oración fuerte y fecunda que lleva a la conversión del
corazón. Quien no ora por su adversario, no podrá luego ben-decirlo, ni amarlo.
El modelo del orante que reza por sus enemigos es Jesús crucificado, que en el
evangelio de Lucas afirma: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”
(Lc 23,34).
El evangelio ofrece tres
ejemplos concretos de este amor ilimitado y fuerte: “la bofetada”, “el manto”,
y el “préstamo”. Son solo tres ejemplos escogidos para mostrar cómo se debe
vivir en lo concreto y lo cotidiano de cada día el amor al enemigo. De frente a
las acciones más agresivas e injustas, el cristiano no actúa jamás con
violencia, ni renuncia a la lógica de la donación gratuita y sin límites en
favor de los demás. Jesús, finalmente, añade una última característica a este
amor. No se debe limitar al pequeño círculo de “los que nos aman”, pues esto
sería seguir el estilo de “los pecadores”, “que aman a quienes les aman”,
basados en la lógica del contracambio: dar para recibir (v. 32-34). Quien actúa
de este modo es generoso sólo en apariencia; en realidad, no tiene ningún
mérito, porque todo lo realiza por propio interés personal.
En
el v. 35 se resumen todos los temas anteriores en una bellísima síntesis que es
como la definición del ser cristiano: “Más bien, amad a vuestros enemigos;
haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio; y vuestra recompensa será
grande, y seréis hijos del Altísimo, pues él es bueno con los ingratos y los
perversos”. Y así conectamos con el segundo principio fundamental: “Sed
misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (v. 36). Ahora el
modelo es infinito: el amor de Dios. Sólo a través de esta “imitación” de Dios
nos volvemos sus hijos (v. 35: “seréis hijos del Altísimo”). Para Lucas, el
amor misericordioso a imagen del Padre, es el principio unificador de toda la
existencia cristiana. Es parte fundamental del credo bíblico la afirmación de
Dios como “Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor y
fidelidad” (Ex 34,6). El discípulo de Jesús asume esta misma condición de Dios
cuando, como Él, manifiesta compasión y ternura, amor eficaz y fidelidad hacia
los demás.
El texto se cierra con dos
exhortaciones de Jesús que expresan la actitud misericordiosa que debe tener
todo cristiano. La primera es: “No juzguéis... no condenéis”. Aquí lo que Jesús
prohíbe no es el discernimiento de lo que es bueno o malo, sino la crítica y la
condena de los otros, que manifiestan la condición de superioridad de quien
juzga sobre quien es juzgado. Y no sólo eso. Juzgar y condenar es colocarse en
el lugar de Dios, que es el único que conoce los corazones, mientras el hombre
ve sólo las apariencias (1 Sam 16,7). La segunda exhortación es “perdonad y
seréis perdonados”. A la primera parte en negativo, se añade ahora una segunda
parte en positivo: el perdón cristiano, ilimitado y lleno de misericordia, que
recuerda otra sentencia de Jesús: “Si tu hermano peca, repréndelo; pero si se
arrepiente, perdónalo. Si peca siete veces al día contra ti, y siete veces se
arrepiente, diciendo: me arrepiento, tú lo perdonarás” (Lc 17,3-4).
Para
subrayar la importancia decisiva de estas actitudes, Jesús coloca a su
auditorio en el momento escatológico, cuando todos compareceremos delante de
Dios. El secreto para no ser juzgados, ni condenados y, al mismo tiempo, para
recibir misericordia, es tenerla para los demás. En otras palabras, la única
posibilidad que tiene el hombre para evitar la condena de parte de Dios y ser
acogido con misericordia, es abstenerse de juzgar y condenar al hermano y
perdonarlo siempre. El destino del discípulo se decide cada día en base a la
misericordia. “A la tarde te examinarán en el amor” (San Juan de la
Cruz).