LA TRINIDAD, EL ESPIRITU Y LA IGLESIA

 

(Tomado del artículo de P. Silvio José Báez, “La Trinità nel Nuovo Testamento”, en AA.VV. In comunione con la Trinità, editrice Vaticana, Roma 2000, 79-93)

 

 

1. El espíritu Santo y la experiencia pascual

 

La Tradición primitiva transmite dos afirmaciones de fe que no se contraponen. La primera confiesa que en la resurrección de Jesús, la acción del Espíritu tiene que ver directamente con Jesús mismo (Rom 1,4; 1 Tim 3,16); la segunda, que en la resurrección y ascensión al Padre Jesús recibe el Espíritu (que él posee en plenitud desde el bautismo) para comunicarlo a los creyentes.

La resurrección de Jesús fue puesta desde el inicio en relación con el Espíritu. Según Rom 1,4, Jesucristo resucitado es el Hijo ka pnéuma. Es con la fuerza del Espíritu que Cristo ha resucitado: “muerto en la carne, vivificado en el Espíritu (zôopoiētheis de pneumati)” (1 Pe 3,18). El Espíritu es sobre todo Aquel que es donado por el Padre al Hijo, de forma que el humillado sea exaltado, y el Crucificado viva en la nueva existencia de Resucitado.

Pero el Nuevo Testamento no sólo afirma que Jesús Resucitado sea portador del Espíritu, sino que por el evento pascual se convierte también en aquel que dona el Espíritu a los creyentes (cf. Lc 24,49; Hch 1,4.8; Jn 20,22; cf. además los textos clásicos de la pneumatología joánica: Jn 14,16; 15,26; 16,7). “El Espíritu es el Otro que Jesús testifica y dona. Si en Jesús se ha manifestado Dios como aquel que se revela y comunica, se debe al Espíritu el que Jesús viva y permanezca en medio de los suyos”[1]. Es significativa en este sentido la afirmación de Hch 2,33: “Exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís”. Aquí Lucas retoma una afirmación tradicional basada originalmente en una interpretación cristiana del Sal 68,19, testimoniada por Ef 4,18, y que pone la glorificación de Jesús en relación con el Espíritu recibido del Padre[2]. Este aspecto de la pneumatología alcanzará su mayor desarrollo en la posterior teología joánica, en donde el Espíritu proviene del Padre pero viene donado únicamente a través de Jesús (Jn 7,39; 15,26; 16,7; 20,22). En el evento pascual, el Espíritu se presenta como el vínculo de unión entre Dios y Cristo, y entre el Resucitado y los creyentes: “no es el Padre, ya que es dado por Él; no es el Hijo, ya que el Resucitado lo recibe y lo dona; es Alguien que, jamás separado de ellos, es distinto y autónomo en su acción”[3].

            La condición definitiva de la salvación se realiza en Cristo, pero requiere de la acción del Espíritu, el cual se hace presente en cada “aquí y ahora” del universo y de la historia. Por el Espíritu Dios habita en nosotros (Jn 14,16s.23) como verdad (Jn 14,17), como amor (Rom 5,5) y como santidad (1Pe 1,15)[4]. La existencia “en Cristo” sólo es posible “en el Espíritu”, y sólo por el Espíritu tenemos acceso al Padre (Ef 2,18).

           

 

2. Explicitación trinitaria del acontecimiento Jesucristo

 

            La comunidad primitiva presupone la fe en Dios, el Dios del Antiguo Testamento, del mismo modo como lo había hecho Jesús de Nazaret. Por tanto, ella, al menos inicialmente, no desea modificar la definición de Dios, pero al mismo tiempo anuncia que existe un vínculo único e inseparable entre Jesús y Dios, por lo que Dios obra la salvación a través de Jesús, el Mesías, que está presente y vivo como Señor resucitado y glorificado. Como se ha podido observar en las fórmulas cristológicas más antiguas, al anuncio de Jesús como Mesías de Israel y Señor resucitado por Dios (Hch 3,12-26), siguió la proclamación de Jesucristo como evento salvador único, lo cual supuso una clara ruptura con el judaísmo.

El núcleo primordial de la fe neotestamentaria se manifiesta como fe en Cristo. Pero el Nuevo Testamento afirma, no sólo que Dios ha obrado a través de Jesús, por el Espíritu, sino que Jesús es el evento en el cual Dios se revela y se hace presente, a tal punto que ya no es posible separar a Dios de Jesús. Jesús es parte del misterio de Dios y ahí donde Dios obra, ahí está también la presencia de Jesús. Por tanto, no sólo Dios está en Jesús, en el sentido que obra en él, sino que Jesús está en Dios desde el principio. Esto explica la lectura pascual-trinitaria que hace el Nuevo Testamento de la historia de Jesús de Nazaret[5].

En primer lugar se lee en clave trinitaria el inicio de la historia terrena de Jesús. La encarnación del Hijo, enviado por el Padre, es presentada como obra del Espíritu Santo. La confesión trinitaria de la pascua aparece ahora en la encarnación, obra del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. San Juan de la Cruz ha puesto en evidencia este misterio cuando canta: “...la Trinidad / de carne al Verbo vestía; / y aunque tres hacen la obra, en el uno se hacía; / y quedó el Verbo encarnado en el vientre de María. / Y el que tenía sólo Padre, / ya también Madre tenía...” (R 8). María de Nazaret se vuelve así el punto de encuentro entre Dios y el hombre, lugar en el que la historia trinitaria de Dios, el proyecto del Padre, el envío del Espíritu Santo y la misión del Hijo, coloca su tienda en la historia de los hombres[6].

De igual forma el evento pre-pascual, ciertamente histórico, del bautismo en el Jordán, ha sido explicitado en la complejidad de sus relaciones divinas (Mc 1,11; Mt 3,13-17; Lc 3,21). El bautismo de Cristo manifiesta visiblemente la realidad trinitaria a través de los símbolos propios de la entronización del Mesías como profeta escatológico, que lleva a término la irrupción de Dios en la humanidad[7]. “La voz, la entronización del Mesías, el Espíritu, vienen del cielo que se ha rasgado porque el Hijo que sube del agua y de la tierra ha sido constituido como camino hacia lo divino[8]”. De igual forma el relato de la tentación de Jesús (Mc 1,12s; Mt 4,1-11; Lc 4,1-13) es presentado en relación con el Padre y con el Espíritu que ha descendido sobre él en el bautismo. Jesús, conducido por el Espíritu (Mc 1,12) y lleno del Espíritu (Lc 4,1), es el Hijo que permanece fiel al Padre y al proyecto del reino en medio de la prueba, a diferencia de Israel en el pasado.

Los textos evangélicos nos muestran que toda la vida de Jesús se ha desarrollado con relación al Padre y al Espíritu. La historia de Jesús, narrada a la luz de la pascua, es la buena noticia del Padre, que por el Hijo y en el Espíritu Santo, entre en relación con la historia humana[9]. Jesús es el Hijo, “que hace únicamente lo que ve hacer al Padre” (Jn 5,19) y que “exulta de gozo en el Espíritu Santo” para revelar que “todo me lo ha entregado mi Padre; y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; y quién es el Padre, sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Lc 10,21.22b; cf. Mt 11,25-27). Es el Espíritu quien revela la presencia del Hijo en la figura humilde de Jesús de Nazaret. El Hijo, por su parte, nos revela al Padre. El lo ha recibido todo del Padre (Jn 1,35), y precisamente por eso, solamente el Hijo conoce verdaderamente al Padre, a través de un conocimiento hecho de comunión y de donación recíproca. Por eso el Padre expresa su conocimiento del Hijo en forma de amor: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17; cf. Mc 1,11; Lc 3,22).

Jesús, el Hijo, está lleno del Espíritu desde el principio (Lc 1,35; Mt 1,20). El testimonio del Bautista pone de manifiesto la presencia permanente del Espíritu en Jesús: “Yo he visto que el Espíritu bajaba desde el cielo como una paloma y permanecía en él” (Jn 1,32). Las palabras de Jesús comunican la vida porque son manifestación del Espíritu que habita en él (Jn 6,63), ya que “aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios porque da el Espíritu sin medida” (Jn 3,34). Pero también todo el ministerio de Jesús es obra del Espíritu, que inspira su programa mesiánico (Lc 4,18) y se manifiesta como fuerza (dynamis) y como autoridad (exousía) con las cuales Jesús obra milagros y gestos liberadores en favor de los hombres (Mc 3,20-30; 5,30; Mt 12,28). La fuerza que salía de él (Jn 5,30), porque permanecía en él, siendo al mismo tiempo distinta de él, es lo que más tarde la comunidad cristiana llamará la presencia del Espíritu Santo (cf. Hch 10,37-38).

En el cuarto evangelio, Jesús hace del Espíritu el principio del nuevo nacimiento (Jn 3,3-8) y del auténtico culto al Padre, que brota de la acción del Espíritu y se fundamenta en la revelación de Jesús: un culto “en Espíritu y Verdad” (Jn 4,23). En el evangelio de Juan se designa al Espíritu como “Espíritu de la Verdad” y “Paráclito”. La expresión “Espíritu de la Verdad” (Jn 14,17; 15,26; 16,13) coloca al Espíritu en relación directa con la Verdad de Jesús, es decir, con la revelación que el Hijo único hace del Padre (Jn 1,18). La Verdad del Padre revelada por Jesús –la Verdad que es Jesús– sólo puede ser interiorizada y actualizada en nosotros por obra del Espíritu de la Verdad (Jn 16,13). El término “Paráclito” (Jn 14,16.26; 15,26; 16,7), tomado del mundo jurídico, expresa la idea de asistencia, ayuda y defensa. Las funciones del Espíritu en el cuarto evangelio son tres: (a) da testimonio de Jesús frente a los discípulos (Jn 15,26-27) y le da gloria (Jn 16,14); (b) habita en los discípulos (Jn 14,16) y les sirve de guía hacia la verdad completa (Jn 16,13); (c) en cuanto al mundo, realidad hostil que rechaza la revelación del Hijo, el Espíritu demuestra en la conciencia de los discípulos el pecado del mundo (Jn 16,8-11).

La comunidad primitiva descubre también en la historia del pueblo elegido el signo trinitario de la Pascua[10]. El Dios de Israel[11] es reconocido como el Padre del Señor Jesús (Hch 3,13.18; Hb 1,1; cf. Hch 13,27; 26,22; 2Cor 1.20); el Hijo es el vértice de toda la historia de Israel, en quien se cumplen todas las Escrituras (Mt 1,22; Hch 7,2ss; cf. además todos los textos en donde se hace la afirmación “según las Escrituras”; 1Cor 10,1-3; 15,3); y esta tensión de Israel hacia Cristo y su acción en la historia del pueblo elegido es obra del Espíritu (1Pe 1,10s; Hch 1,16; 2Tim 3,16; 2Pe 1,21).

La lectura trinitaria del misterio de Cristo se extiende finalmente a los mismos orígenes de la creación. El acto creador es un acto pascual y trinitario. Un texto ejemplar, en el que se pasa a una cristología que no sólo comprende la resurrección del crucificado, sino la preexistencia del Señor es 1 Cor 8,6: “Para nosotros no hay más que un Dios, el Padre (eis theòs ho patēr), del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo (eis kyrios Iēsous Christòs), por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros”. Probablemente Pablo aquí está reutilizando una fórmula de fe arcaica propia del cristianismo primitivo helenístico[12]. El texto muestra claramente una estructura simétrica, a nivel de sujetos (Dios Padre / Señor Jesucristo), y a nivel de funciones de ambos (todo tiene origen en Dios Padre y somos para él / por medio del Señor Jesucristo todo existe y somos mediante él). Se trata de una doble confesión de fe, teológica la primera, cristológica la segunda. Dios Padre es confesado principio supremo de la creación universal y fin último de la existencia de los creyentes; Jesucristo, en cambio, es el mediador de la creación y de la salvación. La fórmula de fe sintetiza los principales contenidos del credo cristiano, subrayando la iniciativa de Dios y la obra mediadora de Cristo a nivel cosmológico y soteriológico, de quien implícitamente ya se afirma su preexistencia, probablemente a la luz de la hipóstasis de la sabiduría en el Antiguo Testamento[13].

            En esta misma línea hay que interpretar la afirmación cristológica de Col 1,15: “Él es imagen (eikôn) de Dios invisible, Primogénito de toda la creación”. En este texto Cristo es presentado a la luz de la sabiduría. El término eikôn no expresa necesariamente la visibilidad. El Señor Resucitado no es visible, al igual que la Sabiduría que es imagen de la bondad divina, sin ser visible ella misma (Sab 7,22-26). La imagen de Col 1,15 no connota la visibilidad, aun cuando manifiesta y refleja a Dios. Toda la creación, y particularmente el hombre, dan a conocer también a Dios, como dice Sab 2,23. La manifestación que se da en el Hijo, sin embargo, es diversa porque viene de su participación, como mediador, en la obra de la creación (vv. 16-17), a imagen de la sabiduría, como manifestación de Dios por su participación en la actividad creadora[14]. Al decir que es “primogénito de toda la creación” (v. 16) se quiere indicar, por tanto, su condición de filiación única y eterna, antes de la creación del mundo[15].

Más explícitos aún los primeros versículos del evangelio de Juan (Jn 1,1-3), en donde se celebra su dimensión arquetípica y protológica del Lógos, del cual se dice que es al mismo tiempo preexistente (“en el principio era”), divino (théos), aunque personalmente distinto de Dios (ho theós), y mediador en la creación (“todo ha llegado ha existir por medio de él”). Es discutido entre los estudiosos si en Fil 2,6 se indica la preexistencia de Cristo al afirmar que “siendo de condición divina (morphē theou), no retuvo ávidamente el ser igual a Dios”. Para algunos autores aquí se afirma que es propia de Cristo una originaria igualdad con Dios, la cual él, sin embargo, no consideró una realidad para utilizar en favor suyo[16]; para otros, la expresión morphē theou alude al hombre en general, como imagen de Dios, y por tanto, el ser igual a Dios habría sido una tentación del Jesús terreno, semejante a la de Gen 3,5, en la cual él, sin embargo, nunca cayó[17].

            La preexistencia de Cristo y la interpretación trinitaria de los orígenes se pone de manifiesto también en todos aquellos textos que contienen “teologías de la encarnación” o de “la misión”, elaboradas a la luz de la pascua. Son importantes para la teología de la Trinidad las afirmaciones de Pablo en Gál 4,4[18] y Rom 8,3, en donde se pueden evidenciar tres aspectos fundamentales: (a) Siendo Dios quien envía se alude indirectamente a la preexistencia del Hijo; (b) el objeto del envío tiene que ver con la liberación de la Ley; (c) el resultado es la constitución de los hombres en “hijos adoptivos” (Gál 4,6). En la teología de Juan son innumerables los textos sobre el envío y la misión del Hijo (Jn 3,17.34; 5,37; 6,40-44; 7,28,33; 8,16.29.42; 11,42; 12,44s; 14,24; 16,5; 17,3), textos pascuales que ponen de manifiesto la plenitud escatológica de lo ocurrido en Cristo, interpretando en clave trinitaria el misterio de su preexistencia y de su encarnación.

 

 

3.  Autoconciencia y experiencia trinitaria de la Iglesia

 

            Desde sus inicios la comunidad cristiana se concibió a sí misma en clave trinitaria[19]: ella es la Iglesia de Dios (Hch 20,28; 1Cor 10,32; 11,22; Gal 1,13; 6,16; 2 Tes 1,4; etc.); el Cuerpo de Cristo (cf. Ef 1,22; 5,23; Col 1,18.24); la Iglesia del Espíritu, que nace y se desarrolla con la fuerza del Espíritu Santo, como lo testimonia sobre todo el libro de los Hechos. En la comunidad eclesial se refleja la unidad trinitaria: “Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra todo en todos” (1Cor 12,4-6). No se puede hablar de la vida de la comunidad cristiana sin implicar a los tres principios vivos y estructurantes de toda la novedad cristiana: el Padre, el Hijo y el Espíritu. La misma existencia cristiana es presentada como existencia trinitaria, edificada en Cristo Señor hasta ser morada de Dios en el Espíritu (cf. Ef 2,21b-22; 1 Cor 3,16; 1Pe 2,5). Una vida que se desarrolla en el Espíritu (Rom 8,14), conformándonos cada vez más con Cristo (Gal 2,20) y participando de la experiencia filial del Hijo en relación al Padre (cf. Gal 4,6).

            El evento trinitario por excelencia es el bautismo, por medio del cual la Iglesia y cada creyente entran en el misterio trinitario. En él se actualiza el único, definitivo, paso de la Trinidad a la historia y de la historia a la Trinidad, que es la historia trinitaria de la muerte y resurrección del Señor[20]. De esto da testimonio la fórmula bautismal explícitamente trinitaria de Mt 28,20: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. La fórmula, de origen post-pascual, representa la cristalización doctrinal de una larga reflexión de la comunidad del evangelista sobre el rito más importante de la iglesia primitiva. El nombre, en sentido bíblico, representa la persona. Bautizar “en el nombre” del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, significa introducir al bautizado en la comunión de las Tres Personas divinas y colocarlo en relación viva y personal con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo[21]. Con el bautismo se sella la pertenencia de los discípulos a Jesús Señor dentro de la comunidad. Con el bautismo en el nombre de la Trinidad el creyente es introducido en la misma vida trinitaria y la Trinidad entra en modo nuevo y pleno en el hombre[22]. Por medio del bautismo los hombres llegan a ser hijos adoptivos de Dios, en el único Hijo amado (cf. Gal 3,26s; 4,4s); son sepultados junto con Cristo en la muerte, para que como él puedan vivir una vida nueva (cf. Rom 6,3-11; Col 2,12; 3,1; Ef 2,5) y, en el don del Espíritu Santo, “unción, sello, arras” (cf. 2 Cor 1,21s; Ef 1,13s), son regenerados y renovados (cf. Tit 3,5), pudiendo dirigirse a Dios llamándolo Padre (Rom 8,15.26s; Gal 4,6)[23].

La presencia de la Trinidad Santísima en la vida del creyente y de la comunidad se pone de manifiesto también con el saludo, probablemente de origen litúrgico, con el cual Pablo concluye la segunda carta a los Corintios: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros” (2Cor 13,13). La fórmula es única en todo el Nuevo Testamento y su utilización en la liturgia contribuyó, sin duda, a la formulación de la doctrina trinitaria. En el texto Jesucristo es presentado como gracia” (cháris), pues en él se ha revelado la benevolencia gratuita y salvadora del Padre; Dios representa al Padre y es puesto en relación con el amor, ya que es su fuente originaria y Él mismo es amor (1Jn 4,8), que tanto ha amado al mundo que ha dado a su propio Hijo (Jn 3,16) (agapé); y el Espíritu Santo es puesto en relación con la comunión (koinonía)[24], ya que Él crea la unidad de la comunidad en la diversidad (1Cor 14,5) e interioriza en el hombre el amor del Padre y del Hijo.

El Nuevo Testamento hace referencia a una presencia interior, personal, vivificante de Dios en el creyente, a partir de la cual la teología posterior, confirmada por la experiencia de los místicos, reflexionará sobre lo que se llamará tradicionalmente “la inhabitación trinitaria”,[25].

En la espiritualidad paulina, el evangelio de Cristo acogido en la fe, principio fundamental de la justificación del creyente (Rom 1,16; 3,21-26), se convierte en una realidad viva que transforma la vida desde dentro, permitiendo al cristiano desarrollar una praxis-sabiduría coherente con el evangelio, que no sólo depende de Cristo, sino que se identifica con él: “De Él (de Dios) os viene que estéis en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros, sabiduría de origen divino, santificación y redención” (1Cor 1,30). La experiencia cristiana, tal como la describe Pablo, es profundamente interpersonal, fundada en la fe y expresada en términos de amor. El cristiano es consciente de ser amado por Cristo y se siente llamado a amarlo con un amor de pertenencia recíproca, que va más allá de todo sentimentalismo y que se expresa precisamente con la metáfora nupcial: “Os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo” (2Cor 11,2). La relación entre el Hijo de Dios y el cristiano crea una ósmosis vital entre ambos, a tal punto que la vida que es propia de Cristo pasa al creyente y lo que es propio de el creyente pasa a Cristo asumiendo nuevo valor: “Con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2, 20)[26].

Esta presencia amorosa del Hijo de Dios, que invade y transforma continuamente la existencia del creyente coincide con “el Espíritu”. Identificando el Espíritu con Cristo, Pablo subraya la capacidad de amar, de “ser para”, y que él hace coincidir con lo que llama “libertad”: “El Señor es el Espíritu y donde está el Espíritu del Señor hay libertad” (2Cor 3,16). El cristiano, por tanto, es consciente de poseer la capacidad de amor de Cristo porque posee en su interior la fuerza y el germen del amor divino, pues “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5). El Espíritu Santo, es el Espíritu de Dios, el Espíritu de Cristo, a tal punto que su presencia en la vida del creyente determina la pertenencia a Cristo: “El Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no le pertenece” (Rom 8,9). Consciente de ser amado por el Padre, a tal punto de recibir el Espíritu del Padre y de Cristo, el cristiano comprende y vive, desde lo más hondo de su ser, la situación de filiación divina: “El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (Rom 8,16).

Pablo habla de "los gemidos inefables del Espíritu" en el interior del hombre(vv. 26-27). Al anhelo del parto de la nueva creación y del hombre nuevo se une el deseo apasionado y ansioso del Espíritu en nuestros corazones. El Espíritu de Dios es presentado como un mediador eficaz y poderoso. El hombre, como un niño pequeño que todavía no sabe hablar debidamente, no logra formular su deseo más profundo con relación a la renovación radical de este mundo. El Espíritu se encarga de hacerlo, convirtiéndose no sólo en principio y dinamismo de la acción del creyente, sino de su propia oración. El Espíritu hace posible la súplica perfecta en nuestros corazones, la verdadera oración que no conoce la debilidad de nuestra condición humana que "ni siquiera sabe pedir lo que conviene" (Rom 8,26). El Espíritu se vuelve intérprete e intercesor de la oración del creyente, de forma que la oración es sostenida así por la fuerza de Dios, pues "Dios, que examina los corazones, conoce el pensar del Espíritu, que intercede por los creyentes según la voluntad de Dios" (Rom 8,27). La oración cristiana se realiza, por tanto, "en el Espíritu", es decir, en sintonía interior con el Espíritu de Dios, que habita en nosotros, "que viene en ayuda de nuestra debilidad" (Rom 8,26) y "que escudriña todo, incluso las profundidades de Dios" (1 Cor 2,10).

En la espiritualidad joánica, como ya hemos expuesto antes, el Espíritu de la Verdad interioriza y actualiza en el creyente la palabra de Jesús. La “verdad”, que en Juan indica la revelación que el Padre ofrece al mundo mediante y en el Hijo encarnado y enviado al mundo, no es en primer lugar una realidad intelectual. La revelación histórica de Jesús no tiene como objetivo solamente disipar las tinieblas del error, sino crear en el hombre una nueva existencia[27]. La Palabra de Jesús, en el interior del creyente, vivifica (Jn 8,51), dona la verdadera libertad (Jn 8,32), santifica (Jn 17,17). La verdad vive, por tanto, en el interior del creyente en cuanto revelación de Jesús, acogida y convertida en principio interior de vida. Esta verdad que habita y vivifica desde dentro al cristiano es Jesús mismo (Jn 14,6). El Espíritu, que conduce a la verdad completa, es el Espíritu de la verdad (Jn 14,17; 16,13), y es él mismo Verdad, como Jesús (1Jn 5,6), porque interioriza la revelación de Jesús e interpreta su Palabra en el cristiano.

Pero no solamente la palabra-verdad es interiorizada y habita en el creyente, sino también la vida y el amor[28]. La vida eterna, que en la tradición sinóptica se proyecta en el futuro escatológico, en Juan, en cambio, es una realidad presente, interior, que se identifica con el conocimiento amoroso del Dios verdadero y de su enviado Jesucristo (Jn 17,3). Por eso Jesús, el Hijo, ora por los suyos al Padre diciendo: “Yo les he dado a conocer tu Nombre[29] y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,26). El cristiano está llamado a vivir la relación con Dios, como una participación viva y real de la comunión de amor que existe entre el Padre y el Hijo: “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros” (Jn 17,21).

Refiriéndose a esta comunión de amor, Santa Teresa de Jesús exclama en las séptimas moradas del Castillo Interior: “¡No sé que mayor amor puede ser que éste!” (7 Moradas 2,7). Y san Juan de la Cruz precisa su naturaleza: “Comunicándoles el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo, sino, como habemos dicho, por unidad y transformación de amor. Como tampoco se entiende aquí quiere decir el Hijo al Padre que sean los santos una cosa esencial y naturalmente como los son el Padre y el Hijo, sino que lo sean por unión de amor, como el Padre y el Hijo están en unidad de amor” (Cántico 39,5)

En el discurso del Pan de vida se pone de manifiesto esta comunión recíproca y misteriosa entre Cristo y el creyente, que el evangelio Juan designa con el verbo “permanecer” (en griego: menô[30]): “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Jn 6,56). Quien cree en Jesús y vive en comunión de fe y amor con él, quien se alimenta de su palabra y se ha abierto a su misterio de entrega en la cruz, realidades que se actualizan cotidianamente en la celebración de la Eucaristía, se ve introducido misteriosamente en el horizonte de la amistad divina. Este “permanecer” mutuo que se produce entre Cristo y el creyente es quizás el mensaje más profundo del cuarto evangelio. Al manifestar la comunión del discípulo con el Hijo, el evangelista piensa en aquella otra relación, eterna y originaria, que es la comunión entre el Padre y el Hijo. La relación Padre–Hijo es el modelo y la fuente de la inmanencia y de la comunión recíproca entre Jesús y el discípulo: “Como el Padre que me envió posee la vida y yo vivo por él, así también, el que me coma vivirá por mí” (v. 57). Toda vida, toda comunión, tanto la del Padre y del Hijo, como la del Hijo y el creyente, tiene su origen en el Padre, que “posee la vida”. Así como el Hijo es enviado y vive por el Padre, el creyente que “come el pan”, que es Jesús, vivirá por él.

En el cuarto evangelio, el amor no es sólo una realidad objetiva que modela la conducta, sino una realidad interior puesta por Dios en el creyente (Jn 5,42; 17,26; 1Jn 2,5.15b; 3,1.17; 4.7). También para el amor, como para la Palabra de Jesús, se utiliza la fórmula de reciprocidad típica de la relación interpersonal y de la alianza con Dios: “Quien permanece (menô) en el amor, permanece (menô) en Dios y Dios en él” (1 Jn 4,16). El amor, concretizado en la comunión con la Palabra de Jesús, es la condición y la expresión de la permanencia divina en el interior del creyente: “Si alguno me ama guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). El texto de Jn 14,23 es de gran importancia en la espiritualidad de santa Teresa de Jesús y de san Juan de la Cruz. En la experiencia mística de ambos santos carmelitas, la presencia amorosa y transformadora de la Trinidad ha alcanzado expresiones sublimes.

            Para san Juan de la Cruz, la inhabitación trinitaria, incluso en sus más elevadas expresiones, es una realidad experimentable en el camino de la fe: “No hay que maravillar que haga Dios tan altas y extrañas mercedes a las almas que él da en regalar, porque si consideramos que es Dios y que se les hace como Dios y con infinito amor y bondad, no nos parecerá fuera de razón, pues él dijo que en el que le amase vendrían el Padre, Hijo y Espíritu Santo y harían morada en él (Jn 14,23); lo cual había de ser haciéndole a él vivir y morar en el Padre, Hijo y Espíritu Santo en vida de Dios” (Llama, Prol. 2); y en otro lugar afirma: “Y no es de tener por increíble que a un alma ya examinada, purgada y probada en el fuego de tribulaciones y trabajo y variedad de tentaciones, y hallada fiel en el amor, deje de cumplirse en esta fiel alma en esta vida lo que el Hijo de Dios prometió, conviene a saber: que si alguno le amase, vendría la Santísima Trinidad en él y moraría de asiento en él (Jn 14,23); lo cual es ilustrándole el entendimiento divinamente en la sabiduría del Hijo y deleitándole la voluntad en el Espíritu Santo, y absorbiéndola el Padre poderosa y fuertemente en el abrazo abisal de su dulzura” (Llama 1,15).

            Santa Teresa se sirve de Jn 14,23 para describir lo que ella llama “el matrimonio espiritual”: “Se le muestra la Santísima Trinidad [...], entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios; de manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista [...]. Aquí se le comunican todas tres Personas, y la hablan y la dan a entender aquellas palabras que dice el evangelio que dijo el Señor: que vendría El y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos” (7 Moradas 1,6)

 

 

 



[1] Cf. A. Milano, “Trinità”,  1776.

[2] Cf. G, Rossé, Atti degli apostoli, 155.

[3] Cf. B. Forte, Trinità come storia, 34.

[4] Cf. A. Milano, “Trinità”, 1776.

[5] Cf. B. Forte, Trinità come storia, 43-53.

[6] Cf. B. Forte, Idem, 44.

[7] Cf. R. Pesch, Il Vangelo di Marco, I, Brescia 1980, 162ss.

[8] Cf. J.M. Rovira Belloso, “Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo”, en X. Pikaza – N. Silanes (ed.), Diccionario Teológico. El Dios cristiano, Salamanca1992, 1373.

[9] Cf. J. Moltmann, Trinità e Regno di Dio, Brescia 1983, 86; B. Forte, “Trinità come storia”, 47.

[10] Cf. B. Forte, Trinità come storia, 47-51.

[11] Cf. S.J. Báez, “Il Dio d’Israele: presenza, cammino e promessa” en Rivista di vita spirituale 54 (2000) 391-408.

[12] Cf. G. Barbaglio, Le lettere di Paolo, vol. 1, 393.

[13] Idem, 394; R. Penna, I Ritratti originali di Gesù il Cristo, 186.

[14] Cf. J.N. Aletti, Lettera ai Colossesi, Bologna 1994, 90-91.

[15] Idem, 93.

[16] Cf. R. Penna, I Ritratti originali di Gesù Cristo, 129-132.

[17] Cf. J. Murphy-O’Connor, “Christological Anthropology in Phil. II, 6-11 », en Revue Biblique 83 (1976) 25-50.

[18] En Gál 4,4-6 se usa dos veces el verbo “enviar” con relación al Hijo y con relación al Espíritu. La formulación es absolutamente novedosa, si se piensa que no encontramos nada similar ni en el Antiguo Testamento, ni en el judaísmo extrabíblico. El envío del Hijo evoca la encarnación en la historia; el envío del Espíritu, alude a la experiencia interior del cristiano, que gracias a la presencia eficaz del Espíritu viven la experiencia real de la filiación divina, participando a la de Jesús (Cf. R. Penna, Lo Spirito di Cristo. Cristologia e pneumatologia secondo un’originale formulazione paolina, Brescia 1976, 207-235).

[19] Cf. B. Forte, Trinità come storia, 53-56.

[20] Cf. B. Forte, Idem, 54.

[21] En el contexto del evangelio de Mateo, el Padre es el nuevo rostro de Dios revelado por Jesús a sus discípulos; el Hijo es la identidad profunda de Jesús, que es conocida por el Padre que la revela a los pequeños; el Espíritu Santo es el poder benéfico y salvador que Dios revela en los gestos y las palabras de la misión histórica de Jesús (Mt 12,18.28.31-32) (Cf. R. Fabris, Matteo, 572).

[22] B. Forte, Trinità come storia, 188.

[23] Idem, 189.

[24] La expresión “la comunión del Espíritu Santo” (hē koinônía tou agiou pnéumatos) puede ser interpretada como genitivo objetivo (=comunión con el Espíritu) o como genitivo subjetivo (=comunión donada por el Espíritu). Creemos que una interpretación no excluye la otra. Entrar en comunión con el Espíritu es participar de sus dones, que a su vez crean la comunión entre los creyentes.

[25] Cf. E. Llamas, “Inhabitación trinitaria”, en X. Pikaza-N. Silanes (ed.), Diccionario teológico. El Dios cristiano, Salamanca, 691-710

[26] Cf. U. Vanni, “La spiritualità di Palo”, en R. Fabris (ed.), La spiritualità del Nuovo Testamnento, Roma 1985, 204-205.

[27] Cf. G. Segalla, “La spiritualità nella tradizione giovannea”, en R. Fabris (ed.), La spiritualità del Nuovo Testamento, Roma, 1985, 392.

[28] Idem, 393-394.

[29] En el mundo antiguo, la persona, su ser y su destino, se expresaban en el “nombre”. Entre él y la persona existía una relación esencial. En el Antiguo Testamento, la realidad y el ser de Dios se expresan y se concretizan en su “Nombre” (cf. Ex 3,14). La fe cristiana afirma que el “Nombre” de Dios, es decir, su persona, se ha manifestado plenamente en Jesús de Nazaret, quien expresa el sentido de su misión reveladora del Padre diciendo: “Yo he dado a conocer tu Nombre a aquellos que tú me diste” (Cf. S.J. Báez, “Il Dio d’Israele: presenza, cammino e promessa”, 397-398).

[30] El verbo griego menô, en el evangelio de Juan, posee la connotación de estabilidad y de permanencia continua.