En el cuarto evangelio, el amor no es sólo una realidad objetiva que modela la conducta, una especie de principio ético, sino que es sobre todo una realidad interior puesta por Dios en el creyente (Jn 5,42; 17,26; 1Jn 2,5.15b; 3,1.17; 4.7). Para el amor, como para la Palabra de Jesús, se utiliza la fórmula de reciprocidad típica de la relación interpersonal y de la alianza con Dios: “Quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4,16). El amor, concretizado en la comunión con la Palabra de Jesús, es la condición y la expresión de la permanencia divina en el interior del creyente: “Si alguno me ama guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). Cada creyente que practica la fe en el amor se vuelve auténtico tabernáculo de la presencia divina.

En el evangelio de Juan se designa al Espíritu como “Espíritu de la Verdad” y “Paráclito”. La expresión “Espíritu de la Verdad” (Jn 14,17; 15,26; 16,13) coloca al Espíritu en relación directa con la Verdad de Jesús, es decir, con la revelación que el Hijo único hace del Padre (Jn 1,18). La Verdad del Padre revelada por Jesús –la Verdad que es Jesús– sólo puede ser interiorizada y actualizada en nosotros por obra del Espíritu de la Verdad (Jn 16,13). El término “Paráclito” (Jn 14,16.26; 15,26; 16,7), en cambio, tomado del mundo jurídico, expresa la idea de asistencia, ayuda y defensa. Habita en los discípulos (Jn 14,16) y les sirve de guía hacia la verdad completa (Jn 16,13). “El Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, hará que recuerden lo que les he enseñado y les explicará todo” (Jn 14,26), es decir, sólo el Espíritu podrá hacer que la Palabra de Jesús sea eficaz y actual en cada situación histórica.