La llamada de Abraham: Gen 12,1-4

 

Este texto relata sintéticamente la llamada de Dios a Abraham y la respuesta inmediata de éste a la vocación divina. Abram pertenece a aquella generación que Dios dispersó por toda la tierra después que los hombres intentaron construir una torre “cuya cumbre llegue al cielo”  con el fin de “hacerse famosos” (literalmente en hebreo: “hacerse un nombre”) (Gen 11,1-9). De esta generación, que la Biblia presenta bajo el signo del pecado, nace Abram, un hombre inquieto, en búsqueda de la verdad y abierto a la trascendencia, que un día experimentó en medio de los acontecimientos de su vida una voz diversa de todas las demás que lo invitaba a arriesgar todo y confiar, una voz que era al mismo tiempo elección y promesa, cercanía y misterio: “Deja tu tierra, tus parientes y la casa de tu padre, y vete a la tierra que yo te indicaré” (Gen 12,1).

Dios promete a Abram hacer surgir de él un gran pueblo y “hacer grande su nombre” (v. 2). Le concede por gracia lo que la gente de la torre de Babel pretendía con sus fuerzas. Le promete una descendencia, una tierra, un futuro. Responder a aquella llamada supone sin embargo entrar en un camino aparentemente contradictorio. Para obtener una descendencia, Abram tiene que aceptar la esterilidad de su esposa Sara y abandonar su familia, y  la condición para llegar a poseer una tierra en el futuro es convertirse en extranjero en una tierra desconocida.

Abram cree, se fía y se pone en camino: “Partió, como le había dicho el Señor (v. 4). Este será siempre el drama de la fe, de Abram y de todos los que como él confían en Dios y caminan con esperanza por senderos desconocidos en obediencia a la palabra divina. A la renuncia voluntaria se añade el riesgo de perderlo todo y no encontrar nada. Este es el misterio y la tensión de la fe: dejar lo seguro y lo conocido por lo prometido y desconocido, confiando totalmente en Dios.

Por su parte Dios promete a Abram, que estará siempre de su parte y que lo hará llegar a ser punto de referencia para toda la humanidad: “Te bendeciré y haré famoso tu nombre, que será una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a los que te maldigan. Por ti serán bendecidas todas las naciones de la tierra” (v. 3). En el futuro, el nombre de Abram será sinónimo de bendición y él mismo será modelo de todo aquel que recibe la bendición divina. En aquella llamada resuena la llamada de Israel, destinado a ser fuente de bendición para todos los pueblos, y la llamada del cristiano, que como Abram, “cree contra toda esperanza” y pone toda su confianza en “aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús nuestro Señor” (Rom 4,18.24).

Todo creyente, según el modelo de Abram, entra en el camino oscuro del “no saber”, pero paradójicamente, dejándose iluminar por la oscura luz de la fe, encuentra una certeza mayor (aunque siempre oscura), que viene del renunciar a los propios caminos para entrar en los de Dios: “Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo” (San Juan de la Cruz).