Mateo 28,1-10


 

La resurrección de Jesús es un evento que trasciende las coordenadas históricas. Acontece realmente en la historia pero no puede ser controlado ni verificado por medios humanos, precisamente porque es el acontecimiento definitivo que resume y plenifica en sí toda la historia más allá de la historia. Nadie fue testigo del momento. Nadie vio lo que ocurrió, ni nadie podía verlo. Los relatos de la resurrección son el intento de la comunidad creyente por describir lo "indescriptible". Ciertamente estas narraciones son fruto de la fe y, al mismo tiempo, exigidas por esa misma fe que ha experimentado a Jesús como el Señor que vive y da la vida. Pero nunca los evangelistas intentan describir el momento y el modo de la resurrección, evento que supera y trasciende cualquier tipo de experimentación sensible. Se limitan a afirmar con certeza triunfal el evento e intentan explicarlo y confirmalo a través de diversos relatos.

Quizás es Mateo el que ofrece más detalles narrativos y el que ha presentado la escena con mayor plasticidad. Sin embargo hay que tener en cuenta que él no intenta comunicar una crónica del hecho, sino hacer una relectura teológica de la tradición evangélica acerca de la experiencia pascual. Y para ello utiliza algunos motivos típicos del género literario teofánico y apocalíptico: el terremoto, el ángel del Señor con el aspecto de un relámpago y con un vestido blanco como la nieve, y la invitación para el encuentro con el Señor resucitado. Ambos géneros se conjugan en este texto para explicar el gran misterio, para proclamar la gran teofanía y la gran victoria de Dios en la resurrección del Señor.

Las mujeres van al sepulcro "pasado el sábado, con el objetivo de "visitar el sepulcro" (vv. 1-2), según la costumbre judía de visitar la tumba hasta tres días después de sepultura. En el horizonte de las mujeres no existe sino la muerte. Ellas serán sorprendidas por un acontecimiento y una experiencia absolutamente nueva. Precisamente para subrayar la extraordinaria novedad del hecho el evangelista utiliza el símbolo cósmico del temblor y la figura del ángel del Señor (mal´ak Yhwh) que baja del cielo. En la Biblia un "gran temblor" (v. 2) acompaña grandes manifestaciones de Dios (cf. Ex 19,18; 1 Re 19,12; Sal 114,7; Mt 27,51-54; Ap 6,12; 11,13; 16,18); el ángel del Señor, por su parte, es una figura bíblica que indica la presencia de Dios que interviene en la historia y en las realidades humanas para revelar y salvar. La doble caracterización del ángel (v. 3: "aspecto como el del relámpago y vestido blanco como la nieve") lo asemejan a la figura del "hijo del hombre" encargado del juicio de Dios en el libro de Daniel (cf. Dan 7,9; 10,6). Sus vestiduras blancas como la nieva evocan el momento de la Transfiguración, cuando "el rostro de Jesús brillaba como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz" (Mt 17,2), con lo cual se pone la teofanía en relación con la gloria que un día mostró anticipadamente Jesús en un alto monte a sus discípulos.

"El ángel del Señor bajó del cielo, se acercó, rodó la piedra del sepulcro y se sentó en ella" (v. 2). En la Biblia la tumba (cf Is 38,18; Ez 26,20; 31,24) es el símbolo visible del abismo mortal del sheol, aquel ámbito tenebroso en el que se mora lejos de Dios y de los hombres (cf. Sal 6,6; 88,11; 94,17; 115,17). El personaje divino realiza un gesto simbólico y poderoso para indicar la victoria de Dios sobre el reino de la muerte. La enorme piedra que sellaba el sepulcro de Jesús es movida por el ángel que luego se sienta sobre ella como un héroe victorioso. El texto quiere representar de forma visible lo que significa la resurrección de Jesús: el triunfo sobre la muerte en todas sus manifestaciones. Los primeros que reaccionan ante la resurrección son los mismos guardias encargados de cuidar el sepulcro de Jesús, quienes se ponen a "temblar" (v. 4) ante lo acaecido y quedan tendidos como muertos. Es significativo que Mateo describa lo que le ocurre a los soldados con el verbo griego "temblar" (seio), el mismo con el que describió la alarma de Jerusalén cuando entró Jesús en la ciudad (21,10) o el terremoto que ocurrió durante su muerte (27,51). Tiembla la tierra y tiemblan aquellos que piensan que pueden detener la muerte encerrada en aquella tumba. En una especie de terremoto interior quedan muertos de miedo. Dios es más poderoso y triunfa sobre el cosmos y las fuerzas tenebrosas que se oponen a la vida.

El ángel luego se dirige a las mujeres que habían venido a visitar la tumba. Reciben de parte de Dios el gran anuncio, la auténtica buena noticia que cambia la historia de los hombres: "Ustedes no teman; sé que buscan a Jesús, el crucificado. No está aquí, ha resucitado como lo había dicho. Vengan a ver el sitio donde estaba puesto" (vv. 5-6). A diferencia de los guardias, símbolo de las fuerzas de la muerte y de la incredulidad, que han caído temblando como muertos de miedo, a las mujeres se les invita a no tener miedo. Hasta ahora la muerte ha ejercido su dominio universal y ha exigido como tributo la vida de cada hombre. Antes de llegar a recoger el tributo final, la muerte se hace presente en la vida de cada uno anticipadamente en forma de dolor o de pecado, de injusticia o de violencia, como fracaso, como inseguridad o como depresión. Por eso su primera consecuencia en el hombre es el miedo que echa raíces en el corazón. La muerte engendrando el miedo hace que el hombre se vuelva esclavo y anticipa en la existencia de cada uno su dominio final. Todos los miedos son en cierta forma ramificaciones importantes del temor fundamental: el temor a la muerte. Con Cristo Jesús la muerte ha sido destruida para siempre (1 Cor 15,26) y con ella todos los miedos de la humanidad. Esta es la victoria de Cristo que anuncia el ángel a las mujeres. Ciertamente el temor, como componente del instinto de conservación, no es eliminado pero no domina ya al hombre como fuerza caótica e invencible. Es superado y vencido con la fe y la esperanza que brota de la resurrección del Señor.

Las mujeres, los primeros testigos de la resurrección. reciben además la misión de anunciar el acontecimiento a los discípulos mismos de Jesús. La resurrección es un evento que se expande sin horizontes y quien ha sido testigo de la victoria de Jesús está llamado a comunicarlo a otros. Ellas deberán decir a los discípulos: "Ha resucitado de entre los muertos y va camino de Galilea, allí lo verán" (v . 7). Salen corriendo "con temor pero con mucha alegría" (v. 8) a llevar la noticia a los discípulos y mientras van de camino Jesús se les aparece y las saluda cordialmente (v. 9). Ellas caen a sus pies en actitud de adoración y súplica, ante aquel que es el Señor de la vida. Jesús confirma las palabras del ángel: "No teman, digan a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán" (v. 10). De la victoria sobre la muerte y sobre el miedo que brota de la muerte nace la comunidad mesiánica, en la que los discípulos de Jesús son llamados "sus hermanos". La expresión puede ser eco de las palabras del justo perseguido y salvado por Dios que promete: "anunciaré tu nombre a mis hermanos" (Sal 22,23). En el Nuevo Testamento el título dado por Jesús a los suyos es significativo: por una parte, indica el nuevo inicio que marca la pascua a través del perdón a aquellos que el miedo había alejado (cf. Mt 26,56); por otra, Jesús los coloca en relación con su condición gloriosa de Hijo. Lo verán en Galilea más tarde, en la montaña donde Jesús los convoca (28,16). Y de aquel encuentro nacerá la misión universal de la iglesia, a partir de "Galilea", donde Jesús había empezado a predicar el reino a las gentes "que habitan en tinieblas.. y en sombras de muerte" (Mt 4,16).