"No está aquí, ha resucitado"

Marcos 16,1-8

 

 

           El final del evangelio de Marcos es en realidad un inicio. Con la muerte de Jesús todo parecía haber terminado. El grupo de los Doce, que él mismo había elegido, había sido el mayor fracaso: uno lo entregó por dinero, el primero del grupo lo negó públicamente, y todos los demás habían huido. ¿Ha terminado todo? ¿Habrán sido inútiles las curaciones de Jesús, que devolvían al hombre y a la mujer su salud y su dignidad, como en el caso del leproso (Mc 2,40-45) o de la mujer que padecía el flujo de sangre (Mc 5,24-35)? ¿No eran verdaderas entonces las palabras de Jesús que hablaban del reino como de un pequeño grano de mostaza que llegaría a ser como un inmenso árbol (Mc 4,30-32)? ¿Cómo era posible que terminara así el Maestro, de quien la gente decía “todo lo ha hecho bien” (Mc 8,37) y frente al cual todos quedaban asombrados porque anunciaba una doctrina nueva llena de autoridad y mandaba incluso a los espíritus inmundos y le obedecían (Mc 1,27)? ¿Es que se habían engañado todos aquellos que habían comenzado a entusiasmarse con él y con su mensaje de vida, fascinados por el reino y por la salvación que venía de parte de Dios? ¿Se habían engañado lastimosamente los que ya antes de pascua habían comenzado a proclamar a Jesús, como el leproso curado (Mc 2,45) o el hombre liberado de Gerasa (Mc 5,20)? ¿Eran unos ilusos los que creyeron en él, como el ciego de Jericó que lo siguió entusiasta por el camino (Mc 10,52), la mujer que ungió sus cabellos con perfume de nardo en Betania (Mc 14,3-9) o aquellas que lo habían seguido fieles hasta el momento de su muerte en Jerusalén? (Mc 15,40-41)? Con la muerte de Jesús todo parece detenerse. Los poderes de este mundo han eliminado al Justo y hasta ahora parece que han tenido razón. Toda la historia de Jesús permanece bajo un dramático interrogativo. ¿Y ahora? A esta pregunta fundamental para la fe cristiana, responde el relato que ofrece Marcos (Mc 16,1-8), y que originalmente constituía la conclusión de su libro, antes de que fuera añadido el llamado “apéndice canónico”, que no es original del evangelista (Mc 16,9-20).

           María Magdalena, María la de Santiago y Salomé, las mismas que habían estado con Jesús en Jerusalén durante la crucifixión (Mc 15,40-41), pasado el sábado, “compraron perfumes para ir a embalsamar a Jesús” (16,1). Quieren realizar el último servicio al Maestro. No esperan ya nada, buscan simplemente el cadáver del amigo para rendirle un homenaje póstumo de cariño y gratitud. “Era el primer día de la semana, muy de madrugada a la salida del sol”, añade Marcos en el v. 2. Se trata de dos indicaciones temporales importantes. Aquel día está por iniciar una nueva semana, como en el primer capítulo del Génesis: la semana de la nueva creación cuando Dios comenzará a hacer nuevas todas las cosas; el momento del alba es en muchos relatos del Antiguo Testamento el tiempo de la salvación, cuando Dios actúa poderosamente liberando a su pueblo. Aquellas mujeres que van al sepulcro caminan hacia la muerte, buscan un cadáver, pero encontrarán la vida y un anuncio de salvación para todos.

           Cuando llegan al sepulcro se dan cuenta que la gran piedra que sellaba el orificio de la tumba ha sido retirada. No sólo contemplan el hecho, sino que penetran en el sepulcro. Es necesario entrar hasta el fondo del vacío que evoca la muerte superada, tomar contacto con aquel orificio tenebroso que no ha podido retener a Jesús de Nazaret. Al entrar constatan que Jesús no está allí. No pueden verlo, ni tocarlo como antes. Ha ocurrido algo que escapa a los sentidos humanos y al control del hombre. Por eso es necesario escuchar una palabra del cielo, porque sólo Dios puede revelar el evento. Las mujeres ven “a un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca” (v. 5) y sienten miedo. Es el temor ante lo desconocido, pero sobre todo el temor ante lo sagrado, ante lo infinitamente diverso, ante el misterio que desborda la pequeñez del hombre y lo fascina. Las palabras del joven son claras: “No se asusten. Buscan a Jesús Nazareno, el crucificado. Ha resucitado, no está aquí.  Miren el lugar donde lo pusieron” (v. 6). Jesús vive. El joven lo llama con dos nombres históricos, porque el resucitado es el mismo maestro y amigo de Galilea, que anunció el reino y murió en Jerusalén. Lo llama con dos nombres que en griego llevan artículo: “el nazareno” (ton nazarēnòn), “el crucificado” (ton estaurôménon). (El primer nombre indica el origen histórico de Jesús, su ciudad; el segundo, su destino y su muerte). Jesús resucitado es el Maestro que comenzó en Galilea y murió en Jerusalén. No está aquí. No pertenece ya al mundo de la muerte, ni está limitado por las coordenadas de la geografía y de la historia. Con su presencia de vida llena el universo y con su poder vivificante hace nuevas todas las cosas.

           Las mujeres quedan transformadas ante el evento y el mensaje del joven vestido de blanco. Ellas se dirigían al sepulcro para honrar a un muerto; ahora deben dejar el sepulcro y encaminarse con un mensaje que anuncia la fuerza de la vida que ha triunfado sobre la muerte: “Vayan, pues, a decir, a sus discípulos y a Pedro: Él va camino de Galilea; allí lo verán, tal como les dijo” (16,7; cf. 14,28). Las mujeres del sepulcro se transforman en mujeres de la pascua. El camino que habían emprendido hacia el sepulcro representa el camino de la historia de la humanidad marcada por la muerte y el pecado; su nueva situación, como mensajeras de la vida, representa la misión de la iglesia de todos los tiempos. En estas mujeres de pascua se encierran todas las vocaciones de la comunidad cristiana de siempre. El joven vestido de blanco, la voz de Dios que revela el misterio, las ha enviado a anunciar a un Jesús que está vivo y quiere volver a dar la vida a sus discípulos. Han recibido el encargo primordial del evangelio: preparar el camino de la experiencia pascual para todos los discípulos, haciendo posible así el nacimiento de la iglesia.

           El texto termina en forma paradójica y misteriosa: “Ellas salieron huyendo del sepulcro, llenas de temor y asombro, y no dijeron nada a nadie por el miedo que tenían” (v. 8). El texto se cierra en el silencio. ¿Cómo se explica? En realidad se trata de un artificio literario de Marcos para involucrar al lector del evangelio. Ciertamente las mujeres hablaron, no podían guardarse para sí aquel mensaje de vida y de esperanza. Si lo hubieran hecho, no habría iniciado la predicación evangélica y no habría nacido la iglesia. Lo que Marcos quiere decir es que, aunque eran necesarias las palabras de estas mujeres, no eran suficientes. Siempre queda un silencio que sólo la propia experiencia personal de cada lector del evangelio podrá superar. La experiencia de la fe pascual necesita de las palabras de aquellas mujeres, mediadoras vocacionales y testigos de la resurrección, pero no se puede detener allí. Cada discípulo, cada persona que toma en su mano el relato evangélico, está llamado a entrar al sepulcro, escuchar al joven vestido de blanco y comenzar a hablar del evento. Es el camino de la fe. De igual forma Marcos no dice nada de lo ocurrido en Galilea, cuando llegan las mujeres. A Galilea tiene que ir cada uno. Cada hombre está llamado a volver a Galilea, “allí lo verán”. Lo verán, cuando hagan el camino de Galilea a Jerusalén, escuchando su palabra y experimentado el poder del reino, siguiéndolo y comprometiéndose por lo que el se comprometió. A Jesús resucitado lo descubre cada día en la medida en que se le sigue.