El Nombre de Dios 


 

Este artículo forma  parte de la conferencia "Il Dio d'Israele: presenza, cammino, promessa", pronunciada por P. Silvio José Báez, o.c.d en la Semana de Espiritualidad de la Facultad Teológica del Teresianum de Roma el año pasado.

                        

            En el Antiguo Testamento la realidad y el ser de Dios se expresan y se concretizan en su “Nombre”. No se puede hablar del Dios bíblico sin tomar en consideración la revelación del nombre divino a Moisés en el libro del Exodo (Ex 3,13-14), en donde se comunica algo fundamental para la comprensión del Dios de Israel. Las diversas tradiciones del Pentateuco son unánimes en afirmar que Yahvéh no se reveló desde un principio a su pueblo. La afirmación de Gen 4,26, en el contexto de los relatos de la prehistoria bíblica, acerca de la invocación del nombre de Yahvéh, es un intento del redactor yahvista por identificar al Dios de Israel con el Dios del universo. El documento sacerdotal es el que más acentúa la novedad de la revelación del nombre divino a Moisés: “Yo soy Yahvéh. Yo me manifesté a Abrahán, a Isaac y a Jacob con el nombre de El-Shadday, pero no me dí a conocer a ellos bajo mi nombre de Yahvéh” (Ex 6,2-3). Las tradiciones del Pentateuco, por tanto, también afirman que a Moisés no se le presentó un nuevo dios. Yahvéh no nace en el período mosaico. Es el “dios de los patriarcas”, que se reveló a ellos con diversos nombres.

            Moisés, en el momento en que recibe de Dios la misión de liberar a su pueblo de la esclavitud, le pregunta su nombre (Ex 3,13). En la antigüedad era un hecho indiscutible que las fuerzas sobrenaturales rodeaban y determinaban misteriosamente la vida de los hombres. Por eso era importante identificar con qué clase de divinidad se estaba tratando. Hasta no saber su nombre no se le podía invocar, entrar en contacto con ella y ganarse su favor[1]. Por otra parte, es importante recordar la concepción del “nombre” en el mundo antiguo. La persona, su ser y su destino, se expresaban en su nombre; entre él y la persona existía una relación esencial. El interés de Moisés por saber el nombre del Dios que lo envía, aunque probablemente refleja un trasfondo politeísta, demuestra que la visión israelita de Dios no se expresa en una vaga conciencia de la divinidad o en una abstracción metafísica, sino en la revelación de Dios como persona[2].

La revelación del nombre divino en el libro del Exodo es inseparable del contexto histórico en que se reveló Dios a Israel. El Dios que da a conocer su nombre es un Dios parcial, en favor de los pobres y oprimidos, que “ha visto” la opresión de su pueblo (Ex 2,25), “ha escuchado” sus gritos de dolor y ha decidido intervenir poderosamente para liberarlos de la esclavitud (Ex 2,24). El nombre de Dios está profundamente ligado con su acción liberadora; Yahvéh, en efecto, se manifestará como un Dios poderoso que se enfrenta a un poder injusto y violento para llevar a su pueblo de la servidumbre de la esclavitud a la libertad y a la vida.

            No nos detenemos en las cuestiones históricas y filológicas que intentan explicar el origen del tetragrama sagrado YHWH, conocido originalmente sin vocales y cuya pronunciación más aproximada podría ser “Yahvéh”. No es imposible que este nombre sagrado fuera conocido antes de Moisés. Lo que es decisivo es el nuevo contenido que el nombre YHWH adquirió con el evento de la liberación de Egipto. A la pregunta de Moisés sobre el nombre, Dios responde con la enigmática frase: “’ehyeh ’asher ’ehyeh” (Ex 3,14).  No se trata de una explicación etimológica del tetragrama divino, como bien sabemos, sino de una paronomasia popular que juega con los verbos hayah , “ser”, o hayah, “vivir”. La frase es oscura y misteriosa. Recientemente el Papa, en su peregrinación jubilar al monte Sinaí, se ha referido a ella como “le nom qui n’est pas un nom”, “un nombre que no es un nombre”. Yahvéh muestra su voluntad de darse a conocer y entrar en relación con Israel, pero al mismo tiempo, se revela en un nombre que no puede ser objetivado y manipulado, cuyo sentido puede ser captado sólo a través del actuar histórico de Dios. Ninguna interpretación teológica podía abarcar su misterio, ni siquiera la de Ex 3,14[3].

            La expresión ’ehyeh ’asher ’ehyeh puede ser interpretada de dos formas. Si tomamos el verbo hayah, “ser”, en su forma qal, se podría traducir como “yo soy el que soy”. La primera parte hay que entenderla como “yo estoy aquí”, no en sentido abstracto, sino como auxilio y salvación; la segunda parte “el que soy”, indicaría que Yahvéh se hace presente cuando y cómo quiere (Ex 33,19). Todo el contexto narrativo nos hace esperar que Yahvéh va a comunicar algo: no cómo es, sino cómo se va a mostrar a Israel[4]. Una posible traducción sería:, “Yo soy el que estará presente”, “Yo soy el que seré”, es decir, Yahvéh se dará a conocer en aquello que hará por Israel, su presencia se manifestará a través del estar presente en medio de su pueblo salvándolo. Si tomamos el verbo hayah, “ser”, en sentido causativo, en hiphil, la expresión se puede traducir como “yo soy el que hago existir”, “yo soy el que da el ser”, el creador de todo. En la primera opción se acentúa la presencia de Dios en la historia; en esta segunda opción, se acentúa el señorío dinámico de Dios: él hace que todo suceda, eventos históricos o naturales tienen su origen en su soberana voluntad. Lo que importa es hacer notar que Ex 3,14 no ofrece una definición filosófica de Dios en términos de inmutabilidad eterna o de Ser eterno, como lo entendió erróneamente la traducción griega de los LXX (“egô eimi ho ôn”).

El contexto del Exodo nos orienta en otra dirección: Yahvéh es un Dios activo, cuyo señorío se manifiesta en su acción liberadora en la historia (Ex 3,7-10). Lo decisivo no es el valor lingüístico del nombre divino, sino la relación que en él se expresa entre Dios y los eventos históricos. La fe de Israel no se basó nunca en la etimología del oscuro nombre de Ex 3,14, sino en el hecho que Yahvéh reveló su nombre en su acción poderosa y salvadora en favor de su pueblo. Cuando, por ejemplo, Yahvéh promete a Moisés un ángel que acompañará y guiará al pueblo hacia la tierra prometida dice: “Yo enviaré mi ángel delante de ti, para que te guarde en el camino y te lleve a la tierra que yo te he preparado. Préstale atención y escucha su voz, no te rebeles contra él, porque mi nombre reside en él” (Ex 23,20-21). En síntesis, el nombre de Yahvéh es la historia de Israel. No se puede conocer el nombre de Dios sin captar el sentido de esa historia, y no llegamos a un auténtico conocimiento de la historia del pueblo de Dios si no logramos reconocer en ella la presencia y la acción liberadora de Yahvéh.

            Curiosamente no hay otro texto similar a Ex 3,14, que intente dar una explicación lingüística del nombre divino. Sin embargo, en el libro del Éxodo hay otro intento por dar el significado teológico del nombre de Yahvéh, lo que demuestra que el nombre divino se interpretó desde diversos puntos de vista[5]. Se trata del encuentro entre Yahvéh y Moisés en el monte en el capítulo 34 del Éxodo: “Moisés invocó el nombre de Yahvéh y Yahvéh pasó ante él proclamando: ‘Yahvéh, Yahvéh, un Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad’” (Ex 34,5b-6). Dios hace que Moisés escuche en el monte el nombre divino, es decir, le revela el sentido más profundo de su ser: su misericordia y su fidelidad. En otras palabras, la misericordia y el perdón resumen el nombre de Dios, son su “rostro escondido”, aquel rostro divino que Moisés no había podido ver directamente cuando Yahvéh lo cubrió con la mano en la hendidura de la roca (Ex 33,22-23). Al escuchar aquel nombre, Moisés reconoció la presencia de Dios y “se postró y adoró a Yahvéh” (Ex 34,8), rogándole que acompañara y guiara a Israel.

Moisés, como representante de todo el pueblo, permite vislumbrar en su oración la consecuencia práctica que tiene la revelación del nombre de Yahvéh para la existencia de Israel: “Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque ése es un pueblo de cerviz dura; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como herencia tuya” (Ex 34,9). La fidelidad y misericordia de Yahvéh, expresiones fundamentales de su nombre, hacen posible una nueva creación que transforma al pueblo pecador en “herencia” del Señor (Ex 34,9), a través del vínculo personal e íntimo de la Alianza. La historia de Israel con Yahvéh, en efecto, es la historia de una alianza fundada en la fidelidad y el amor de Dios.

            En los círculos deuteronomistas la antigua concepción de la entronización de Yahvéh sobre el Arca fue sustituida por la teología del “Nombre”: “A él lo buscarán en el lugar que ha elegido para poner allí su nombre y habitar en él” (Dt 12,5-6; 14,23-24; 26,2); según el Decálogo el nombre de Yahvéh no puede ser pronunciado en vano (Ex 20,7; Dt 5,11); los sacerdotes impartían la bendición “poniendo sobre los israelitas el nombre de Yahvéh” (Num 6,27); en su nombre se invocaba el perdón y la salvación: “Por amor de tu nombre, Yahvéh, perdona mis culpas que son muchas” (Sal 25,11; cf. Sal 54,3; 44,6); su nombre era fuente de confianza: “Unos confían en los carros, otros en los caballos, nosotros confiamos en el nombre de Yahvéh, nuestro Dios” (Sal 20,8; cf. Sal 33,21); el creyente canta al nombre de Yahvéh: “Me alegraré y exultaré contigo, cantaré a tu nombre, oh Altísimo” (Sal 9,3; 7,18); su nombre es excelso y llena con su gloria el universo: “Yahvéh, Dios nuestro, qué grande es tu nombre en toda la tierra”.

 



[1] Véase el caso de Mánoaj en Jue 13,11-17; y el de Jacob en Gen 32,30.

[2] La fe cristiana afirma que el “Nombre” de Dios, es decir, su persona, se ha manifestado plenamente en Jesús de Nazaret, quien expresa el sentido de su misión reveladora del Padre diciendo:  “Yo he dado a conocer tu Nombre a aquellos que tú me diste” (Jn 17,6).

[3] Cf. G. von Rad, Teología del Antiguo Testamento, I, 241.

[4] G. von Rad, Teología del Antiguo Testamento, I, 235.

[5] Cf. G. von Rad, Teología del Antiguo Testamento, I, 236.