"Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres"
(Hch 5,27-32.40-41)
Este texto está construido en base a un claro contraste entre el Sanedrín, la
máxima autoridad colegial judía, que rechaza el nombre de Jesucristo y por
tanto desobedece a Dios, y los apóstoles, que prefieren obedecer a Dios antes
que a los hombres, y por eso son portadores del Espíritu Santo, que “Dios da
los que le obedecen” (v. 32). Por boca del sumo sacerdote Lucas presenta el
cuadro positivo de la predicación apostólica que ha llegado a toda la ciudad:
“Han llenado Jerusalén con sus enseñanzas” (v. 27a). La misión en Jerusalén,
primera etapa de la difusión de la Palabra, ha alcanzado su cumplimiento y está
lista para extenderse a Judea y Samaría (Hch 1,8). El sumo sacerdote afirma
además que los apóstoles quieren hacer responsable a los líderes judíos
“de la muerte de ese hombre” (v. 27b). Lucas, sin embargo, es de la opinión
que los judíos, al crucificar a Jesús, “lo hicieron por ignorancia, igual
que sus jefes” (Hch 3,17); por lo tanto, deja abierta la puerta del
arrepentimiento incluso para ellos.
En
todo caso la respuesta que da Pedro en relación con el anuncio de Cristo
Resucitado es tajante: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”
(cf. Hch 4,19). Sus palabras recuerdan las de Sócrates antes de morir:
“Obedeceré más al dios que a vosotros”, con las cuales Lucas quizás
pretende acercarse a sus lectores de origen griego y suscitar simpatía entre
ellos, quienes sabían que también Sócrates había sido asesinado
injustamente. Las palabras de Pedro afirman la autoridad absoluta de Dios, en lo
que el Sanedrín concuerda plenamente. El punto central, sin embargo, es
establecer donde se manifiesta ahora la auténtica voluntad de Dios: ¿a través
de la autoridad máxima del judaísmo o a través del testimonio de los apóstoles
de Cristo? Es claro que la verdad de Dios se manifiesta actualmente en los
testigos del Resucitado que proclaman el kerigma de Jesús constituido Mesías y
Señor que lleva a la salvación (v. 31). Los Apóstoles poseen el Espíritu
Santo, que junto con ellos es “testigo de todo esto” (v. 32). El Espíritu
Santo, en efecto, a través de su testimonio interior comunica a los apóstoles
la certeza de la glorificación de Jesús e ilumina los eventos de su muerte y
resurrección, haciéndolos capaces de anunciar el kerigma de la salvación.