Hechos
10, 25-27.34-35.44-48
1 Juan 4,7-10
Juan 15,9-17
La liturgia de la palabra de este domingo es
una invitación a profundizar en la
comprensión del misterio del amor teologal. La primera lectura muestra
la dimensión universal del amor de Dios, que no hace acepción de personas; en la
segunda lectura Juan afirma que “Dios es amor”; y en el evangelio,
Jesús invita a permanecer en su amor y a amarnos unos a otros como él nos ha
amado.
La
primera lectura (Hch
10,25-27.34-35.44-48) narra un episodio que, para Lucas, tiene alcance
universal: la comunidad judeo-cristiana acoge como voluntad de Dios (ˇcosa que
era impensable para los creyentes judíos!) la entrada de los gentiles en la
iglesia, sin necesidad de someterse a las prácticas de la ley mosaica.
Históricamente este hecho supuso muchas discusiones, dudas y conflictos entre
los primeros cristianos; pero, para Lucas, la experiencia del Espíritu Santo
fundamenta y justifica que cualquier persona que acoja el evangelio, no importando
su nacionalidad, raza o cultura, pueda acceder al bautismo. En primer lugar, se
enuncia un principio cristiano fundamental, en fuerte contraste con la
mentalidad judía y que está a la raíz de la misión universal de la iglesia:
“Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier nación el que le teme
y practica la justicia le es grato” (v. 34). La conversión de Cornelio y de su
familia representa un momento culminante en el plan salvador de Dios. Su amor
no tiene límites y alcanza a todos los hombres sin distinción. En segundo
lugar, se narra un acontecimiento singular: la efusión del Espíritu Santo sobre
un grupo de no judíos. Se trata de un nuevo Pentecostés, concedido a los
paganos. Como en el primero, también este grupo, cuando ha recibido el Espíritu,
“glorifica a Dios” (v. 46; véase Hch 2,11: “proclamaban las maravillas de
Dios”). El Espíritu Santo irrumpe sobre ellos mientras Pedro todavía está
hablando y, en forma excepcional, antes de que reciban el bautismo en el nombre
de Jesús. Con esta descripción, Lucas quiere subrayar fuertemente la libre
iniciativa del Espíritu, que rompe los esquemas humanos rígidos que dividen y
separan a los hombres. El nacimiento de la iglesia pagano-cristiana es fruto,
por tanto, no de la decisión humana, sino del amor universal de Dios y de la
acción sorprendente y libre del Espíritu.
La
segunda lectura (1
Juan 4,7-10) se resume en la afirmación central del pasaje: “Dios es
amor” (v. 8). Juan no pretende dar una explicación estática o metafísica de
Dios, sino que habla de Él en clave de dinamismo y de donación. Por eso afirma:
“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que
él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (v.
10). Juan no nos invita a conocer una definición abstracta, sino a contemplar
una “relación”. Esto es el amor: Dios ha tomado la iniciativa de acercarse a la
humanidad y ofrecerle gratuitamente la vida a través de su Hijo
Jesucristo. En Cristo, Dios nos ha dado
la vida y nos ha engendrado en el amor y para el amor. Con razón Juan exhorta:
“Queridos: amémonos unos a otros, ya que el amor viene de Dios ( hę
agápe ek theou estin), y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce
a Dios” (v. 7). El amor que Dios infunde en el discípulo de Cristo es creativo
y fecundo. Solamente quien haya vivido por experiencia este amor, podrá generar
nuevas concretizaciones del amor. Santa Teresa de Jesús decía: “que si no es
naciendo de raíz del amor de Dios, que no llegaremos a tener con perfección el
del prójimo” (Moradas Quintas 3,9).
El
evangelio (Juan
15,9-17) comienza con una solemne afirmación de Jesús: “Como el Padre me
amó, yo también os he amado a vosotros” (v. 9). El modelo y la fuente del amor
de Jesús por sus discípulos es el amor entre el Padre y el Hijo. Jesús nos hace
objetos del mismo amor que caracteriza el misterio de Dios como dinamismo
infinito de vida y de comunión. Un amor como éste, exige de los hombres una
respuesta libre y concreta: “Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi
amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor”
(v. 10). La respuesta consiste en observar los mandamientos de Jesús como él ha
guardado los del Padre. El discípulo es invitado a vivir con la misma fidelidad
y obediencia con la cual Jesús cumplió siempre la voluntad del Padre. En
realidad, la vida cristiana no es otra cosa sino imitar y prolongar en nosotros
la comunión que une al Padre y al Hijo, y que históricamente se ha manifestado
en el amor de Cristo hacia sus discípulos. Vivir de esta forma constituye una
fuente constante de serenidad y de gozo en la vida del creyente: “Os he dicho
esto para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea colmado” (v. 11).
Jesús habla de “su” gozo, es decir, del gozo que él mismo ha experimentado en
su vida mientras vivía en obediencia y fidelidad al Padre.
En
el v. 12 Jesús proclama “su” mandamiento: “Este es el mandamiento mío: que os
améis los unos a los otros como yo os he amado”. Los mandamientos (en plural),
de los que había hablado antes, se convierten ahora en mi mandamiento (en
singular). Jesús le
llama “mi mandamiento” porque lo ha entregado a los suyos con su palabra, pero
sobre todo con su ejemplo, cuya expresión más alto se ha manifestado en la
cruz: “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (v.
13). . El mandamiento de Jesús, más que una imposición son una
revelación. El amor, antes de ser un mandamiento, es la revelación de los lazos
que unen al Padre y al Hijo, y al Hijo con nosotros. Si Jesús nos invita a
amarnos, como él nos ha amado, no está queriendo imponer una nueva norma. El
amor no se impone, nadie ama por obligación, coaccionado por una imposición
externa. Con estas palabras, Jesús está revelando al hombre el único camino que
lo realiza. “El hombre está llamado a amar, no para ser más bueno, sino para
ser más hombre” (J.L. Martín Descalzo). La intensidad y la cualidad de este
amor que lleva a la plenitud es el amor de Jesús por los suyos. Jesús es la
fuente y el modelo, y el discípulo se esforzará en acercarse cuanto más pueda
al ideal propuesto. Amar de esta forma, es prolongar en nosotros el amor de
Cristo.
El discípulo puede llegar a amar así
solamente porque vive en comunión con el amor que Jesús le comunica, que es el
amor existente entre el Padre y del Hijo: “como el Padre me amó, yo también os
he amado a vosotros” (v. 9). El discípulo ama porque es amado y se sabe amado
de Jesús con un amor intenso, marcado por la comunión y la gratuidad. Jesús, en
efecto, llama a sus discípulos “amigos”, ya que les ha revelado todo el
designio del Padre sobre el hombre y sobre el mundo (v. 15: “todo lo que oído a
mi Padre os lo he dado a conocer”), y porque su amor precede a la decisión de
cada uno (v. 16: “no me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he
elegido...”). Esta conciencia de la gratuidad amorosa de la elección de parte
de Jesús, asumida con profundidad, libera al discípulo de la autosuficiencia,
pues ha sido objeto de una llamada gratuita e inmerecida, y del desaliento,
pues su amor da la seguridad de la presencia y del auxilio del Maestro en la
misión de dar frutos de amor para el mundo (v. 16: “os he destinado parar que
vayáis y deis fruto”). La existencia cristiana, en efecto, como la vida misma
de Jesús, no es sólo gratuidad o comunión, sino un misterio que se extiende y
difunde a todos los hombres. Es amor en expansión. Un amor que nace como fruto
de la comunión con Jesús y del dinamismo del Espíritu que él dona al discípulo.