El Espíritu es la misma
vida de Dios. En la Biblia es sinónimo de vitalidad, de dinamismo y novedad. El
Espíritu animó la misión de Jesús y se encuentra también a la raíz de la misión
de la Iglesia. El evento de Pentecostés nos remonta al corazón mismo de la
experiencia cristiana y eclesial: una experiencia de vida nueva con dimensiones
universales.
La primera lectura (Hch
2,1-11) es el relato del evento de
Pentecostés. En ella se narra el cumplimiento de la promesa hecha por
Jesús, al final del evangelio de Lucas y al inicio del libro de los Hechos (Lc
24,49: “Por mi parte, les voy a enviar el don prometido por mi Padre...
quédense en la ciudad hasta que sean revestidos de la fuerza que viene de lo
alto”; Hch 1,5.8: “Ustedes serán bautizados con Espíritu Santo dentro de pocos
días... ustedes recibirán la fuerza del Espíritu Santo”). Con esta narración
Lucas profundiza un aspecto fundamental del misterio pascual: Jesús resucitado
ha enviado el Espíritu Santo a la naciente comunidad, capacitándola para una
misión con horizonte universal. El relato inicia dando algunas indicaciones
relativas al tiempo, al lugar y a las personas implicadas en el evento. Todo
ocurre “al llegar el día de Pentecostés” (Hch 2,1). Pentecostés es una fiesta judía
conocida como “fiesta de las semanas” (Ex 34,22; Num 28,26; Dt 16,10.16; etc.)
o “fiesta de la cosecha” (Ex 23,16; Num 28,26; etc.), que se celebraba siete
semanas después de la pascua. Parece ser que en algunos ambientes judíos en
época tardía, en esta fiesta se celebraban las grandes alianzas de Dios con su
pueblo, particularmente la del Sinaí ligada al don de la Ley. Aunque Lucas no
desarrolla esta temática en el relato de Pentecostés, seguramente conocía esta
tradición y es probable que haya querido asociar el don del Espíritu, enviado
por Cristo resucitado, al don de la Ley recibido en el Sinaí. En la comunidad
de Qumrán, contemporánea a Jesús, por ejemplo, Pentecostés había llegado a ser
la fiesta de la Nueva Alianza que aseguraba la efusión del Espíritu de Dios al
nuevo pueblo purificado (cf. Jer 31,31-34; Ez 36). Lucas añade: “estaban todos
juntos en un mismo lugar” (Hch 2,1). Con esta indicación quiere sugerir que los
presentes están unidos no sólo en un mismo sitio sino con el corazón. Aunque no
se habla de una reunión cultual, no sería extraño que Lucas imaginara a los
creyentes en oración, esperando la venida del Espíritu, de la misma forma que
Jesús estaba orando cuando el Espíritu bajó sobre él en el bautismo (Lc 3,21:
“Mientras Jesús oraba... el Espíritu Santo bajó sobre él”; Hch 1,14: “Solían
reunirse de común acuerdo para orar en compañía de algunas mujeres, de María la
madre de Jesús y de los hermanos de éste”).
“De repente vino
del cielo un ruido, semejante a una ráfaga de viento impetuoso y llenó la casa
donde se encontraban” (Hch 2,2). No obstante los discípulos estaban a la espera
del cumplimiento de la promesa del Señor resucitado, el evento ocurre “de
repente” y, por tanto, en forma imprevisible y repentina. Es una forma de subrayar
que se trata de una manifestación divina, ya que el actuar de Dios no puede ser
calculado ni previsto por el hombre. El ruido llega “del cielo”, es decir, del
lugar de la trascendencia, desde Dios. Su origen es divino. Y es como el rumor
de un ráfaga de viento impetuoso. El evangelista quiere describir el descenso
del Espíritu Santo como poder, como potencia y dinamismo y, por tanto, el
viento era un elemento cósmico adecuado para expresarlo. Además, tanto en
hebreo como en griego, espíritu y viento se expresan con la misma palabra
(hebreo: ruah; griego: pneuma). No es extraño, por tanto, que el
viento sea uno de los símbolos bíblicos del Espíritu. Basta pensar al gesto de
Jesús en el evangelio, cuando “sopla” sobre los discípulos y les dice: “Reciban
el Espíritu Santo” (Jn 20,22), o a la visión de los esqueletos calcinados
narrada en Ezequiel 37, donde el viento–espíritu de Dios hace que aquellos
huesos se revistan de tendones y de carne, recreando el nuevo pueblo de Dios.
“Entonces
aparecieron lenguas como de fuego, que se repartían y se posaban sobre cada uno
de ellos” (Hch 2,3). Lucas se sirve de otro elemento cósmico que era utilizado
frecuentemente para describir las manifestaciones divinas en el Antiguo
Testamento: el fuego, que es símbolo de Dios como fuerza irresistible y
trascendente. La Biblia habla de Dios como un “fuego devorador” (Dt 4,24; Is
30,27; 33,14); “una hoguera perpetua” (Is 33,14). Todo lo que entra en contacto
con él, como sucede con el fuego, queda transformado. El fuego es también expresión
del misterio de la trascendencia divina. En efecto, el hombre no puede retener
el fuego entre sus manos, siempre se le escapa; y, sin embargo, el fuego lo
envuelve con su luz y lo conforta con su calor. Así es el Espíritu: poderoso,
irresistible, trascendente.
El evento
extraordinario, expresado simbólicamente en los vv. 2-3, se explicita en el v. 4:
“Todos quedaron llenos del Espíritu Santo”. Dios mismo llena con su poder a
todos los presentes. No se les comunica un auxilio cualquiera, sino la plenitud
del poder divino que se identifica en la Biblia con esa realidad que se llama:
el Espíritu. Se trata de un evento único que marca la llegada de los tiempos
mesiánicos y que permanecerá para siempre en el corazón mismo de la Iglesia.
Desde este momento, el Espíritu será una presencia dinámica y visible en la
vida y la misión de la comunidad cristiana. “Y comenzaron a hablar en lenguas
extrañas, según el Espíritu Santo les concedía expresarse” (v. 4). La fuerza
interior y transformadora del Espíritu, descrita antes con los símbolos del
viento y del fuego, se vuelve ahora capacidad de comunicación que inaugura la
eliminación de la antigua división entre los hombres a causa de la confusión de
lenguas en Babel (Gen 11). En Jerusalén, no en la casa donde están los
discípulos, no en el espacio cerrado de unos pocos elegidos, sino en el espacio
abierto donde hay gente de todas las naciones (v. 5), en la plaza y en la
calle, el Espíritu reconstruye la unidad de la humanidad entera e inaugura la
misión universal de la Iglesia. El pecado condenado en el relato de la torre de
Babel es la preocupación egoísta de los hombres que se cierran y no aceptan la
existencia de otros grupos y otras sociedades, sino que desean permanecer
unidos alrededor de una gran ciudad cuya torre toque el cielo. El día de
Pentecostés, el Espíritu ha venido a perdonar y a renovar a los hombres para que
no se repitan más las tragedias causadas por el racismo, la cerrazón étnica y
los integrismos religiosos. El Espíritu de Pentecostés inaugura una nueva
experiencia religiosa en la historia de la humanidad: la misión universal de la
Iglesia. La palabra de Dios, gracias a la fuerza del Espíritu, será pronunciada
una y otra vez a lo largo de la historia en diversas lenguas y será encarnada
en todas las culturas. El día de Pentecostés, la gente venida de todas las
partes de la tierra “les oía hablar en su propia lengua” (Hch 2,6.8). El don
del Espíritu que recibe la Iglesia, al inicio de su misión, la capacita para
hablar de forma inteligible a todos los pueblos de la tierra.
La segunda lectura (Gál
5,16-25) describe la nueva situación del hombre que vive “en Cristo”.
Su vida está marcada por la libertad frente a la carne (“instintos egoístas”)
y frente la ley (“toda coacción y norma exterior”). La ética cristiana, responsable y
libre, está enraizada en la docilidad al Espíritu, que es vida y amor. Es una
vida en libertad, sin estar dominado ni por la carne, ni por ninguna ley. Una
existencia al servicio del amor. Una libertad que se conserva siendo guiados en
todo momento interiormente por la fuerza y la gracia del Espíritu. Lo que pide
la ley se vuelve obligación y carga, lo que nace del Espíritu se torna la
manera natural y espontánea de actuar. Las obras de la carne y el fruto del
Espíritu no son un simple catálogo de vicios y de virtudes, sino algunos
ejemplos que describen consecuencias intrínsecas visibles de dos formas
opuestas de orientar la vida. Aunque las tendencias de la carne acompañaran
siempre al ser humano, Pablo recuerda que es posible “crucificar” la carne con
sus apetencias y pasiones; es decir, hacer que Cristo y el Espíritu se
conviertan en principio dinamizador y orientador de toda la existencia.
El evangelio (Jn 15,26-27; 16,12-15) está constituido hoy por dos textos del evangelio de Juan. El primero (Jn 15,26-27) afirma que el Espíritu dará testimonio de Jesús, ante todo capacitando a los discípulos mismos para entender y aceptar personalmente el sentido de su existencia y de su misión a la luz de Cristo, también fortaleciéndolos para ser testigos ante el mundo. El segundo texto (Jn 16,12-15), se refiere al Espíritu como defensor (“paráclito”) y como maestro, llamándolo “espíritu de la verdad”. La verdad es la palabra de Jesús y el Espíritu aparece con la misión de “llevar a la verdad completa”, es decir, ayudar a los discípulos a comprender todo lo dicho y enseñado por Jesús en el pasado, haciendo que su palabra sea siempre viva y eficaz, capaz de iluminar en cada situación histórica la vida y la misión de los discípulos.