Revelado a los sencillos y oculto a los sabios (Mt 11,25-30) Este texto nos coloca delante de una oración de
bendición en la que Jesús manifiesta espontáneamente sus sentimientos de
alabanza y estupor delante de su Padre: "Yo te bendigo (exomologoúmai)
Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los
sabios e inteligentes, y se las ha revelado a la gente sencilla" (v.
25-26). Se trata de una típica oración de bendición (en hebreo: berajá),
que surge espontánea en forma de agradecimiento y alabanza cuando se ha
reconocido en medio de lo cotidiano de la existencia una manifestación concreta
de la bondad divina. Jesús se dirige en la oración a Dios llamándolo
"Padre" y reconociéndolo "Señor del cielo y de la tierra".
En su oración se unen maravillosamente la inmensidad y trascendencia del
Creador y la cercanía y la ternura del Padre. Jesús bendice al Padre cuando
reconoce los caminos misteriosos de Dios, que "revela" (apokalyptein)
y "esconde" (kryptein), según parámetros totalmente libres y
gratuitos. Jesús bendice al
Padre porque "estas cosas" (tauta) las ha
escondido a los sabios y las ha revelado a la gente sencilla (népioi).
El texto no dice cuáles son "estas cosas", pero del contexto
inmediatamente precedente del evangelio de Mateo (Mt 11,20-24) se deduce que se
trata de la comprensión de las obras del Mesías, del proyecto de Dios
manifestado en las palabras y acciones de Jesús. Para Jesús este misterioso y
sorprendente actuar divino, que esconde a unos (los sabios y prudentes) y
revela a otros (los sencillos y pequeños), pone de manifiesto la "buena
voluntad" del Padre: "Sí, Padre, así te ha parecido bien (eudokía
egéneto)" (v. 26). El sustantivo griego eudokía, en efecto,
significa: beneplácito, consentimiento, deseo. Es decir, Jesús reconoce la
voluntad salvífica del Padre y su decisión soberana y bondadosa en el hecho de
que "estas cosas" Dios las oculta a los sabios y entendidos y se les
da a conocer a los sencillos y pequeños. Así se revela Dios porque Dios es amor.
En su revelación privilegia a los simples, a los pequeños, a los que el mundo
desprecia, a los que no saben. Los
"sabios" e "inteligentes" son los doctores de la ley, los
sumos sacerdotes y los escribas. Son los que se sientan "en la cátedra de
Moisés" (Mt 23,2) y que se han hecho dueños de "la llave del
saber" (Mt 23,2). Son los entendidos en materia religiosa, gente
importante que tiene poder porque posee conocimiento. La "gente
sencilla" (los népioi), en cambio, es aquella parte del pueblo que
es despreciada porque se le considera ignorante. Se les puede fácilmente
identificar con los pobres y hambrientos, con los pecadores y los enfermos, con
"las ovejas sin pastor", los niños, etc. El término népioi
hace alusión a quien es simple, sin preparación intelectual, alguien que debe
ser guiado por el camino del bien porque no tiene suficiente capacidad para
hacerlo por sí mismo. Naturalmente que Jesús no está aquí proclamando la ignorancia como una
virtud, ni condenando el saber como un pecado de orgullo. El se sitúa más allá
del plano moral y lo que revela es la gratuidad de la revelación de Dios: Dios
se da a conocer preferentemente a los pequeños y despreciados de este mundo.
Jesús bendice a Dios, por tanto, no simplemente porque oculta a unos y revela a
otros, sino porque detrás de este actuar divino se intuye y se contempla el
amor libre y gratuito de Dios por los hombres, especialmente por los pequeños
del mundo, por los que padeciendo algún tipo de "carencia" son
despreciados y olvidados. Jesús bendice al Padre porque muestra preferentemente
su bondad y su amor a los hombres y mujeres más insignificantes del mundo. El conocimiento de Dios, por tanto, no es fruto del esfuerzo y del saber
del hombre, sino un don que el Padre concede a los simples y pequeños, a los que
delante de él se presentan sin ningún mérito, esperándolo todo de su infinita
bondad. Por eso los sencillos, de los que habla Mateo, se identifican, a fin de
cuentas, con el discípulo auténtico, que es abierto interiormente a los caminos
de Dios, disponible, sencillo y pobre de corazón ante el misterio que lo
desborda y lo fascina. Esta elección gratuita de los "sencillos" como
destinatarios de la revelación del Padre se justifica por el hecho que Jesús es
el mediador histórico de esta revelación. Jesús es el Hijo que revela
plenamente el misterio del Padre, gracias a la recíproca y exclusiva comunión
de ambos: "Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino
el Padre, y al Padre lo conoce sólo el Hijo y a quien el Hijo se lo quiera revelar"
(v. 27). La sabiduría de Dios misteriosa y escondida (Job 28,23: "Sólo
Dios conoce su camino, sólo él sabe dónde se encuentra la sabiduría") se
manifiesta en Jesús de Nazaret, el Hijo eterno que conoce al Padre y lo revela
gratuitamente a quien quiere. El texto concluye con un llamado a seguir a Jesús, "sencillo y humilde
de corazón" (vv. 28-30), verdadera y definitiva sabiduría de Dios (cf.
Eclo 51,23.26-27): "Vengan a mí todos los que están fatigados y agobiados
y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy sencillo y
humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus vidas. Porque mi yugo es
suave y mi carga ligera" (Mt 11,28-30). La imagen del yugo era usada para
indicar la Ley que el Señor había impuesto a Israel. Tomar sobre sí el yugo era
una frase que indicaba el compromiso por observar los mandamientos de la Ley. Los "fatigados y agobiados" son aquellos que vivían sometidos al
régimen opresor y asfixiante de la interpretación farisea de la Ley. Los
escribas y fariseos, en efecto, "ataban cargas pesadas e insoportables y
las ponían sobre los hombros de la gente, pero no movían ni un dedo para
llevarlas" (Mt 23,4). En cambio Jesús, que revela en forma definitiva la
voluntad divina, es el primero que la vive personalmente en forma plena. El es
"sencillo y humilde", fiel totalmente a Dios y acogedor y
misericordioso con los hombres como un hermano. Su "yugo" es una
palabra liberadora que produce "descanso" (en hebreo: menujáh),
es decir, la felicidad mesiánica prometida y donada por Dios como garantía de
la salvación definitiva.
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