"El Dios de Israel: presencia, camino y promesa". Conferencia del P. Silvio José Báez, OCD, en la semana de espiritualidad del Teresianum de Roma (marzo 2000)

Elevación a la Santísima Trinidad (Sor Isabel de la Trinidad)

El significado bíblico del "monte"

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

BREVES MEDITACIONES BÍBLICAS

Dios es luz (1 Jn 1,5)

Pidán y se les dará, llamen y se les abrirá... (Mt 7,7)

Fui para ellos como un padre que se inclina para darles de comer (Oseas 11,4)

 

 

 

 

 

 

 

NUEVO LIBRO

P. SILVIO JOSÉ BÁEZ, o.c.d.

Tiempo de callar y tiempo de hablar. El silencio en la Biblia Hebrea, ediciones del Teresianum, Roma 2000 (255 páginas).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Dt 4, 32-34.39-40

Rom 8,14-17

Mt 28, 16-20

 

             Hoy celebramos el misterio de Dios, que se nos ha revelado en la historia de la salvación como Trinidad Santísima: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Para contemplar y adorar algo de ese abismo infinito de amor y de comunión que es Dios, nos acercamos con fe a las páginas de la Escritura. La Biblia, en efecto, nos ayuda a superar ciertas especulaciones teológicas, abstractas y teóricas, sobre la Trinidad, y a purificar las imágenes deformadas de Dios que nos hemos ido fabricando a lo largo de la vida. La solemnidad de la Santísima Trinidad es la celebración del Dios que se ha hecho presente en la historia, “eligiendo una nación de en medio de otra nación por medio de pruebas, señales y prodigios” (Dt 4,34 (primera lectura); es la celebración del Dios que está presente en lo más íntimo del hombre, haciéndolo “templo del Espíritu” e “hijo de Dios” (Rom 8,9.14) (segunda lectura); y, finalmente, es la celebración del Dios presente en la Iglesia, llamada a anunciarlo a todos los pueblos a través de la catequesis, el compromiso de la caridad y los sacramentos (Mt 28,19-20) (evangelio).

 

            La primera lectura (Dt 4, 32-34.39-40) forma parte de la reflexión de la escuela deuteronomista, que define siempre los atributos de Dios a través de la lectura de sus grandes acciones en la historia. Se llega a la profesión de fe en el único Dios y a la formulación teológica del vínculo singular entre Yahvéh e Israel, no por medio de reflexiones frías y teóricas, sino a través de la meditación de todo lo que Dios ha hecho por su pueblo en la historia. El recuerdo de la liberación de la esclavitud en Egipto, “con mano fuerte y tenso brazo” (v. 34.37), el hacer memoria de la experiencia de la alianza en el Sinaí, cuando Dios “desde el cielo dejó oír su voz para instruirte” (v. 33.35), y la evocación del don gratuito de la tierra prometida, “desalojando ante ti numerosas naciones más numerosas y fuertes que tú” (v. 38), hacen concluir al autor deuteronomista: “Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón que Yahvéh es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro” (v. 39). Todo esto demuestra que la fe bíblica se fundamenta en una historia precedente, que no podemos olvidar, sino que continuamente debemos hacer presente. Dios es para nosotros lo que ha hecho y continúa haciendo por nosotros. El Dios de la Biblia se ha presentado con un nombre singular: “Soy el que soy”; es decir, como aquel que revela su ser a través de lo que hace en cada momento por el pueblo y por cada hombre. Dios no se nos ha revelado a través de conceptos teóricos y abstractos, sino por medio de sus actos salvadores en la historia; por tanto, tampoco nuestra respuesta de fe puede limitarse a aceptar algunas fórmulas dogmáticas, sino que exige un compromiso de toda nuestra existencia, el cual –a su vez– dará sentido a las verdades en las que creemos.

 

            La segunda lectura (Rom 8,14-17) forma parte de la reflexión paulina sobre la acción del Espíritu Santo en la vida del cristiano. Para entender el texto que la liturgia nos presenta es útil servirse de la categoría del “camino”. El Espíritu guía al cristiano en el camino de la historia, como Yahvéh guiaba a Israel en el desierto, “como fuego durante la noche para alumbrar el camino que debían seguir, y como nube durante el día” (Dt 1,33). Ahora también, en el desierto de la vida y en los avatares de la historia, “todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rom 8,14). Mientras caminamos, el Espíritu nos hace partícipes de la vida del Hijo, a tal punto que podemos dirigirnos al Padre con la familiaridad con que lo hacía Jesús, no como esclavos llenos de temor, sino como verdaderos hijos: “Abbá, Padre” (v. 15). El Espíritu, en efecto, continuamente “da testimonio de que somos hijos de Dios” (v. 16). El gran testigo de esta filiación divina es el Espíritu, que difundiendo en nosotros el don de la caridad, nos revela y comunica la cualidad fundamental de Dios: el amor. Al final del camino, después de los sufrimientos y pruebas de la vida presente, el mismo Espíritu nos introducirá en la gloria de Cristo, como “coherederos de Cristo”, “ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados” (v. 17). En síntesis, en el camino de la vida cristiana, el Espíritu nos conduce y nos hace vivir y orar como hijos de Dios, y al final, nos hará participar de la misma gloria de Cristo.

 

            El evangelio (Mt 28,16-20) refiere la aparición pascual en Galilea con la que concluye el evangelio de Mateo, estructurada en tres partes: la presentación de Cristo, la misión y la promesa de la presencia del Señor hasta el final de los tiempos. El escenario es un “monte”, símbolo bíblico que evoca un espacio privilegiado en el que Dios se ha revelado en la primera alianza (cf. Ex 19; 1 Re 19). La indicación geográfica ha referencia sobre todo a la historia de Jesús, que desde un monte proclama las bienaventuranzas (Mt 5,1; 8,1), que subía a la montaña para orar en soledad (Mt 14,23), que sentado en la montaña acogía a las multitudes y curaba a los enfermos (Mt 15,29), y que en una montaña se había revelado a los discípulos como el definitivo enviado por Dios (Mt 17,1.5). El último encuentro y la última revelación de Jesús tiene lugar también en un monte, espacio simbólico de la revelación y de la salvación de Dios.

(a) La presentación de Jesús. Se trata de una solemne declaración sobre su señorío absoluto sobre el cielo y la tierra: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28, 18). La formulación pasiva de la frase indica que Jesús ha recibido el poder de parte de Dios (Mt 11,27: “Todo me ha sido entregado por mi Padre”). La palabra “poder” traduce el término griego exousía, que indica el “poder”, el “derecho” y la “capacidad” que caracterizan la palabra y la obra de Jesús para llevar a cabo el proyecto del reino (Mt 7,29: “enseñaba con exousía”; 9,6: “el Hijo del Hombre tiene en la tierra exousía para perdonar pecados”; 21,27: “tampoco yo os digo con qué exousía hago esto”). Jesús Resucitado es Señor de cielo y tierra, con el poder mesiánico para transformar la historia humana y llevarla a la plenitud de Dios.

(b) La misión. Jesús ordena a los discípulos: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a observar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28,19-20). La misión de la Iglesia aparece sin ningún tipo de límites ni restricciones, destinada a alcanzar a todos los hombres de la tierra. Los verbos utilizados son significativos: “ir” sugiere el dinamismo de la vida cristiana y de la misión que debe caracterizar al discípulo de Jesús; “hacer discípulos” indica el testimonio en palabras y obras, a través del cual se lleva a otros el anuncio de Jesús; “bautizar” evoca el signo por el que los hombres se configuran radicalmente con Cristo Resucitado y la misma actividad sacramental de la iglesia que santifica las realidades terrenas comunicándoles la vida divina; “observar” indica la respuesta del creyente, su plena acogida y su obediencia a la palabra de Jesús en la vida cotidiana. La misión de los discípulos, partícipes del mismo Espíritu de Cristo, es la misma misión para la cual ha sido mandado el Hijo, es decir, llevar a todos al Padre.

(c) Las presencia de Jesús. Es la última palabra de Jesús en el evangelio de Mateo. Una promesa que es fuente de confianza y de esperanza para los discípulos. En el Antiguo Testamento, la frase: “yo estaré contigo”, o “yo estaré con vosotros”, expresa la garantía de una presencia salvadora y activa de Dios en favor de sus elegidos o de su pueblo (cf. Ex 3,12; Jer 1,8; Is 41,10; 43,5). Jesús, constituido como Señor universal mediante la resurrección, lleva a plenitud esta presencia salvadora de Dios. El es “Dios–con–nosotros”. Efectivamente así lo llama Mateo al inicio del evangelio, evocando un texto de Isaías que se refiere al descendiente mesiánico de David (Mt 1,22-23; cf. Is 7,14). La presencia de Jesús no está ahora limitada por el espacio y el tiempo de Israel. No se trata tampoco de una presencia provisoria. Los discípulos realizan la misión universal de Jesús bajo el signo de su presencia consoladora y reconfortante. La eficacia de la misión y la autoridad de la enseñanza de los apóstoles se funda en esta presencia de Jesús.

La solemnidad de la Santísima Trinidad es una provocación a nuestra fe, para que redescubramos cada día con estupor y gratitud el “Nombre” del Dios santo: Padre, Hijo y Espíritu Santo. La elección de Israel, de forma gratuita y amorosa, nos revela a un Dios que interviene en la historia para salvar a los pequeños y oprimidos y que desea vivir en medio de ellos para comunicarles la plenitud de su vida. La presencia de Yahvéh en medio de su pueblo alcanza su punto culminante en Jesucristo, el “Emmanuel”, “Dios con nosotros”, que como fuente de vida lleva la historia a su punto ómega. Y todo es obra del Espíritu, “el éxtasis” de Dios, que crea la filiación y la glorificación del creyente en Cristo y transforma la historia en salvación y vida. Nunca podremos comprender en forma inmediata y definitiva el misterio de la Trinidad Santísima, pero estamos llamados a abrirnos cada día –aun en medio de la duda– a una mayor penetración de su amor y su poder salvador. La experiencia de Dios pasa por la incertidumbre de la fe y supone la constante búsqueda de los caminos del Señor en la realidad, para poder descubrir continuamente su auténtico rostro y acoger su voluntad en cada momento. Nuestra experiencia de Dios y nuestro lenguaje sobre él serán siempre imperfectos y limitados mientras vivamos en este mundo. Por eso tenemos necesidad de un proceso de crecimiento y de purificación que nos lleve a destruir nuestras ideas y nuestras imágenes de Dios, para adherirnos a El solamente en la fe.