Domingo XI

Tiempo ordinario - Ciclo A

 

 

 

 

Ex 19,2-6a

Rom 5,6-11

Mt 9,36 - 10,8

 

El tema unificador de las lecturas de este domingo gira en torno a las dos grandes realidades comunitarias de la Biblia: la comunidad de la primera alianza al pie del Sinaí (1a. lectura) y el grupo de los Doce, elegidos y enviados por Jesús para continuar su obra como fundamento de la comunidad de la nueva alianza (evangelio). En ambos casos la acción salvadora y gratuita de Dios constituye la iniciativa que provoca y genera la respuesta humana: Yahvéh ha liberado a Israel de la esclavitud y ahora lo invita a hacer una alianza con él; Jesús, que ha iniciado la proclamación del reino de Dios, envía a los discípulos a continuar su obra.

 

La primera lectura (Ex 19,2-6a) es el solemne texto que sirve de prólogo al relato de la alianza del Sinaí (Ex 19-24). El Señor llama a Moisés desde la montaña y éste sube al encuentro con Dios. Se pueden distinguir claramente dos momentos en la experiencia histórica de Israel: el pasado (v. 4) y el futuro (vv. 5-6).

En la evocación del pasado el sujeto más relevante es Yahvéh, quien recuerda las grandes hazañas que ha realizado en favor de Israel: “Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios, y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí” (v. 4). La historia que ha conducido al pueblo hasta el monte no es un mero sucederse de hechos casuales, sino un tiempo en el que Dios ha revelado su poder liberador en favor de Israel. Para entrar en la alianza es necesario haber “visto” la acción de Dios en la propia historia. Sólo el Israel que ha “visto” la mano poderosa de Yahvéh, que lo ha librado de la opresión, podrá luego adherirse  a él con fe. La frase “los he traído a mí” subraya el aspecto personal de la alianza e indica el verdadero término de la gran peregrinación israelítica y de toda peregrinación humana.

En los vv. 5-6 se abre la perspectiva del futuro para el pueblo. Aquí el sujeto más relevante es Israel, llamado a “escuchar” la voz de Dios. La acción histórica de Yahvéh (v. 4) suscita el diálogo libre: “Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza...” (v. 5). El pueblo, que ha “visto” la acción de Dios, ahora es invitado a “escuchar” su voz. De este modo se describe la respuesta de la fe y el camino que Israel tendrá que recorrer para llegar a ser y vivir como pueblo de Dios. Se describe el estatuto de la nueva comunidad ligada con Yahvéh por medio de la alianza: “Vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa” (vv. 5-6).

 Las tres expresiones (“propiedad personal”, “reino de sacerdotes”, “nación santa”) describen una misma realidad: la pertenencia total de Israel a Dios. La expresión “propiedad personal” (hebreo: segulá) designa la asignación económica que correspondía a determinada persona y que iba constituyendo su tesoro privado (cf. Ecl 2,8; 1 Cron 29,3; se aplica a Israel en Dt 7,6;14,2; 26,18; Sal 135,4); la frase “reino de sacerdotes” (hebreo: mamléjet kojanim) evoca el privilegio que tenían los sacerdotes de acercarse a Dios y de tratar familiarmente con él en el templo, mientras que para otros hombres esto representaba un peligro mortal (cf. Num 4,15.20; Dt 5,24.26; 2Sam 6,6-7); finalmente, el apelativo “nación santa” (hebreo: goy kadosh), construido a partir del contraste existente entre goy (pueblo), que designa un grupo humano que posee un territorio común, una lengua, un gobierno, un derecho, etc., y el adjetivo qadosh (santo, separado para Dios) que indica la total consagración de Israel a Dios.

Israel será una nación como las otras, pero, al mismo tiempo, será distinto: vive en la historia, pero llevando dentro de sí un misterio de comunión, de conocimiento recíproco y de obediencia, en relación con Dios, hasta el punto de ser “su propiedad personal”, un verdadero pueblo “sacerdotal”, cuya existencia se desenvuelve en la cercanía y al servicio de Yahvéh.

 

La segunda lectura (Rom 5,6-11) exalta el sacrificio de Cristo, cuya muerte es ante todo la revelación del infinito amor gratuito e incondicional de Dios por los hombres. Un amor que no es consecuencia del recto comportamiento del hombre, sino todo lo contrario: “siendo enemigos, la muerte de su Hijo nos reconcilió con Dios” (v. 10). De ahí que el creyente no se gloría de sus propias obras, sino exclusivamente en Dios: “nos gloriamos en Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido la reconciliación” (v. 11).

 

En el evangelio (Mt 9,36 - 10,8) se describe a un pueblo cansado y desorientado (9,36), delante del cual Jesús se conmueve y en favor del cual exhorta a los discípulos a orar con urgencia. Esta situación justifica y explica el nuevo proyecto misionero descrito en el capítulo 10, en el que se alarga a los discípulos la actividad mesiánica de Jesús.

La gente es descrita como “ovejas sin pastor” (9,36), una frase tomada del Antiguo Testamento. Cuando Moisés llegó a saber el anuncio de su muerte, pidió a Dios que pusiera al frente del pueblo “un hombre que lo presidiera y lo condujera... para que no quedara la comunidad de Yahvéh como ovejas sin pastor” (Num 27,17). De la misma manera que Josué sucedió a Moisés en su misión al frente del pueblo, los discípulos continuarán la obra de Jesús, el pastor mesiánico que guía y protege a la comunidad cansada y abatida a causa de la irresponsabilidad y de la ambición de sus jefes religiosos (Ez 34,5: “Mis ovejas andan dispersas por falta de pastor y son fácil presa de las fieras salvajes”).

La motivación más profunda de la actividad “pastoral” de Jesús, que “recorría todos los pueblos y aldeas enseñando... anunciando la buena nueva del reino y sanando todas las enfermedades y dolencias” (9,35), es su compasión. El verbo griego utilizado, splagnízomai, indica el estremecerse de las entrañas maternas. Evoca, por tanto, el amor gratuito, activo y generoso de quien se siente parte del otro y sufre con el otro. Para Mateo, la raíz más honda de la misión de Jesús se encuentra en su compasión por el pueblo.

Jesús contempla la situación de pobreza, de desorientación y de ignorancia religiosa de la gente, con sentido de urgencia, como lo demuestra la imagen bíblica de la “mies”. La cosecha, en efecto, evoca el tiempo del juicio final, cuando se separará el grano de la paja (cf. Mt 3,12) y el trigo de la cizaña (Mt 13,30.39). La abundancia de la mies subraya la realización de la esperanza y la urgencia del compromiso de aquellos que están llamados a preparar a los hombres para el juicio definitivo. Sin embargo, la iniciativa siempre corresponde a Dios. La obra de los segadores está sometida a la acción soberana del “dueño de la mies”. Por eso, la primera y más urgente acción de los discípulos, asociados a la misión salvadora del Mesías, es la de orar para que sean enviados los obreros necesarios que exige la misión. La oración de los discípulos expresa su sintonía, su disponibilidad y su compromiso con el proyecto salvador revelado e inaugurado por Jesús. Este proyecto mesiánico de liberación es el objeto privilegiado de la oración de los discípulos, quienes oran día a día pidiendo al Padre: “venga tu Reino”.

De esta forma nace el inicial proyecto apostólico de Jesús que elige a “Doce” de entre los discípulos para continuar su obra. El número doce nos remite a las doce tribus de Israel. En el proyecto mesiánico de Jesús los “Doce” representan la raíz ideal del entero pueblo de Dios y el fundamento de la comunidad de la nueva alianza.

 La misión va destinada originariamente a “las ovejas perdidas de la casa de Israel” (10,6). A partir de Israel, la misión se irá abriendo paso progresivamente a todos los pueblos. Los Doce son enviados a las ovejas perdidas de la casa de Israel con la misión de convocar a los creyentes en la asamblea mesiánica definitiva. Su programa misionero, descrito y estructurado a imagen de la misión histórica de Jesús, comprende dos momentos: el anuncio del Reino y la realización de los signos mesiánicos. Palabra y acción.

Deberán anunciar con palabras y obras que “está llegando el reino de los cielos” (10,7). Para esto Jesús les hace partícipes de le plenitud de su “poder” mesiánico: “Les dio autoridad y poder para expulsar los espíritus inmundos y para curar toda clase de enfermedad y dolencias” (10,1). El anuncio del reino de Dios se funda en la gratuidad de Dios.  La misión de la comunidad sigue el mismo estilo: “lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis” (v. 8).