Domingo 13º
Tiempo ordinario - Ciclo A
2 Re 4,8-11.14-16
Rom 6,3-4.8-11
Mt 10,37-42
| El tema dominante de las lecturas de este domingo es el de
la “hospitalidad”, que en la cultura del oriente medio antiguo constituía un
valor fundamental en la vida social. Probablemente esta práctica oriental tiene
sus raíces más antiguas en la cultura nómada, cuando no existían posadas ni
alojamientos públicos y los extranjeros eran vistos como potenciales enemigos.
La hospitalidad se comenzó a practicar más a causa del temor y por propia
protección que por generosidad, pero con el tiempo llegó a convertirse en una
expresión de justicia y en un valor social de primera importancia. El huésped
era acogido con respeto y honor y se le proporcionaba cuanto necesitaba para su
estadía y para la continuación de su viaje. La hospitalidad en el mundo de la
Biblia exigía saber acoger a cualquiera, en cualquier momento, superando el
temor instintivo delante del extraño que toca a la puerta, preparándole y
donándole con gozo todo lo necesario.
La primera lectura (2 Re
4,8-11.14-16) relata un episodio de
hospitalidad espontánea y sencilla. Una mujer distinguida de Sunem acoge a
Eliseo, profeta itinerante que pasaba con frecuencia por aquella región,
invitándolo detenerse a comer en su casa siempre que pasara por allí. Después
de algún tiempo, de acuerdo con su marido, la mujer decide “prepararle arriba
una habitación con una cama, una silla y una lámpara, para que cuando venga a
nuestra casa pueda instalarse en ella” (2 Re 4,10). Abre las puertas de la casa
y del corazón a alguien que se encuentra en una situación de desamparo por ser
pobre o extranjero.
Nuestro
texto habla de un hombre pobre que se dedica a hacer el bien en nombre de Dios
llevando una vida itinerante: “Creo que ése que viene a comer con nosotros es
un hombre de Dios, un santo” (2 Re 4,9). En el mundo de la Biblia “acoger” a
alguien como huésped es darle, en cierto modo, la vida. Por eso la hospitalidad
de la pareja de esposos de Sunem queda marcada para siempre con el signo de la
vida. Como Sara y Abraham, aquella mujer no tenía hijos y su marido era ya
viejo, y Eliseo, como gratitud por la acogida recibida, le hace esta promesa:
“El año próximo, por estas fechas, tendrás un hijo” (2 Re 4,16; cf. Gen 18,10).
Como en el caso de Sara y de Abraham también aquí el nacimiento del hijo
aparece en relación con la hospitalidad (Gen 18,1-15) que es presentada, como
un gesto de vida y de solidaridad, a tal punto de que quien acoge a otro
experimenta el poder del Señor que transforma la propia esterilidad en vida
fecunda. Para la pareja de Sunem la acogida que brindaron a Eliseo fue la
ocasión para recibir el don de la propia descendencia, que para un hebreo era
signo fundamental de la victoria de Dios sobre la muerte.
En
el evangelio (Mt 10, 37-42) se
describen otros dos casos de hospitalidad y de acogida: la acogida de Cristo
mismo (vv. 37-39) y la de aquellos que en la historia revelan su rostro y su
presencia (vv. 40-42).
(a)
Hay una acogida fundamental y definitiva en la que cada hombre pone en juego su
existencia y su destino: el seguimiento de Jesús
(vv. 37-39). Seguir a Jesús es una opción personal que compromete totalmente a
la persona y que puede, en algunos casos, entrar en conflicto incluso con los
lazos familiares: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno
de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (Mt
10,37). Naturalmente que aquí no se trata de un simple problema de sentimientos
o de estado de ánimo, sino de opción existencial, cuando la fidelidad a Cristo
y al evangelio entran en abierto conflicto con las relaciones y los deberes
familiares. Por encima de cualquier otra “acogida” está la decisión por Jesús y
por el reino. En ella resuena la exigencia de donación absoluta que se debe dar
solamente a Dios. Esta alternativa radical alcanza incluso la vida misma de la
persona: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que quiera
conservar su vida, la perderá, y el que la pierda por mí, la conservará (Mt
10,38-39). Es necesario fiarse de Jesús y correr el riesgo que conlleva la
donación completa y sin reservas a su persona y a su causa.
La
expresión “tomar la cruz” evoca la lógica de la pascua de muerte y resurrección
del Señor. En realidad la renuncia que exige el seguimiento de Jesús no es un
fin en sí mismo: tomar la cruz no es una pura práctica ascética ni la expresión
de un espíritu masoquista, sino el precio de una entrega total y una fidelidad
inquebrantable a Jesús y a los valores del reino de Dios. La antítesis
“perder-encontrar” de la que habla el texto evangélico nos orienta en otra
dirección: sólo quien “pierde” todo por acoger y seguir a Jesús, “encuentra” la
vida verdadera y el gozo pleno de la nueva humanidad.
(b)
Otra expresión de acogida, que deriva de la anterior y con la que se cierra el
discurso misionero en el evangelio de Mateo: la acogida
que se brinda a los discípulos de Jesús (vv.
40-42). El principio fundamental de esta acogida es cristológico y queda
expresado con unas palabras inspiradas en una enseñanza de los rabinos
contemporáneos de Jesús: “El enviado de un hombre es como si fuera él mismo”.
Jesús, en efecto, afirma: “El que los recibe a ustedes, me recibe a mí, y el
que me recibe a mí, recibe al que me envió” (v. 40).
El texto
habla de tres categorías de personas que hacen presente a Jesús y que existían
en la comunidad de Mateo: los profetas, los justos y los pequeños (vv. 41-42).
“Los profetas” eran probablemente predicadores carismáticos itinerantes al
servicio de la palabra, a menudo perseguidos violentamente (cf. Mt 7,15-16;
23,34); “los justos” (dikáioi) hacen referencia a personas consideradas
testigos cualificados del evangelio por su perseverancia en la fe en medio de
las persecuciones, los cuales habían llegado a convertirse en auténticos
maestros para la comunidad. Los “pequeños” (mikrói), en cambio, designan
a los discípulos cristianos, en general, y más concretamente a aquellos
miembros de la comunidad cristiana más necesitados por su condición de pobreza
material o de indigencia espiritual (Mt 18,6.10; 25,40-45).
El
evangelio habla de una recompensa para quien acoge y se solidariza con los
profetas, los justos y los pequeños, que hacen presente a Jesús en la historia
del mundo: “El que recibe a un profeta por ser profeta, recibirá recompensa de
profeta; el que recibe a un justo por ser justo, recibirá recompensa de justo;
y quien dé un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños sólo porque es
discípulo mío, les aseguro que no se quedará sin recompensa” (vv. 41-42). La
acogida se manifiesta a través de diversos gestos, que van desde un vaso de
agua fresca hasta la hospitalidad generosa y comprometida en favor de quienes
prestan algún servicio a la comunidad.
Dar
“un vaso de agua fresca”, un gesto simple pero urgente para un caminante en la
tierra de la Biblia, se vuelve acto de solidaridad y de colaboración en la obra
de la evangelización. Tal hospitalidad es una expresión de la adhesión de fe a
Jesucristo, enviado por Dios. Y, por tanto, la recompensa prometida va más allá
de los horizontes de la historia humana y es presentada como un don de Dios en
Cristo Jesús en favor de los que han sabido ser solidarios y acogedores.
Es importante
recuperar hoy esta sensibilidad de la que nos da testimonio la Biblia y que constituye
un elemento fundamental de la experiencia cristiana. La “hospitalidad” es un
signo de pobreza y un camino de liberación del propio egoísmo. Es un valor
evangélico que exige apertura y atención para quien está solo, desamparado,
errante o abandonado. Es búsqueda amorosa del pobre, del extranjero, del
marginado social, del inmigrante, de quien vive en soledad. Jesús nos habla hoy
del valor que tiene “dar un vaso de agua fresca” a un “pequeño” (Mt 10,42), al
mismo tiempo que nos revela el misterio de acogida teologal que se esconde en
la respuesta de la fe: “quien me acoge a mí, acoge al que me envió” (Mt 10,40).