DOMINGO XIV

Tiempo Ordinario

 

 

 

 

Zac 9,9-10

Rom 8,9.11-13

Mt 11,25-30

 

Este domingo las lecturas de la Escritura nos invitan a contemplar la figura del Mesías como un personaje lleno de bondad y al servicio de la paz, que se presenta no como un conquistador ni como un violento guerrero, sino como un modelo de humildad y de sencillez (1a. lectura). Jesús de Nazaret es el Mesías salvador que no se impone por la fuerza ni se presenta como severo legislador, sino ofreciendo el descanso, la plenitud de la felicidad y de la realización humana a todos los que como él caminan por el sendero de la sencillez y de la gratuidad (Evangelio). Estos, “los sencillos y humildes de corazón” (Mt 11,29), son aquellos que orientan su vida no según el principio de la carne, con sus apetitos desordenados y tendencias egoístas, sino según el Espíritu, la fuerza de Dios que es amor y libertad sin límites (2a. lectura).

 

La primera lectura (Zac 9,9-10) es un famoso texto tomado de la segunda parte del libro del profeta Zacarías o Segundo Zacarías (Zac 9-14), escrito a finales del siglo IV o comienzos del siglo III a.C. En el libro se reflejan las divisiones y los conflictos que marcaron la vida de la comunidad judía muchos años después del regreso del exilio. Había desaparecido ya la generación que había vuelto de Babilonia y habían quedado atrás los primeros años de entusiasmo por el hecho de habitar de nuevo en la tierra. Los nuevos problemas y desafíos que se presentaban a la comunidad judía exigían una nueva palabra profética que ayudara a entender los caminos de Dios y volviera a animar la esperanza del pueblo.

El libro de Zacarías, con sus mensajes y visiones a veces un poco enigmáticas, alimenta la esperanza de poder construir un mundo más justo y pacífico. La injusticia y la opresión que parecen dominar ciegamente el mundo no son el horizonte definitivo de la historia. Aunque la comunidad ha caído en el desánimo y en la idolatría (Zac 13,2), han proliferado los profetas que han engañado a la gente (Zac 13,3-6) y se han pervertido los dirigentes de la nación (Zac 11,4-7), el Señor proclama una purificación radical del pueblo (Zac 13,1) y anuncia la llegada de un rey-mesías encargado de realizar el proyecto divino de justicia y de paz (Zac 9,9-10). En aquella época ya había desaparecido la monarquía en Israel y, por tanto, el anuncio de un nuevo rey era una fuerte crítica para aquellos que poseían el control del templo y el limitado poder político que le quedó a la comunidad en la época helenística.

El profeta invita al pueblo a alegrarse por este nuevo rey victorioso: “Salta de alegría hija de Sión, grita de júbilo hija de Jerusalén. He aquí que viene a ti tu rey: justo y victorioso, humilde y montado en un burro, en un joven borriquillo” (Zac 9,9). Las expresiones “hija de Sión” e “hija de Jerusalén” designan a todos los habitantes de la ciudad santa y particularmente a aquellos que constituyen el pequeño “resto” fiel que ha regresado a la tierra después del exilio y que vive según la ley del Señor. A ellos se les anuncia con extrema simplicidad una noticia alegre y esperanzadora: la llegada de un rey justo y victorioso. El anuncio del triunfo de un monarca hacía revivir la historia pasada del pueblo y volvía a encender ilusiones y expectativas de tiempos pasados. Sin embargo este rey es diverso.

Es un rey “justo y victorioso (hebreo: noshá’; literalmente: “salvado”)”. Algunas versiones antiguas, como la Vulgata, han traducido en lugar de “victorioso”, “vencedor”, pero el texto hebreo utiliza la forma pasiva noshá’, “salvado”, para subrayar que su victoria no ha sido conseguida agresivamente sino que ha sido fruto de la acción de Dios. Su llegada aparece marcada por la sencillez y la simplicidad, cosa poco habitual en los reyes antiguos y en los dirigentes políticos y religiosos de la época. El rey anunciado por Zacarías contrasta con el esplendor y la pompa con la que aparecían normalmente los reyes para demostrar su poder (1 Re 10,14-29; Jer 17,25; 22,4). Viene “humilde (en hebreo: ‘aní) y montado en un burro, en un joven borriquillo”, una cabalgudara que pone de manifiesto su simplicidad y sencillez (Jue 10,4;1 Re 1,33.38), en oposición a los caballos, que los profetas condenaban como símbolo de militarismo y de violencia (Is 2,7; Miq 5,9).

Este nuevo rey “destruirá los carros de guerra de Efraín y los caballos de Jerusalén, quebrará el arco de guerra y anunciará la paz a las naciones” (Zac 9,10a). Su reinado pondrá fin a todo el aparato bélico en el que las naciones ponen su esperanza. La destrucción de las armas de guerra, simbolizadas aquí en “los carros de Efraín” y en “los caballos de Jerusalén”, abren un futuro ilimitado de paz y de concordia para la humanidad. La profecía anuncia el final de los conflictos internacionales cuando el rey-mesías, que “anunciará la paz a las naciones”, llegue a “dominar de mar a mar, desde el Eufrates hasta los confines de la tierra” (v. 10). Abandonados los armamentos y renunciando a todo sueño de mesianismo político e triunfalista, el profeta ve al salvador de Israel como a uno que anuncia y construye la paz.

 

La segunda lectura (Rom 8,9.11-13) celebra la función del principio divino que desde el bautismo ha sido infundido en el creyente, el don de Dios por excelencia que el cristiano recibe gratuitamente y que influye en toda su existencia: el Espíritu. Por eso Pablo puede afirmar que “todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rom 8,14) y “el que no tiene el Espíritu de Cristo no le pertenece” (Rom 8,9). El don del Espíritu aparece estrechamente ligado a la fe y al bautismo y crea en el bautizado una situación radicalmente nueva. Este Espíritu recibido “en nuestros corazones” (Rom 8,15), es decir, en la profundidad personal del hombre, no es algo estático, sino que se manifiesta en todos los aspectos de nuestra vida. Así la vida entera del cristiano es “vida en el Espíritu” (cf. Rom 8,4), y no “en la carne”, expresión de San Pablo que designa al hombre entero en cuanto mortal, alejado de Dios y opuesto a él, sometido a las más bajas pasiones e instintos: “fornicación, impureza, desenfreno, idolatría, hechicería, ira, egoísmo, divisiones, sectarismos, envidias, borracheras, orgías y cosas semejantes” (Gal 5, 20-21). En cambio el fruto del Espíritu en nuestra vida es: “amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí mismo” (Gal 5, 22-23).

En “el cuerpo muerto a causa del pecado” (Rom 8,10) actúa el Espíritu de vida como fuerza salvadora de parte de Dios. Por una parte el Espíritu es el “Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos” (Rom 8,11), “el Espíritu de Cristo” (Rom 8,9); por otra, es “el Espíritu de Dios que habita en ustedes”, expresión que Pablo repite dos veces en este texto (Rom 8,9.11). El Espíritu se convierte, por tanto, en el punto de contacto entre el hombre redimido y la potencia salvadora de Dios en Cristo. No es sólo el principio vital de la nueva existencia del creyente (Rom 8,9: “si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, es que no pertenece a Cristo”), sino el germen y la fuente de una vida semejante a la de Cristo Resucitado (Rom 8,11: “Y si el Espíritu de Dios que resucitó a Cristo de entre los muertos habita en ustedes, el mismo que resucitó a Jesús de entre los muertos hará revivir sus cuerpos mortales por medio de ese Espíritu suyo que habita en ustedes”). El Espíritu se opone, por tanto, al pecado, a la limitación, a la caducidad y a la muerte del hombre, y crea una nueva condición de libertad y de vida.

 

El evangelio (Mt 11,25-30) nos coloca delante de una oración de bendición en la que el Señor Jesús manifiesta espontáneamente sus sentimientos de alabanza y estupor delante de su Padre: “Yo te bendigo (exomologoúmai) Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las ha revelado a la gente sencilla” (v. 25-26). Se trata de una típica oración de bendición (en hebreo: berajá), que surge espontánea en forma de agradecimiento y alabanza cuando se ha reconocido en medio de lo cotidiano de la existencia una manifestación concreta de la bondad divina.

Jesús se dirige en la oración a Dios llamándolo “Padre” y reconociéndolo “Señor del cielo y de la tierra”. En su oración se unen maravillosamente la inmensidad y trascendencia del Creador y la cercanía y la ternura del Padre. Jesús bendice al Padre cuando reconoce los caminos misteriosos de Dios, que “revela” (apokalyptein) y “esconde” (kryptein), según parámetros totalmente libres y gratuitos. Lo bendice porque “estas cosas”  las ha escondido a los sabios y las ha revelado a la gente sencilla (népioi). El texto no dice cuáles son “estas cosas”, pero del contexto inmediatamente precedente del evangelio de Mateo (Mt 11,20-24) se deduce que se trata de la comprensión de las obras del Mesías, del proyecto de Dios manifestado en las palabras y acciones de Jesús.

Para Jesús este misterioso y sorprendente actuar divino, que esconde a unos (los sabios y prudentes) y revela a otros (los sencillos y pequeños), pone de manifiesto la “buena voluntad” del Padre: “Sí, Padre, así te ha parecido bien (eudokía egéneto)” (v. 26). El sustantivo griego eudokía, en efecto, significa: beneplácito, consentimiento, deseo. Es decir, Jesús reconoce la voluntad salvífica del Padre y su decisión soberana y bondadosa en el hecho de que “estas cosas” Dios las oculta a los sabios y entendidos y se les da a conocer a los sencillos y pequeños. Así se revela Dios porque Dios es amor. En su revelación privilegia a los simples, a los pequeños, a los que el mundo desprecia, a los que no saben.

Los “sabios” e “inteligentes” son los doctores de la ley, los sumos sacerdotes y los escribas. Son los que se sientan “en la cátedra de Moisés” (Mt 23,2) y que se han hecho dueños de “la llave del saber” (Mt 23,2). Son los entendidos en materia religiosa, gente importante que tiene poder porque posee conocimiento. La “gente sencilla” (los népioi), en cambio, es aquella parte del pueblo que es despreciada porque se le considera ignorante. Se les puede fácilmente identificar con los pobres y hambrientos, con los pecadores y los enfermos, con “las ovejas sin pastor”, los niños, etc. El término népioi hace alusión a quien es simple, sin preparación intelectual, alguien que debe ser guiado por el camino del bien porque no tiene suficiente capacidad para hacerlo por sí mismo.

Naturalmente que Jesús no está aquí proclamando la ignorancia como una virtud, ni condenando el saber como un pecado de orgullo. El se sitúa más allá del plano moral y lo que revela es la gratuidad de la revelación de Dios: Dios se da a conocer preferentemente a los pequeños y despreciados de este mundo. Jesús bendice a Dios, por tanto, no simplemente porque oculta a unos y revela a otros, sino porque detrás de este actuar divino se intuye y se contempla el amor libre y gratuito de Dios por los hombres, especialmente por los pequeños del mundo, por los que padeciendo algún tipo de “carencia” son despreciados y olvidados. Jesús bendice al Padre porque muestra preferentemente su bondad y su amor a los hombres y mujeres más insignificantes del mundo.

El conocimiento de Dios, por tanto, no es fruto del esfuerzo y del saber del hombre, sino un don que el Padre concede a los simples y pequeños, a los que delante de él se presentan sin ningún mérito, esperándolo todo de su infinita bondad. Por eso los sencillos, de los que habla Mateo, se identifican, a fin de cuentas, con el discípulo auténtico, que es abierto interiormente a los caminos de Dios, disponible, sencillo y pobre de corazón ante el misterio que lo desborda y lo fascina. Esta elección gratuita de los “sencillos” como destinatarios de la revelación del Padre se justifica por el hecho que Jesús es el mediador histórico de esta revelación. Jesús es el Hijo que revela plenamente el misterio del Padre, gracias a la recíproca y exclusiva comunión de ambos: “Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y al Padre lo conoce sólo el Hijo y a quien el Hijo se lo quiera revelar” (v. 27). La sabiduría de Dios misteriosa y escondida (Job 28,23: “Sólo Dios conoce su camino, sólo él sabe dónde se encuentra la sabiduría”) se manifiesta en Jesús de Nazaret, el Hijo eterno que conoce al Padre y lo revela gratuitamente a quien quiere.

El texto concluye con un llamado a seguir a Jesús, “sencillo y humilde de corazón” (vv. 28-30), verdadera y definitiva sabiduría de Dios (cf. Eclo 51,23.26-27): “Vengan a mí todos los que están fatigados y agobiados y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy sencillo y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus vidas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,28-30). La imagen del yugo era usada para indicar la Ley que el Señor había impuesto a Israel. Tomar sobre sí el yugo era una frase que indicaba el compromiso por observar los mandamientos de la Ley. Los “fatigados y agobiados” son aquellos que vivían sometidos al régimen opresor y asfixiante de la interpretación farisea de la Ley. Los escribas y fariseos, en efecto, “ataban cargas pesadas e insoportables y las ponían sobre los hombros de la gente, pero no movían ni un dedo para llevarlas” (Mt 23,4). En cambio Jesús, que revela en forma definitiva la voluntad divina, es el primero que la vive personalmente en forma plena. El es “sencillo y humilde”, fiel totalmente a Dios y acogedor y misericordioso con los hombres como un hermano. Su “yugo” es una palabra liberadora que produce “descanso”, es decir, la felicidad mesiánica prometida y donada por Dios como garantía de la salvación definitiva.