DOMINGO XIV

(Tiempo Ordinario – Ciclo B)

 

 

 

Ezequiel 2,2-5

2 Corintios 12,7-10

Mc 6,1-6

 

            El tema dominante de la liturgia de la palabra de este domingo es el escándalo que causa el profeta y su palabra, en medio de una sociedad empeñada en llevar adelante un proyecto alternativo al reino de Dios. La vida y el mensaje de los profetas fueron y serán siempre incómodos y objeto de rechazo de parte del mundo. Ezequiel tiene que enfrentarse con Israel, “pueblo rebelde” y de “corazón duro” (primera lectura); Jesús, con la incredulidad de sus conciudadanos de Nazaret (evangelio). No obstante el rechazo del mundo, la palabra profética continuará siendo una instancia crítica fundamental de parte de Dios frente a las estructuras pecaminosas e injustas de la sociedad. El profeta, sin embargo, será siempre un signo ambiguo, difícil de aceptar: un hombre como todos los demás, sin ningún distintivo exterior, sin ningún poder para imponerse sobre los demás, pero portando dentro de sí una palabra que no es suya, sino de Dios, y que debe comunicar a los hombres. La palabra de Dios se encarna en la palabra del profeta. La Palabra no existe de otra forma sino encarnada. Por eso escuchar al profeta es escuchar la voz de Dios; rechazarlo es cerrarse a la palabra del Dios vivo.

 

            La primera lectura (Ez 2,2-5) presenta a los tres protagonistas fundamentales de toda vocación profética: Dios que toma la iniciativa y que, a través del Espíritu, fortalece, habla y envía al profeta; el profeta, llamado a proclamar la palabra del Señor; y el pueblo, que es descrito como rebelde y duro de corazón desde antiguo.  Ezequiel, como profeta, deberá hablar abiertamente a los israelitas, “escuchen o no escuchen”. No importa. Al menos “sabrán que en medio de ellos hay un profeta” (v. 5). El éxito del profeta no consiste en ser aceptado, sino en ser fiel a la palabra de Dios. El verdadero profeta cumple su misión si permanece obediente a Dios que lo ha mandado y proclama fielmente al pueblo el mensaje que ha recibido de parte del Señor, “escuchen o no escuchen”. El pueblo obstinado y pecador no podrá callar al profeta, ni logrará ignorar su voz.  La palabra que él debe proclamar  no es suya, sino de Dios mismo: “Te envío para decirles: Así dice el Señor Yahvéh” (v. 4). Ezequiel, como todos los auténticos profetas, se caracterizará por su firmeza y su fidelidad al Dios que lo ha enviado.

 

            La segunda lectura (2 Cor 12,7-10) nos permite vislumbrar la lucha interior de un apóstol–profeta: Pablo. Además de las persecuciones y los sufrimientos que le llegaban de un ambiente hostil al evangelio, tiene que sufrir “una espina en la carne” (v. 7). Es difícil saber en qué consistió concretamente este sufrimiento y esta lucha interior que acompañó y humilló a Pablo en su ministerio: ¿una debilidad personal, a lo mejor sexual?, ¿una enfermedad crónica?, ¿su profundo sufrimiento a causa del rechazo de Israel a Cristo? Lo importante es el testimonio que nos deja de su experiencia personal. En medio de la prueba y del sufrimiento, “abofeteado de Satanás” –como dice él–, sabe que no está solo y abandonado, sino que el poder y la misericordia de Cristo lo acompañan, como él mismo le ha asegurado: “Mi gracia te basta, que mi fuerza se pone de manifiesto en la debilidad” (v. 9).  Por eso Pablo celebra con gozo la fuerza de Cristo, una fuerza que se hace visible precisamente en su flaqueza y en su impotencia, en la debilidad de su palabra, en el aspecto muchas veces humillante del ministerio apostólico y en el escándalo y las dificultades que trae consigo. Es la paradoja de la gracia. Precisamente en el momento de la crisis, en la experiencia del “ser débil” y en el aparente fracaso de la Palabra, se manifiesta Dios con toda su potencia salvadora en favor del profeta y del apóstol.

 

            El evangelio (Mc 6,1-6) relata la reacción de escándalo de los habitantes de Nazaret delante de las obras y de la palabra de Jesús. Jesús enseña en la sinagoga de la ciudad y la muchedumbre que lo escucha se admira y se pregunta: “¿de dónde le viene a éste todo esto?, ¿quién le ha dado esta sabiduría (sofía) y estos portentos (dynamis) de sus manos?” (v. 2). El problema es el origen, el de dónde viene todo esto. No lo saben y, precisamente, este “no saber” se convierte en ellos en incredulidad. Los habitantes de Nazaret estarían dispuestos a aceptar solamente aquello que pudieran comprender y encerrar en los esquemas de la tradición y de la estructura legal de Israel. Sabiduría (sofía) y portentos–fuerza (dynamis) son dos términos que definen bien el reino de Dios anunciado por Jesús. La sabiduría es el modo de comportarse, es la nueva ética y la enseñanza de Jesús, el misterio del reino que expresan las parábolas (Mc 4); los portentos son los milagros que él realiza, liberando y devolviendo la dignidad a los hombres y mujeres de este mundo, introduciéndoles en una dinámica de salvación que lleva a la plenitud. Sabiduría y portentos definen el ministerio profético de Jesús de Nazaret. El problema de los habitantes de Nazaret es que se encuentran delante de un de una enseñanza y unas obras que, con su novedad y su libertad creadora en favor del hombre, han roto con la mentalidad y la tradición social y religiosa de Israel. Por eso resultan difíciles de aceptar. Para aquella gente Jesús no es más que “el carpintero, el hijo de María, el hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón” (v. 3). No logran ir más allá. No se abren a la novedad del evento que en él ha comenzado a manifestarse y no captan el misterio que en él se esconde. No tienen fe. La fe es precisamente la superación de la ambigüedad del signo profético, para captar la estructura teológica profunda que va más allá de los elementos contingentes de carácter histórico o espacial. No hay que olvidar que la presencia de Dios pasa siempre a través de la encarnación, de los signos muchas veces discretos pero reales de su acción salvadora. En su propia ciudad, que se convierte en espacio de incredulidad y escándalo ya que “un profeta sólo es despreciado en su tierra” (v. 4), Jesús no pudo realizar ningún milagro (v. 5). El no es un mago que cura exteriormente a los enfermos, sin contar con la apertura de corazón y la fe de los hombres. Aunque el rechazo no es total (v. 5: “tan solo sanó a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos”), el texto se cierra con una triste constatación de Jesús: “Estaba sorprendido de su falta de fe” (v. 6).

            Hay momentos en la historia en que se agudiza la percepción de una ausencia. Ausencia de ideales, de valores, de experiencia interior y de verdad, con la consecuente necesidad de seguridades en las cuales hacer descansar el ansia o el desconcierto. En estas etapas de vacío espiritual, muchas veces prolongadas, como la que vivimos actualmente en nuestras sociedades, vamos instintivamente en búsqueda de personas que irradien en sus palabras y en su conducta la presencia de la Verdad y del Sentido. Por eso el don espiritual del profetismo, con su palabra de verdad, es tan indispensable actualmente, porque el carisma profético auténtico, más que anunciar el futuro, edifica, consuela y exhorta en el presente (1 Cor 14,3). No podemos olvidar, sin embargo, como lo enseñan las lecturas de este domingo, que la experiencia del rechazo de la Palabra es una de las constantes de la misión profética. Tenemos necesidad de una fe grande, capaz de abrirse a la novedad de Dios y de sus caminos.  La liturgia de hoy nos invita a abrirnos a la palabra profética que nos llama a la verdad y a la justicia, a la coherencia de vida y al compromiso en favor de los otros. La indiferencia delante de la Palabra es una tentación de todos, no sólo de los incrédulos. Es una dramática enfermedad que nos puede atacar, haciendo que nuestro corazón se vuelva duro y nuestra conducta estéril.