DOMINGO XV
Tiempo Ordinario (Ciclo A)
Is 55,10-11
Rom 8,18-23
Mt 13,1-23
Las lecturas bíblicas de este domingo proclaman con certeza el poder de la
Palabra de Dios, que es fuente de vida y de luz en la
historia humana. Palabra creadora y profética, “palabra eterna, más estable que
el cielo” (Sal 119, 89), “más valiosa que el oro y la plata”, “más dulce que
miel en la boca” (Sal 119, 72.103). Palabra que como evento y alegre noticia, congrega a nuestras comunidades, fortaleciendo su fe y alentando su esperanza.
La primera lectura (Is 55,10-11) es un breve canto a la fecundidad y
eficacia de la palabra de Dios, verdadera protagonista de la historia de la
salvación. El texto es una especie de epílogo a todo el libro del Segundo
Isaías (Is 40-55), el profeta anónimo que durante el tiempo del exilio animó la
esperanza del pueblo y anunció el feliz retorno a la tierra. En los capítulos
40-48 anuncia a los desterrados la liberación del dominio de Babilonia,
mientras que en los capítulos 49-55 parece dirigirse al segundo grupo de los
que regresan a la patria y emprenden la reconstrucción del país. Desde el
primer capítulo de su obra, el profeta proclama la certeza en el poder de la
palabra divina: “Se seca la hierba, se marchita la flor, pero permanece para siempre
la palabra de nuestro Dios” (Is 40,8).
Al final de su libro, encontramos palabras semejantes: “Como la lluvia y la
nieve caen del cielo y sólo regresan allí después de empapar la tierra, de
fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que
come, así será la palabra que sale de mi boca: no regresará a mi vacía, sino
que cumplirá mi voluntad y llevará a cabo mi encargo” (Is 55,10-11). La palabra
de Dios es eficaz y fecunda, como el agua de la lluvia que, como dice el
salmista, hace “germinar los pastos del desierto, llena a las colinas de
alegría, cubre de rebaños las praderas y viste de trigo a los valles” (Sal 64).
La imagen usada por el profeta es sugestiva y esperanzadora. La lluvia,
expresión privilegiada de la bendición de Dios, desencadena el ciclo de la
fertilidad en la naturaleza. Un ciclo que no se detiene pues se producen nuevas
semillas que generarán nuevas cosechas. Así es la palabra de Dios: desencadena
en la historia humana el dinamismo de la salvación divina, proclamando el
proyecto de Dios y realizándolo efectivamente. Sin embargo, a diferencia de la
lluvia y de la nieve que bajan del cielo e inexorablemente empapan la tierra y
la hacen fecunda, la palabra divina se enfrenta con la libertad del hombre que
la acoge o la rechaza.
La palabra de Dios no hace surgir la salvación en forma mágica. El designio
de Dios se realiza a través de la aceptación y la escucha del hombre que se
abre al mensaje de Dios y lo pone en práctica. Las palabras del profeta quieren
infundir ánimo y esperanza al pueblo que debe volver a su tierra y reconstruir
su fe y su nación. Son una invitación a confiar en la promesa del Señor que ha
prometido la liberación. Aunque resulta impredecible la forma concreta en que
Dios realizará sus planes de salvación, las palabras proféticas ciertamente se
cumplirán: la palabra de Dios no volverá a él vacía, “sino que cumplirá su
voluntad y llevará a cabo su encargo” (Is 55,11).
La segunda lectura (Rom 8,18-23) invita también a conservar la certeza de
que Dios llevará a cabo su obra de liberación de la humanidad y del entero
cosmos. La misma naturaleza espera anhelante, casi con la cabeza en alto, que
se manifieste “lo que serán los hijos de Dios” (v. 19). Pablo da dimensión
cósmica a la redención. El universo entero, ahora sujeto al desorden y a la
esclavitud (v. 20), espera participar de “la gloriosa libertad” que Dios tiene
preparada para sus hijos (v. 21). Mientras tanto, “la creación entera gime con
dolores de parto” (v. 22), y los mismos cristianos, que “poseemos las primicias
del Espíritu”, “gemimos en nuestro interior suspirando para que Dios nos haga
sus hijos y libere nuestro cuerpo” (v. 23).
La liberación final de los hijos de Dios se describe como liberación de la
corrupción mortal, la última esclavitud humana (cf. 1 Cor 15,26). Si la
corrupción es esclavitud, el esclavo es “rescatado” para la inmortalidad, que
es libertad. También el cuerpo participa de la condición filial de los hijos de
Dios. La intervención final de Dios hará posible la transformación radical del
hombre y de las mismas estructuras materiales del cosmos. Mientras vivimos
expectantes, anhelando la liberación, sufrimos los dolores de un “parto” que
anuncia la llegada de una nueva condición humana, a imagen de Cristo, “nuevo
Adán”. Nos anima la firme esperanza de que “los sufrimientos del tiempo
presente no pueden compararse con la gloria que un día se nos manifestará” (Rom
8,18).
El evangelio (Mt
13,1-23) está tomado del capítulo 13 de Mateo, en donde el evangelista
reúne en un solo bloque literario diversas “parábolas” de Jesús. Básicamente
son comparaciones que ilustran o revelan aspectos de la vida y que casi siempre
despiertan la curiosidad y desafían el ingenio de los oyentes, invitándolos a
descubrir un sentido oculto y novedoso que se esconde detrás de la comparación.
El tema de las parábolas de Jesús es siempre el reino de Dios, es decir, su
proyecto salvador y su forma de actuar en la historia, tal como se ha
manifestado en Cristo en la plenitud de los tiempos. Las parábolas exponen el
reino de Dios, no como teoría, sino como proclamación que exige respuesta para
ser comprendida. Son un llamado urgente a la escucha de la palabra del reino y
una invitación a su acogida en forma perseverante y activa.
El evangelio de hoy describe a Jesús que “sale de casa y se sienta a la
orilla del lago” (v. 1). Allí “se reunió en torno a él mucha gente… y él les
hablaba de muchas cosas por medio de parábolas” (vv. 2-3). Jesús deja la casa,
el lugar de la instrucción reservada a los discípulos, para dirigirse a la
gente a la orilla del lago. La primera parábola que Jesús cuenta es todo un
mensaje de esperanza para sus oyentes: el sembrador ha salido a lanzar la
semilla sin preocuparse de elegir el terreno. De hecho tres cuartas partes de
la semilla se pierden a causa de las condiciones adversas y precarias de la
tierra en que cae. Sólo la semilla que cae en terreno bueno da un fruto
abundante. La parábola describe el dinamismo y la eficacia de la palabra del
reino, proclamada por Jesús, inspirándose en el modo de sembrar de los
campesinos de Israel en aquel tiempo, que acostumbraban sembrar, no después,
sino antes de arar el terreno. El arado venía después de la siembra para quitar
los obstáculos de la tierra y enterrar la semilla.
El sentido original de la parábola de Jesús es claro. No obstante las
dificultades del terreno y las malas hierbas que amenazan sofocar la semilla,
la cosecha al final será grandiosa. A pesar del rechazo y la incomprensión que
sufre la palabra y la misión de Jesús, el reino de Dios se hará presente con
una gloria y una fuerza inesperada: “La semilla que cayó en tierra buena, es
como el que oyó la palabra y la entiende; éste da y produce fruto, sea cien,
setenta o treinta” (v. 23). Para la gente que oía a Jesús a la orilla del lago,
la parábola era una advertencia y un llamado, al estilo de los antiguos
profetas. Es inútil que las autoridades judías y los maestros de la ley se
opongan a la misión de Jesús: es imposible frenar la llegada del reino. Para
los lectores cristianos del evangelio de Mateo, la parábola es una exhortación
calurosa a escuchar la palabra de Jesús y ponerla en práctica.
La explicación de la parábola (vv. 18-23) es una especie de homilía, creada
por la comunidad cristiana, que pone el acento, no ya en la acción de Dios que
gratuita y poderosamente anuncia su palabra, sino en la respuesta del hombre
que está llamado a escucharla y acogerla. La explicación se convierte en una
exhortación dirigida a los cristianos para que la aceptación del evangelio no
sea ahogada por las dificultades con las que se van encontrando. El acento no
se pone tanto en el sembrador y en la semilla, sino en el terreno. La parábola
original era un llamado a contemplar con fe la acción poderosa de la Palabra de
Dios, su explicación es una invitación seria al compromiso moral y existencial
que exige la Palabra. El tema central de la explicación es “la escucha” y la
“comprensión” de la Palabra que, en sentido bíblico, supone la atenta
maduración del mensaje evangélico en el corazón y su correspondiente puesta en
práctica en la vida concreta. Los pájaros que se comen la semilla caída al
borde del camino revelan un corazón poseído por el maligno, que
arranca lo que ha sido sembrado. Los terrenos pedregosos con poca profundidad,
en donde solo es posible el nacimiento de un débil retoño que luego es quemado
por el sol, revelan a los inconstantes, los frágiles, los débiles que sucumben
ante la primera prueba. El terreno lleno de espinas y maleza es el
símbolo de los superficiales e inestables, esclavos del bienestar, del orgullo
y del placer.
La imagen de Jesús que, como
sembrador entusiasta y confiado, lanza la semilla de la palabra
del reino, sin preocuparse demasiado de elegir el terreno, nos habla de la
gratuidad del mensaje de Dios destinado a todos los hombres sin distinción. La
misma parábola también nos pone delante del fuerte contraste que se da entre la
siembra generosa de Dios y la mezquina respuesta del corazón humano
representado por los terrenos improductivos. Por encima de todo permanece una
certeza fundamental: la Palabra de Dios es una palabra eficaz que no se detiene
delante del rechazo de los hombres, sino que encuentra acogida en el corazón de
unos pocos, en el corazón de los pobres que la aceptan con alegría y confianza.