DOMINGO XVII
Tiempo Ordinario (Ciclo A)
1Re 3, 5.7-12
Rom 8,28-30
Mt 13,44-52
La liturgia de la palabra de hoy es un canto a la sabiduría como don
de Dios y como exigencia ineludible de la plenitud del hombre. En la tradición
bíblica la sabiduría es un componente esencial de la vida humana. El hombre
sabio es hábil e inteligente, vive enraizado críticamente en la tradición y
abierto a los caminos nuevos de la existencia, sabe lo que tiene que hacer en
cada situación y lo hace, es capaz de orientar toda su vida según valores
auténticos, y en todo juzga y discierne según la justicia y la verdad. Es sabio
el rey Salomón, que pide a Dios elegir el bien y rechazar el mal (primera
lectura); es sabio el hombre que vende el campo por comprar el tesoro
escondido o el comerciante que hace todo por obtener una perla de gran valor;
es sabio también el escriba que se convierte al reino de Dios, encontrando en
Jesús la nueva justicia ya anunciada en los profetas (evangelio).
La primera lectura (1Re 3, 5.7-12) describe una singular aparición
divina, “en sueños durante la noche” (1Re 3,5), a Salomón, recién elegido rey
de Israel. Dios se presenta dispuesto a conceder al rey cualquier cosa que
pida. La respuesta de Salomón es una bellísima oración en la que resalta la conciencia
de responsabilidad que el rey siente frente al destino de la nación y la
aceptación de su incapacidad para llevar a cabo una misión que desborda sus
posibilidades humanas: “Y ahora, Señor, Dios mío, tú me has hecho rey a mí , tu
siervo, como sucesor de mi padre David; pero yo soy muy joven y no sé como
gobernar. Tu siervo está en medio de un pueblo numeroso, que no se puede
contar, y cuya multitud es incalculable” (vv. 7-8). A la confesión inicial
sigue la petición del rey: “Da, pues, a tu siervo un corazón sabio (un leb
shomea, literalmente en hebreo: “un corazón que escuche”) para
gobernar a tu pueblo y poder discernir entre lo bueno y lo malo” (v. 9).
Salomón pide una sola cosa: un corazón que viva a la escucha de los hombres
y de Dios, con apertura y docilidad. Es el primer paso para alcanzar la
sabiduría, es la actitud de quien reconoce que ésta es un don y una conquista
que hay que buscar y recibir. Quien sabe escuchar, en el sentido de acoger, de
comprender, de dejarse guiar, podrá ciertamente discernir con sabiduría, será
capaz de sopesar las diversas opciones y decidir con rectitud y, por tanto,
podrá instruir y orientar a otros. Muy distinta es la actitud del
autosuficiente que presume de competencia y de conocimiento, con arrogancia y
presunción. Este no sabe escuchar, no quiere escuchar, porque cree saberlo todo
y se siente por encima de todos. El sabio es abierto y humilde, escucha y se
deja guiar; el necio es intransigente y altivo, y se cierra a la instrucción y
a la novedad.
La sabiduría, según la fe bíblica, nace de una experiencia espiritual
semejante a la de la profecía: tanto una como la otra tienen su origen en Dios
y exigen la escucha constante y la apertura humilde a los caminos del Señor.
Como Jeremías, que ante la misión profética se siente desbordado y exclama: “no
sé hablar, soy un muchacho” (Jer 1,6), también el sabio, como Salomón ante la
responsabilidad de gobernar a su pueblo, “no sabe”, pero con apertura de
corazón y con docilidad a la verdad llega a obtener la sabiduría, que se resume
en el difícil arte de “poder discernir entre lo bueno y lo malo” (1 Re 3,9).
La segunda lectura (Rom 8, 28-30) evoca el plano salvador de Dios para
toda la historia y para cada hombre en particular: todos estamos llamados a
“reproducir la imagen de su Hijo, primogénito entre muchos hermanos” (v. 29).
Para el cristiano este es el camino y la plenitud de la sabiduría. Cristo es la
sabiduría de Dios. En efecto, como dirá Pablo en otro lugar, “para los que han
sido llamados, sean judíos o griegos, Cristo es fuerza y sabiduría de Dios” (1
Cor 1,24). A quienes Dios ha revelado este proyecto de sabiduría, los ha
predestinado a reproducir la imagen de su Hijo (1 Cor 8,29). A éstos, los ha llamado
(les ha dado la existencia), los ha justificado (les ha concedido vivir
en una relación correcta con él), los ha glorificado (los ha
predestinado a la comunión eterna con él) (Rom 8, 30).
El evangelio (Mt
13,40-52) es la conclusión del gran capítulo sobre las parábolas según
san Mateo, que en esta sección contiene material propio del evangelista que no
encontramos ni en Lucas ni en Marcos. Los tres grandes temas de las parábolas
de hoy se pueden resumir así: (a) El valor inestimable del reino de Dios, que
hay que recibir y acoger, cueste lo que cueste, apenas venga descubierto (las
parábolas del tesoro y la perla); (b) El reino llegará a su etapa final con la
selección y la separación de “buenos y malos” (la parábola de la red); (c) En
un diálogo conclusivo entre Jesús y los discípulos (entre Jesús y los lectores
del evangelio de todos los tiempos) se indica cómo hay que encontrar la
auténtica sabiduría.
En la tradición sapiencial bíblica la imagen del “tesoro” y “la perla
preciosa” designan el valor incomparable de la sabiduría, que “hay que buscar
como dinero y desenterrar como un tesoro” (Prov 2,4); “pues es más rentable que
la plata y más provechosa que el oro” (Prov 3,14). La misma sabiduría dice:
“Riqueza y honor me acompañan, bienes duraderos y justicia. Mi fruto es mejor
que el oro puro, mis productos mejor que la plata elegida. Camino por sendas de
justicia, por senderos de derecho, para ofrecer bienes a los que me aman, para
aumentar sus tesoros” (Prov 8,18-21) (Cf. Sab 7,9; Job 28, 15-18). El reino de Dios es la verdadera sabiduría. Para Jesús el hombre sabio es
el que ha encontrado el reino y lo acoge como el valor fundamental e
indispensable, ante el cual no antepone nada y frente al cual somete todo lo
demás. Es sabio quien acoge en su vida el reino, es decir, el proyecto y los
caminos de Dios; es sabio quien sabe decidir libremente según la escala de
valores del evangelio.
El “tesoro” y
“la perla” (Mt 13,44-45) evocan realidades de un valor
incalculable, ante las cuales se debe sacrificar todo sin perder tiempo y
actuando con gran habilidad. La opción por el “tesoro” del reino de Dios exige
la misma inteligencia y la misma decisión. Es
sabio el pobre jornalero que encuentra un tesoro escondido en el campo y vende
todo por comprar aquel campo (Mt 13,44); es sabio el rico traficante de piedras
preciosas que ha intuido con su habilidad que en la perla del bazar hay un
valor inestimable, y vende todo por comprarla (Mt 13,45). El punto fundamental
de las dos parábolas no es tanto el descubrimiento del tesoro y la búsqueda de
la piedra preciosa, sino la decisión que toman los dos protagonistas de vender
todo lo que tienen por comprar lo que han descubierto o
encontrado, experimentando un profundo gozo (v. 44). Esta
sabiduría es la que exige Jesús en el evangelio: subordinar todo al nuevo
tesoro descubierto, sabiendo que ningún otro bien puede llenar el corazón del
hombre y que todo es superfluo cuando se llega a poseer aquel “tesoro”.
Las lecturas bíblicas de hoy son una propuesta de sabiduría, que
supone el corazón y la inteligencia, la elección de una escala de valores y el
compromiso por una formación humana integral. Más
allá de la esfera moral, la sabiduría bíblica comprende casi todos los sectores
del
saber: el sabio es un hombre práctico y hábil, alguien que
penetra con agudeza y sabe discernir en el campo social y político, una persona
que ha superado la superficialidad y el oscurantismo. Figura emblemática del sabio es el rey Salomón, “a quien todo mundo quería ver, para escuchar la
sabiduría que Dios le había concedido” (1 Re 10,24). La cultura, el arte, las
ciencias son también reflejo del esplendor de la sabiduría divina. La difusión
y el interés por las realidades culturales y científicas pertenecen también a
esa actitud espiritual que la Biblia llama “la sabiduría”, con la cual el
hombre glorifica a su Creador y colabora con él en su proyecto cósmico de
salvación.
Pero la plenitud de la sabiduría sólo se alcanza acogiendo el reino
de Dios anunciado por Jesús. Es sabio el hombre que ha enraizado su vida en los
valores genuinos del reino de Dios y del evangelio y ha alcanzado la plenitud
de la gracia y del conocimiento. Acoger el reino de Dios compromete toda la existencia, hasta el final, en el instante en que justos e
injustos serán finalmente separados por el juicio divino y no según esquemas
humanos (Mt 13,47-52: parábola de la red y la pesca). Es un compromiso
que exige al discípulo cristiano un continuo ejercicio de sabiduría
(inteligencia y corazón) a través de decisiones libres y maduras que lleven a
acoger siempre y en todo lugar la voluntad de Dios. La incapacidad de juicio y
de decisiones radicales y justas arrastran al hombre hacia pseudo valores que
lo arrojan en el vacío, la tristeza y el sin sentido de la vida. Para Jesús el
modelo de sabio para el discípulo cristiano es el “escriba” o “maestro de la
ley” que se convierte al Reino, armonizando sabiamente la novedad mesiánica,
revelada y realizada por Jesús, con las antiguas promesas bíblicas. “Es como un
padre de familia que saca de su tesoro cosas nuevas y viejas” (Mt 13,52), es
decir, alguien que se compromete a realizar todo un trabajo de síntesis de
valores en su vida, abierto y dócil a los caminos de Dios, sabiendo elegir su
voluntad y decidiéndose sin titubear.