(Tiempo ordinario – Ciclo B)
Dt 5,12-15
2 Cor 4,6-11
Mc 2,23 – 3,6
Las lecturas bíblicas de este domingo presentan a Jesús como maestro de libertad y auténtico intérprete de las escrituras y tradiciones de Israel. Delante de la religiosidad legalista y ritual de los fariseos, Jesús proclama como valor supremo de la experiencia espiritual el bien del hombre. En las dos escenas del evangelio de hoy restituye al sábado su valor auténtico y original, como día de gozo y de libertad, como tiempo de reposo y de comunión con Dios y con los demás. La gozosa libertad con que Jesús y los discípulos viven el día sagrado del sábado enseña que es más importante acudir en ayuda del hombre necesitado que cumplir un precepto religioso. Jesús coloca en el centro del sábado, no las prescripciones rituales, sino al hombre que a través de este día santo tiene la oportunidad de reencontrarse consigo mismo y con Dios.
La primera lectura (Dt 5,12-15) está tomada de la redacción deuteronomista del texto del Decálogo y se refiere al mandamiento que ordena el reposo sabático. Dios separa los días del hombre en dos partes: seis días para el trabajo y un día para el gozo y el descanso. La santificación del sábado consiste en hacerlo diverso de los otros días de la semana. En este día el israelita “sacrifica” la obra de sus manos, y de esta forma recibe, en el acto mismo de la renuncia, la plenitud de vida que viene de Yahvé. Dios no exige a Israel, para la santificación del sábado, ninguna obra concreta. Le pide la renuncia a toda obra, fruto de su esfuerzo, para ir más allá de las propias obras. En cierto modo con el descanso sabático el israelita rechaza cualquier tipo de idolatría, que no es otra cosa sino querer producir la salvación con las propias manos, y al mismo tiempo proclama que la vida plena viene sólo del Señor. El sábado es un tiempo en el que el hombre, a través del “no hacer”, se coloca en un ámbito de gratuidad absoluta para entrar en comunión con el Dios que está más allá de toda obra y de toda creatura.
Es además un día “simbólico”, una especie de recuerdo semanal, en el que a través del “no hacer” el pueblo de Dios revive la experiencia gozosa de la liberación de la esclavitud. Cada generación, guardando el reposo sabático, asume libremente el acto salvador de Dios en el pasado. Por eso en este día el hombre goza el don de Dios liberando de la esclavitud a todos los que viven con él: hijos, esclavos, animales, extranjeros, etc. “Acuérdate de que tú también fuiste esclavo en el país de Egipto y el Señor tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y brazo extendido. Por eso el Señor tu Dios te manda observar el sábado” (Dt 5,15). El día sábado el israelita dona a los otros lo que gratuitamente ha recibido de Dios: la liberación y la vida. Ese día todos los hombres son iguales, llamados a gozar del perdón y de la salud, de la libertad y del gozo, del bienestar y la paz. Este es el auténtico sentido del “shabbat” bíblico. Es un tiempo en el que todo hombre, sometido a cualquier tipo de esclavitud, está llamado a vivir y gozar del único don que da la vida a todos: la salvación de Dios.
La segunda lectura (2 Cor 4,6-11) presenta el misterio de vida y de muerte que está presente en la existencia y la misión del apóstol. La fe que vive y anuncia el evangelizador es semejante a la luz, la primera obra de la creación de Dios (Gen 1,3). Con la luz de la fe en Cristo, que Dios hace brillar en el corazón del creyente inicia la nueva y definitiva creación. Dios “ha encendido esa luz en nuestros corazones, para hacer brillar el conocimiento de la gloria de Dios, que se refleja en Cristo (v. 6). El apóstol está llamado a proclamar esta fe, a través de su misión evangelizadora, marcado por la cruz y la resurrección de Cristo, viviendo contemporáneamente la humillación y la gloria del Señor. La imagen que utiliza Pablo para expresar este misterio del apóstol es muy sugestiva: “llevamos este tesoro en vasos de barro” (v. 7). El apóstol es un hombre, frágil y limitado, que sufre sus propias debilidades e inseguridades y que tantas veces toca el límite del fracaso y de la muerte. Sin embargo lleva dentro de sí un misterio de vida y de plenitud, llevando a todas partes el admirable tesoro de la Pascua de Cristo que le ha marcado para siempre. Este hombre, que sufre los límites de la precariedad humana y corre continuamente el riesgo de caer en tierra abatido y derrotado, es santuario de la presencia del Cristo que salva a través del sufrimiento y de la muerte. Pablo lo afirma convencido: “Por todas partes llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo” (v. 10). El sufrimiento del apóstol, sus aparentes fracasos, e incluso su muerte física, generan una vida que no se acaba, para sí mismo y para los demás. Con razón Pablo puede decir a los corintios: “En nosotros actúa la muerte y en ustedes, en cambio, la vida” (v. 12).
El evangelio (Mc 2,23 – 3,6) de hoy es una narración compuesta de dos escenas: la primera se desarrolla en medio del campo sembrado de espigas, el espacio del trabajo y la fatiga humana; la otra, en la sinagoga, el espacio sagrado reservado para el culto y en donde se conservan celosamente las tradiciones religiosas. En ambos casos Jesús enfrenta al fariseísmo legalista de la época devolviéndole al “shabbat” bíblico su sentido originario, como día de libertad y de gozo al servicio del hombre. Algunas corrientes religiosas del tiempo de Jesús habían convertido el sábado en un tiempo de esclavitud y de observancia ritual opresora del hombre, desligado de la vida cotidiana del pueblo. Algunos escritos judíos habían hecho una lista de casi 40 prohibiciones en relación al sábado (no se podía encender fuego, no se podía preparar alimento, había que ayunar, se podía caminar sólo cierta distancia, etc.). Jesús, en línea con la antigua predicación profética que proclamaba la unidad inseparable entre culto y vida, restituye al culto sabático su verdadero valor. Para Jesús, es un tiempo de salvación en el que se pone en evidencia con mayor fuerza el poder liberador de Dios, y en el que el hombre liberado por Dios manifiesta su propia fe en el amor.
En la primera escena (en medio de los sembrados) los discípulos de Jesús que arrancan espigas para comer, son acusados por los fariseos de violar el descanso sabático (Mc 2, 23-27). Jesús, como verdadero intérprete de las Escrituras de Israel, se sirve de una escena de la vida de David para justificar la conducta de los suyos. Jesús da al sábado el verdadero sentido con ayuda de la Biblia. El lee la Escritura para iluminar la vida, descubriendo su sentido más profundo y en clave liberadora. En el caso de David se demostró que la necesidad humana era más importante que la ley sagrada de los panes consagrados reservados a los sacerdotes (1 Sam 21,2-7); ahora también vale el mismo principio: el hambre, la necesidad de los discípulos, es más importante que cualquier ley religiosa. Para Jesús, el hombre hambriento no puede ser desatendido e ignorado, sino ayudado oportunamente, y con más razón el día del “shabbat” en el que se celebraba la liberación de la esclavitud: “el sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (v. 27). Jesús es “el hijo del Hombre” que rescata al hombre del legalismo y lo coloca, como en el plan original de la creación, en el centro del proyecto salvífico de Dios. Jesús es el hombre que revela la verdad más profunda del hombre. El va más allá de los esquemas legalistas del judaísmo de la época, demostrando que “el Hijo del hombre también es señor del sábado” (v. 27).
En la segunda escena (en la sinagoga) Jesús sana a un hombre que tiene la mano atrofiada (3,1-6). Jesús hace una pregunta incisiva: “¿Qué está permitido en sábado: hacer el bien o hacer el mal; salvar una vida o destruirla?” (v. 4). Sus palabras recuerdan la decisión ética fundamental de la ley: “hoy pongo ante ti la vida y el bien, la muerte y el mal... elige la vida y vivirán tú y tus descendientes” (Dt 30,15.19). Estas palabras de la ley se concretan claramente en la ayuda al prójimo necesitado: una acción que supera cualquier ley o institución religiosa, y más aún, que es superior a la interpretación legalista e inhumana que hacían los fariseos del día sábado. Para Jesús, el hombre enfermo debe encontrar la salud y la consolación, sobre todo el día sábado en que se recuerdan los grandes beneficios recibidos de Dios. Los fariseos sacrifican el hombre a la institución; Jesús coloca a la persona humana en el centro y proclama con su conducta que la institución debe estar siempre al servicio del hombre. Los enemigos de Jesús, que lo están acechando para tener un motivo de qué acusarlo, reaccionan con un silencio de obstinación. Marcos le llama “dureza de corazón” (que traduce aquí la expresión griega: pôrôsis tēs kardías; que en otros textos el mismo evangelista llama también: sklērokardía: Mc 10,15; 16,14). Es la obstinación del hombre que se cierra consciente y orgullosamente a Dios y al bien, incapaz de escuchar y abrirse a la novedad de la salvación. Pablo habla de la pôrôsis, “endurecimiento”, de una parte de Israel (Rom 11,25), y la carta a los efesios se refiere a la pôrôsis, “endurecimiento, terquedad”, de los que “viven sumergidos en las tinieblas y excluidos de la vida de Dios” (Ef 4,18). La dureza de corazón provoca la ira de Jesús (el texto griego usa el término orgē, con el cual se designa en el nuevo testamento “la ira divina) (v. 5). Dios no tolera tal actitud. Como dice Pablo: “la ira de Dios se manifiesta desde el cielo contra todo tipo de impiedad e injusticia de aquellos hombres que obstaculizan injustamente la verdad” (Rom 1, 18). En el evangelio de hoy la dureza de corazón de fariseos y herodianos desemboca en la decisión de dar muerte a Jesús.
Los textos de este domingo son un llamado a la auténtica experiencia religiosa, que vive la comunión con Dios en el gozo y la libertad y coloca el bien del hombre como norma suprema de conducta. La actitud de Jesús con relación al sábado judío nos debe llevar a reconsiderar nuestra liturgia dominical del día del Señor, liberándola de la simple etiqueta de precepto u obligación legal. El domingo, día del encuentro con Dios y con los hermanos, debería iluminar toda la semana y toda nuestra conducta, sin quedar aislado en una serie de ritos y actos sagrados exteriores. El domingo, nuestro “shabbat” cristiano, es el día del éxodo semanal, cuando pasamos con Cristo de la muerte a la vida, haciendo que periódicamente renazca con fuerza el amor a Dios y a los hermanos al contacto con la Palabra y los sacramentos.