(Tiempo ordinario - Ciclo A)
Ezequiel
33,7-9
Romanos 13,8-10
Mateo 18,15-20
La Eucaristía es la fuente primordial del amor y del perdón que nos congrega para festejar la presencia eficaz y misteriosa de Jesús en medio de la comunidad (evangelio). Es además el momento privilegiado para escuchar la Palabra de Dios que ofrece y dona la vida (primera lectura) y que se presenta como ley divina que revela el derecho del otro y ayuda a superar el egocentrismo (segunda lectura). El tema central de las lecturas bíblicas de este domingo es el de la caridad fraterna que se expresa en la preocupación por el bien y la salvación del hermano, a imagen de Jesús que “ha venido a buscar lo que estaba perdido”.
En
la primera lectura (Ez 33,7-9)
Dios se dirige al profeta con la expresión “hijo de hombre” (ben adam).
Ezequiel, el profeta que fue testigo de la destrucción de Jerusalén y vivió con
su pueblo la disolución del estado y la amargura del exilio, es llamado así en
su libro 93 veces (Ez 2,1.3.6.8.; 3,1.3.4.10.17.25; etc.). El título ben
adam es una forma enfática o solemne de decir “hombre”. El profeta es un
hombre como todos, pero al mismo tiempo llamado por Dios a anunciar su palabra
a los demás. Como auténtico “hijo de hombre” vive asido de la mano del Señor
que lo ha llamado y que le sugiere a cada momento la palabra que debe
proclamar. El profeta, como verdadero “hijo de hombre”, es consciente de que
sólo Yahvéh es el Señor de la historia, y su misión consiste precisamente en
proclamar a otros el sentido más profundo de esta historia, sentido que se le
revela en la palabra que recibe de parte de Dios.
El
profeta, auténtico “hijo de hombre”, ha sido constituido además “centinela para
la casa de Israel”. La iniciativa ha nacido de Dios, que es “el guardián de
Israel”, un guardián o centinela que no duerme ni reposa, como dice el Salmo
121, el único capaz de amar continuamente y sin interrupciones a su pueblo. El
profeta, por tanto, constituido centinela para su pueblo, está llamado a hacer
presente la presencia salvadora de Dios, “guardián de Israel” a través de la
palabra profética que es palabra de Dios, pero que llega al pueblo a través del
lenguaje del hombre: “cuando escuches la palabra de mi boca, se las comunicarás
de mi parte” (Ez 33,7). El profeta proclama la palabra que antes ha escuchado.
Su misión inicia con la escucha de la palabra. Sólo entonces comunica la
palabra a otros como don y servicio, como llamada y anuncio liberador. El
profeta escucha para comunicar y comunica porque antes ha escuchado.
En
el envío profético y en la acogida del mensaje, que muchas veces se presenta
como amonestación, como advertencia o aviso para los otros, se decide el
destino del profeta y el de aquel a quien es enviado el profeta. La escucha y
el mensaje tienen que ver con la vida: “Si adviertes al malvado que se
convierta de su conducta, y él no se convierte, morirá él debido a su culpa,
mientras que tú habrás salvado tu vida” (Ez 33,9). La salvación del profeta
está en ser fiel mensajero del Dios que busca salvar, la salvación de sus oyentes
se encuentra en la escucha y la obediencia dócil a la palabra profética. El
profeta no salva a sus destinatarios. Acogiendo la Palabra en el corazón y
poniéndola en práctica, cada uno debe tomar el camino de la vida por sí mismo.
La vida se encuentra en la aceptación de la Palabra y en la conversión
constante a ella. Cada uno decide.
El
profeta es fiel proclamando la palabra y amonestando en nombre de Dios, sus
oyentes son fieles a la palabra escuchándola y cambiando de vida. Cuando el
Señor dice al profeta: “Yo te pediré a ti cuentas de su sangre” (Ez 33,8), lo
está constituyendo “centinela” de su pueblo. El profeta, como centinela, no cede al sueño ni al cansancio. Es el
vigía incansable que vela por el bien y la vida de los otros. El centinela es
por definición uno que no se puede relajar, que no debe descansar indiferente,
ni dejarse alcanzar jamás por la irresponsabilidad o la flojera, porque a él se
le ha confiado la vida de los demás. La comunidad de Dios, “la casa de Israel”,
es imaginada como una ciudad compacta, donde la actitud comprometida y
vigilante del profeta-centinela permite a los demás dormir tranquilos, porque
él hace la ronda en obediencia a Dios que le ha confiado la misión y de la cual
se le pedirá cuentas.
La segunda
lectura (Rm 13,8-10) presenta
en el v. 8 (al inicio) y en el v. 10 (al final) la síntesis de todo el mensaje
del texto: “El que ama al prójimo, ha cumplido ya toda la ley” (v.8), “cumplir
perfectamente la ley consiste en amar” (v.10). Es interesante notar la
repetición de términos en forma alterna: “amar - cumplir la ley -
cumplir la ley - amar”. Una forma de redacción que en exégesis
bíblica recibe el nombre de “quiasmo”. Esta forma particular de repetición en
orden inverso quiere acentuar el mensaje que se quiere transmitir: quien ama
verdaderamente no tiene necesidad de ninguna ley porque la ha cumplido en
plenitud, la ley debe estar al servicio del amor e inspirada por el amor.
El texto probablemente se refiere a la ley en general y no sólo a la ley mosaica. Para Pablo la ley, –toda ley–, es el lugar de relación con el “otro”, –con el prójimo–, es relación con el derecho del otro. La ley auténtica abre un espacio en donde cada uno es forzado a salir del propio egoísmo para adquirir la actitud que caracteriza al hombre maduro: la donación y la entrega a los demás. El texto de Romanos 13 evoca algunos mandamientos de la Ley de Moisés como paradigma de toda ley, aunque solo enumera los mandamientos que tienen que ver con la relación con el prójimo. Pablo intenta mostrar cómo la ley debe estar al servicio de la vida. Un poco como el profeta en la primera lectura. De hecho, la ley y la profecía eran los caminos normales por los que llegaba al israelita la palabra de Dios.
El evangelio (Mt 18,15-20)
pertenece al cuarto discurso del libro de Mateo (c. 18) dedicado enteramente a
las relaciones comunitarias en la Iglesia. Es una especie de “regla de la
comunidad” pensada como precioso instrumento pastoral para iluminar el gobierno
y la organización de la iglesia. Es discutido entre los exegetas si el
argumento del texto de hoy es la reconciliación con el hermano después de una
ofensa recibida o, más en general, la corrección fraterna a un hermano que ha
pecado. Todo depende de la traducción que se elija para el v. 15, el cual aparece
en algunos códices griegos antiguos ya sea con un texto largo (“si tu hermano
peca contra ti”) o en los importantes códices Sinaítico y Vaticano con un texto
corto (“si tu hermano peca”).
Más allá de ese
problema técnico de crítica textual, del cual se ocupan los exegetas bíblicos,
lo cierto es que nos encontramos delante de un texto que invita a cada uno de
los miembros de la comunidad a restablecer, cueste lo que cueste, la unidad y
la concordia fraterna entre los hermanos. El tema de la corrección fraterna
es clásico en la tradición cristiana, pero sabemos que su ejercicio llega a ser
un arte y supone humildad recíproca, amor auténtico, delicadeza y sensibilidad
interior. Aquella misma responsabilidad que hemos descubierto en el profeta (primera
lectura), llamado a velar por toda la “casa de Israel” anunciándole la
Palabra de parte de Dios, ahora compromete a toda la comunidad cristiana y a
cada uno de sus miembros, llamados a preocuparse por los demás y a esforzarse
misericordiosamente por recobrar a los hermanos que han pecado.
El procedimiento
que se describe en Mt 18,15-17 no es propiamente un proceso disciplinar, por lo
que no se debe interpretar en clave jurídica. Para Mateo la Iglesia es una
comunidad mixta, en donde coexisten “buenos y malos” (Mt 5,45); un juicio de
separación antes del final no es competencia de la comunidad eclesial, sería
contradecir la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13,24-30). Las dos personas,
de las que habla el v. 16, no tienen propiamente el papel de testigos en un
proceso judicial; el recurso a la asamblea que se propone como tercera
instancia (v. 17) no es un tribunal que examina o juzga; ni tampoco la fórmula
“considéralo como un publicano” debe ser interpretada como una sentencia de
“excomunión”, ya que no emana de la comunidad. Más bien el texto es una
invitación a buscar, a toda costa, la unidad y el acuerdo con el hermano,
agotando todas las posibilidades de diálogo y de aclaración antes de una
separación definitiva. Ante un pecado o una mala acción del hermano, el
evangelio propone utilizar la palabra sincera y caritativa. Una palabra
dialogante y misericordiosa que “busca salvar a tu hermano” (v. 15).
En la sociedad se intenta restablecer la justicia a través de un juicio que establece la condena del culpable después del veredicto de un juez. Es un sistema jurídico que castiga el mal eliminando al culpable y provocando “miedo”, un miedo que luego hará que el hombre se comporte bien. Se combate la fuerza por medio de la fuerza. El evangelio propone otro camino: entrar en diálogo con el hermano e intentar convencerlo de su mal para que cambie. El procedimiento no es de tipo jurídico, sino una verdadera “mediación” de amor que desea tocar al hombre para que libremente opte por el bien. Lo que Dios quiere no es la muerte del pecador sino que se convierta y viva. Se busca por todos los medios salvar al “otro”, no condenarlo. Este estilo de diálogo fraterno corresponde a la voluntad del Padre del cielo que se preocupa por buscar y recuperar a los hermanos más pequeños (Mt 18,14). Sólo si este intento misericordioso y perseverante de acción pastoral llegara a fracasar, al hermano se le coloca en la categoría de los paganos o publicanos, que no comparten el estilo de vida de los discípulos, pero que son siempre objeto del amor misericordioso de Dios.
En esta óptica
pastoral, más que jurídico-disciplinar, también las palabras sobre la autoridad
asumen una tonalidad religiosa más amplia (vv. 18-20). La expresión
“atar-desatar” (v. 18) no puede limitarse sólo a la interpretación de la
voluntad de Dios con autoridad, como en el caso de Pedro (Mt 16,19), ni tampoco
se puede reducir al ámbito disciplinar de la excomunión. Más bien hay que ver
en estas palabras una sanción definitiva en relación con la decisión que se ha
tomado sobre el hermano irrecuperable, después de haber agotado todos los
medios por salvarlo.
Las palabras de
Jesús se dirigen a todos los discípulos llamados a practicar la norma del
diálogo pastoral y llevarlo hasta las últimas consecuencias, agotando todas las
posibilidades con tal de salvar al hermano. Este tipo de conducta se apoya en
la misma autoridad de Dios: “lo que atéis en la tierra quedará atado en el
cielo; y lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo” (v. 18).
Esta interpretación del principio de autoridad se confirma con la promesa que
viene a continuación. A dos hermanos que se ponen de acuerdo “en la tierra” se
les promete que sus oraciones serán escuchadas “en el cielo” (v. 19). La
concordia, la unidad, la comunión entre los hermanos, da eficacia a su oración.
Y todo porque “donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en
medio de ellos” (v. 20). La presencia de Jesús, Hijo de Dios y Señor, es la
razón profunda del estar juntos en la comunidad superando las divisiones y las
separaciones que brotan del pecado y del miedo. Una comunidad reconciliada y
orante es el lugar definitivo de la presencia de Dios.