(Tiempo ordinario – Ciclo A)
Eclesiástico 27,30-28,9
Romanos 14,7-9
Mateo 18,21-35
El
tema dominante de las lecturas de este domingo se reconoce fácilmente: el
perdón recíproco. La vida humana inevitablemente está marcada por los fallos y
los errores humanos. Y para no vernos continuamente aplastados por su peso
necesitamos perdonarnos unos a otros, es decir, romper decididamente para
siempre con la lógica de la venganza, la cadena del odio, la prisión del rencor
y de la ira. Pero siendo el perdón un rasgo fundamental del actuar divino,
también posee una dimensión teológica y moral de primera importancia para la
vida cristiana. Hoy las lecturas bíblicas nos invitan a volver a encontrar el
valor de la magnanimidad y del amor, del perdón gozoso, ilimitado, generoso.
Esta es la norma del comportamiento de Dios y esta debe ser también la norma
del comportamiento del creyente.
La primera
lectura (Eclo 27,30-28,7), tomada
del libro del Eclesiástico, escrito al inicio del siglo II a.C., insiste en el
daño que produce la venganza y el rencor y en el valor teológico del perdón y
la piedad. En estilo sapiencial el texto hace confluir en la experiencia
religiosa exigencias vitales concretas e inmediatas. Se afirma que “el rencor y
la ira son despreciables” (Eclo 27,30), pero sobre todo se dice que “del
vengativo se vengará el Señor y de sus pecados llevará cuenta exacta” (Eclo
28,1). El perdón, por tanto, no es sólo un valor importante para una
convivencia humana sana y llevadera, sino una exigencia fundamental en el
ámbito religioso.
El
rencor y la venganza hacia el hermano impiden el trato con Dios y nos alejan de
sus caminos. Para el sabio se trata de pecados gravísimos que Dios no olvida y
de los cuales “lleva cuenta exacta”. La única forma de salir de ese círculo
mortal de la venganza y del rencor y restablecer la relación justa con Dios es
perdonando sinceramente al otro: “Perdona a tu prójimo la ofensa, y cuando
reces serán perdonados tus pecados. El que alimenta rencor contra otro, ¿cómo
puede pedir que el Señor lo sane? Si un hombre no se compadece de su semejante,
¿cómo se atreve a suplicar por sus culpas?” (Eclo 28,2-4). El sabio, consciente
de la finitud de la vida y de lo efímero de la existencia humana (vv. 5-6),
insiste una y otra vez: “Acuérdate de tu fin y deja de odiar” (v. 5), “no
guardes rencor a tu prójimo” (v. 6). El mismo Señor que ha hecho alianza con
Israel y ha perdonado continuamente sus culpas es modelo e inspiración para el
perdón recíproco. Por eso el sabio termina su exhortación –como la había
iniciado– en clave religiosa: “Acuérdate de la alianza del Altísimo y pasa por
alto las ofensas” (v. 7).
La segunda lectura (Rom 14,7-9) nos ofrece una clave para comprender el sentido del perdón cristiano. A la raíz de nuestra actitud de amor y de misericordia hacia los demás hay una verdad fundamental: “Ninguno de nosotros vive para sí mismo ni muere para sí mismo; si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor... Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos”. Pablo toca un tema que le apasiona y que desarrolla en otras de sus cartas: la pertenencia del creyente a Cristo en el arco de toda su existencia. El cristiano, tanto en la vida como en la muerte, pertenece al Señor resucitado que ha vencido la muerte y nos ha dado la vida. Vive en comunión con él y con la fuerza de vida que brota de la Pascua y nos conduce a Dios. Por eso Pablo podía afirmar: “Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).
El evangelio (Mt
18,21-35) desarrolla el valor teológico del perdón que
encontrábamos ya en la reflexión sapiencial del libro del Eclesiástico en la
primera lectura. La parábola del rey piadoso y del siervo despiadado pertenece
al capítulo 18 de Mateo, dedicado a las relaciones al interior de la comunidad
cristiana. El domingo pasado el evangelio insistía en el valor y el modo de
realizar la corrección fraterna. Este domingo todo está centrado en el valor
del perdón ilimitado según el ejemplo y el estilo de Dios tal como se ha
revelado y realizado en Jesús.
La
pregunta inicial de Pedro y la respuesta de Jesús nos permiten captar desde el
inicio la clave de lectura de este aspecto fundamental de la moral cristiana.
Pedro le pregunta a Jesús: “Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi
hermano cuando me ofende. ¿Siete veces?” (v. 21). Pedro piensa que ya ha ido
demasiado lejos hablando de perdonar siete veces. Y en realidad tenía razón.
Perdonar al hermano “siete veces” era ya una medida que superaba la que estaba
prevista por la praxis de los maestros judíos. Pero Jesús no tolera precisiones
legalistas en este aspecto y propone un perdón fraterno sin medida de ningún
tipo: “setenta veces siete”. La expresión alude al canto de la violencia de
Lámec, que establece la ley de la represalia ilimitada: “Si a Caín se le venga
siete veces, a Lámec, setenta y siete” (Gen 4,24).
A la lógica de la venganza el evangelio contrapone la del perdón sin límites, la única que puede desactivar el mecanismo que genera una y otra vez el odio y la división entre los hermanos. Jesús pasa de una concepción cuantitativa (¿cuántas veces?) a una visión cualitativa del perdón (sin límites, a imagen de Dios). El cristiano no lleva cuenta de las veces que perdona, sino que habiendo hecho experiencia personal del perdón divino y de la salvación de Cristo, está siempre dispuesto a actuar con misericordia y a perdonar de corazón. El cristiano vive a imagen de Dios, que es “clemente y compasivo, paciente y lleno de amor; no está siempre acusando ni guarda rencor eternamente; no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga de acuerdo a nuestras culpas” (Salmo responsorial: Sal 103,8-9).
La
parábola del rey compasivo y del siervo despiadado ilustra muy bien el paso de
una concepción cuantitativa a otra cualitativa del perdón. Toda la narración
está construida sobre la base de un contraste. Se trata de la oposición entre
dos comportamientos: la deuda del primer siervo es inmensa (diez mil talentos),
y sin embargo al rey le basta un gesto de buena voluntad y el perdón es
inmediato; el siervo tiene un compañero que le debe una cantidad mínima (cien
denarios), y sin embargo se muestra implacable e intolerable con su semejante.
El primer siervo ha hecho experiencia de la magnanimidad y la misericordia de
su señor y luego no es capaz de hacer lo mismo con su compañero. La enseñanza
de la parábola es clara: Dios, en su infinita bondad, supera las expectativas
del hombre perdonándole todo; el hombre se revela mezquino y despiadado en
relación con sus semejantes incluso por una minucia o una pequeña ofensa.
Toda la parábola gira en torno al verbo griego elléin (“tener piedad”). La inmensa deuda del primer siervo, prácticamente imposible de pagar, fue perdonada por el rey que tuvo piedad de él. El único motivo por el que fue condonada totalmente su deuda fue el impulso espontáneo de amor compasivo de su señor. Al final de la parábola este es también el motivo de la condena del siervo que no supo actuar con la misma actitud espiritual y cambiar así el tipo de relación con el compañero que le debía los cien denarios: “Siervo miserable, yo te perdoné toda aquella deuda, porque me lo suplicaste. ¿No debías haber tenido piedad de tu compañero como yo tuve piedad de ti? Entonces su señor, muy enojado, lo entregó para que lo castigaran hasta que pagara toda la deuda” (vv. 33-34).
La parábola invita ciertamente a traducir en
obras concretas el perdón que hemos recibido de parte de Dios: un perdón que
debe madurar desde el corazón, desde el interior de la persona transformada por
el perdón salvador de Dios. Pero el evangelista en la aplicación práctica de la
parábola acentúa también el juicio último de condenación que le espera a quien
no ha puesto en práctica la misericordia en la forma concreta del perdón fraterno:
“Lo mismo hará con ustedes mi Padre celestial si no se perdonan de corazón unos
a otros” (v. 35). En el perdón ofrecido o negado cada uno se juega su destino
definitivo.
La palabra de Dios hoy nos invita a un perdón que supera las leyes de la justicia rígida, de los intereses y del rigor inflexible. No hay límites para el perdón cuando se juzga con piedad y con amor al otro. Quien ha experimentado el perdón del Señor se vuelve compasivo y misericordioso hacia los demás. El modelo es Jesús que acoge y perdona gratuitamente y sin límites a los pecadores. |