(Tiempo Ordinario – Ciclo A)

 

 

 

Is 55, 6-9

Fil 1,20-27

Mt 20,1-16

 

“¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios y qué inescrutables sus caminos!” (Rom 11,33). Esta exclamación de Pablo resume muy bien el mensaje de los textos bíblicos de este domingo. Dios tiene una sabiduría, es decir, un estilo de actuar en la historia, que sobrepasa los cálculos y las expectativas humanas. Sus designios y sus caminos rompen los esquemas de la justicia humana y resultan misteriosos para la lógica del mundo. El modo de actuar del dueño de la viña es el de Dios, que no se fundamenta en primer lugar en el mérito o en la justicia estricta, sino más bien en el amor gratuito (evangelio). Las acciones del Señor son novedosas y sorprendentes y llevan siempre el sello de su fidelidad y de su misericordia (primera lectura).

 

La primera lectura (Is 55,6-9) constituye una especie de epílogo a todo el libro del llamado segundo Isaías (Is 40-55), el profeta anónimo que durante el tiempo del exilio animó la esperanza del pueblo y anunció el feliz retorno a la tierra. En los capítulos 40-48 anuncia a los desterrados la liberación del dominio de Babilonia, mientras que en los capítulos 49-55 parece dirigirse al segundo grupo de los que regresan a la patria y emprenden la reconstrucción del país.

El profeta se dirige al pueblo invitándolo a corresponder a la acción divina: “Buscad al Señor, mientras se deja encontrar, llamadle mientras está cercano” (Is 55,6). Dios promete una nueva época histórica para el pueblo y le ofrece gratuitamente la salvación; el pueblo, por su parte, debe corresponder abriéndose confiadamente a él. Los verbos “buscar” (hebreo: darash) y “llamar-invocar” (hebreo: qara'), cuando se refieren a Dios, se utilizan para designar acciones cultuales. El piadoso israelita iba al santuario, para “buscar” al Señor e “invocar” su nombre. El profeta aquí extiende el uso de estos verbos a la vida entera: el verdadero culto es abrirse con confianza a la acción de Dios, abandonar el mal y seguir sus caminos: “Que el malvado abandone su camino y el criminal sus planes; el Señor tendrá compasión de él si se convierte, si regresa a nuestro Dios que es rico en perdón” (Is 55, 7).

El pueblo está en vísperas de ponerse en camino, a punto de realizar un desplazamiento geográfico. Pero el camino de regreso pasa por Dios, abandonando el extravío del pecado. Por el pecado fueron desterrados a Babilonia, por la conversión volverán a la patria: así el pueblo responderá a la acción histórica de Dios, en plenitud, fuera y dentro.

El anuncio profético, sin embargo, es tan novedoso y radical que se hace poco creíble. El pueblo está tan hundido en la miseria y la desesperanza que parece resistirse a aceptar el mensaje. Por eso el profeta habla de la grandeza de Dios, como Creador y Señor de la historia, señalando los horizontes sin límites de sus planes y de sus caminos, incomparablemente más grandes que todo aquello que el hombre pueda imaginar. Así trata de infundir confianza en sus oyentes. El hombre debe fiarse de los caminos de Dios, aun cuando no los comprenda totalmente. Fiarse de Dios supone el riesgo y la espera, la oscuridad y la paciencia. Dios es capaz de realizar cosas radicalmente nuevas e inmensamente grandes: “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos. Oráculo del Señor” (v. 8).

La superioridad de Dios respecto a los esquemas humanos es descrita según el tradicional modelo vertical (cielo-tierra): “Como aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros” (v. 9). Lo que Dios ha prometido por boca del profeta se cumplirá. Dios realizará sus proyectos en favor del pueblo, pero no necesariamente como la gente lo esperaba. Dios tiene otro estilo y otro modo de planear y realizar sus acciones: “¿con quién se aconsejó para entenderlo, para que le enseñara el camino exacto, para que le enseñara el saber y le sugiriese el método inteligente?” (Is 40,14-15). El hombre tiene que superar su perspectiva, su pequeño horizonte a ras de tierra, para entrar en el horizonte de Dios y comprender el acierto de sus caminos (cf. Sal 73).

 

La segunda lectura (Fil 1,20-27) es el inicio de la carta de Pablo a los Filipenses, que será proclamada en los próximos domingos. Es la carta más familiar y confidencial del Apóstol, en tono de gratitud y de preocupación por aquella iglesia tan querida para él. En Filipos resonó por primera vez en Europa la palabra de Pablo, en ocasión de su segundo viaje misionero (49-50 d.C). Aunque Pablo escribe esta carta desde la cárcel (en los años 55-56 d.C.), toda ella está llena de gozo y afecto. Está preocupado porque en la comunidad empezaban a aparecer divisiones y problemas. Además parece ser que algunos predicadores judaizantes habían llegado a amenazar seriamente la acción evangelizadora de Pablo. El Apóstol está preocupado por el crecimiento espiritual y la armonía de la comunidad (Flp 2,1.4.14; 3,15; 4,2) y sobre todo por el papel central de Cristo en la historia de la salvación, y su condición de modelo supremo del cristiano (Flp 1,13-23; 2,6-11; 3,7-11; 4,13).

En el texto que leemos hoy Pablo confronta la vida y la muerte, a la luz de Cristo. Cristo, en efecto, es para el Apóstol toda su vida: “Para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia” (v. 21). Si la muerte es ganancia, deseable para Pablo, es porque le permite la plenitud de comunión con Cristo que es todo para él. Pero, por otra parte, está convencido de que su vida es todavía preciosa para los hermanos. Se encuentra en una encrucijada: debe amar esta vida terrestre porque todavía tiene que anunciar el evangelio, pero al mismo tiempo experimenta una inmensa atracción hacia la unión final y eterna con Cristo “cara a cara” después de la muerte. En efecto, Pablo confiesa: “Me siento presionado por ambas partes: por una, deseo la muerte para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor; por otra, seguir viviendo en este mundo es más necesario para vosotros” (Flp 1,23-24).

Al final Pablo asocia  su deseo de estar con Cristo al trabajo por el evangelio: “Me quedaré y permaneceré con todos vosotros para provecho y alegría de vuestra fe” (v. 25). Toda la preocupación apostólica de Pablo para los creyentes de Filipos se resume en el v. 27: “Únicamente os pido que llevéis una vida (politéuesthe) digna del evangelio de Cristo”. Pablo utiliza el verbo politéuomai, que pertenece al derecho civil de la pólis griega y que significa “llevar una vida de ciudadano”, conforme a las leyes y normas de la ciudad. El verbo expresa la dignidad, la capacidad, la colaboración que el cristiano debe ofrecer para construir en medio de las estructuras de este mundo el reino de Dios. El cristiano debe ser un “ciudadano” que vive y da testimonio de los valores del evangelio, un “ciudadano” que aquí en esta tierra va construyendo su destino futuro de unión con Cristo.

 

 

El evangelio (Mt 20,1-16) pone de manifiesto que el reino de Dios y, por tanto, todo lo que hombre recibe del Señor, no es una recompensa al esfuerzo humano, sino un don inmerecido y gratuito. La parábola de la viña y de los obreros contratados a lo largo del día es un canto a la gratuidad del reino, una celebración de los dones de Dios, que nunca dependen de los méritos humanos.

En la parábola, el dueño de la viña contrata diversos grupos de obreros, unos al inicio del día, otros a media mañana (a la hora tercia), a mediodía (a la hora sexta), a inicio de la tarde (a la hora nona), y al final de la tarde (a la hora undécima, o sea a las 5 de la tarde). La jornada de trabajo constaba de 12 horas, desde las 6 de la mañana a las 6 de la tarde. La primera cosa que sorprende es la llamada providencial e inesperada a trabajar en la viña dirigida al último grupo, una hora antes de que termine el día de trabajo. El patrón de la parábola llama constantemente y siempre da la oportunidad de trabajar en su viña.

Pero es todavía más sorprendente la forma de pagar a los obreros. Los primeros contratados, llamados a trabajar desde las primeras horas de la mañana, se dan cuenta de que los de la cinco de la tarde (hora undécima) son llamados de primero y reciben un denario, es decir, el salario de toda la jornada. Su decepción es grande. Primero, porque esperaban ser pagados antes que todos, y luego porque “pensaron que cobrarían más”, pero “recibieron un denario cada uno” (v. 10). Quienes escuchan la parábola se sienten inclinados a compartir los sentimientos de desilusión de los jornaleros que han soportado toda la fatiga del día y que son tratados de la misma forma que los que trabajaron solamente una hora y en el momento menos soleado del día. La protesta de los trabajadores contratados desde la mañana parece justificada cuando dicen: “Estos últimos no han trabajado más que una hora y les pagas como a nosotros que hemos aguantado todo el peso del día y el calor” (v. 12).

El dueño de la viña le respondió a uno de ellos: “Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Por mi parte, quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?” (vv. 13-15). La forma de actuar del patrón es extraña: les paga a los que han trabajado todo el día igual que a los que han trabajado una hora. La única explicación es la que el mismo texto ofrece: la bondad del dueño de la viña. En efecto, el patrón se define a sí mismo diciendo: “yo soy bueno”. El patrón, por tanto, representa a Dios, porque “sólo Dios es bueno”, como le dijo Jesús al hombre rico (Mt 19,7). Su forma de retribuir a los trabajadores va más allá de la justicia. Actúa movido sólo por su bondad. En realidad no les estaba pagando. Aquel denario no era un salario, sino un don.

 

La última palabra del dueño de la viña es una pregunta: “¿Va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?” (v. 15). La expresión “ojo malvado” en la Biblia indica la envidia (Prov 23,6-7; 28,22; cf. Mt 6,23). El ojo expresa la actitud interior profunda del corazón (Mt 6,22-23). La pregunta del patrón queda sin respuesta. No sabemos qué respondieron o cómo reaccionaron los asalariados de la primera hora. La parábola queda abierta y la respuesta la tiene que dar cada uno de nosotros cuando escuchamos o leemos el texto. ¿Estamos dispuestos a aceptar la lógica de la bondad de Dios? ¿O preferimos la lógica mercantilista del dar para que me den y del hacer para ser recompensado?¿Vivimos de acuerdo a la verdadera jerarquía según el evangelio, donde los últimos, los pequeños, son los primeros? “¿Va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?” (v. 15).

La frase “los primeros serán últimos y los últimos primeros” (v. 16), con la que se cierra la parábola, revela una aplicación práctica del evangelista Mateo a su comunidad. Los paganos, los últimos que han llegado, ocupan el lugar de Israel, que fue llamado de primero (Mt 8,10-11; 21,43). La antigua alianza, basada en el derecho e la justicia, es sustituida por la nueva, fundada exclusivamente en la gracia. 

Jesús contó esta parábola para justificar su opción en favor de aquellos que no contaban nada en el plano religioso: los pecadores, el pueblo pobre e ignorante. Esto desencadenó obviamente la crítica de los que observaban los mandamientos de la ley y cumplían con la religión: los fariseos y los maestros de la Ley. Los fariseos del tiempo de Jesús se escandalizaban de que él ofreciera la misma salvación también a los pecadores. Los trabajadores de la primera hora no reclaman un salario mayor sino que protestan por que se trata igual que a ellos a los que llegaron por último. Hay que interpretar la parábola, por tanto, en primer lugar, como una crítica contra el fariseísmo de todas las épocas que se escandaliza de que el amor sea gratuito, de que la salvación se ofrezca a los pecadores y a los alejados.

En segundo lugar, con esta parábola Jesús quiere narrar cómo actúa Dios. Dios va más allá de los criterios de la justicia, entendida como correspondencia de derechos y deberes. Dios se da él mismo y ofrece sus dones en nombre de un amor gratuito y generoso, dirigido a todos los hombres sin excepción, incluidos los que no tienen ningún derecho. Y a estos últimos en primer lugar, como lo demostró Jesús con sus palabras y su conducta.  La forma de actuar de Jesús, en efecto, revela y hace presente la libertad y la gratuidad del amor de Dios. El reino es un don de Dios y no un salario por las obras de la ley, la salvación no es una recompensa a nuestras buenas obras, no es un salario que paga nuestro esfuerzo, sino una iniciativa divina hecha de amor y de comunión, a la cual el hombre es invitado a participar con gozo y sin límites.

 

 

Todos somos, en el fondo, trabajadores de la hora undécima, sin méritos para recibir algo de Dios. Sin embargo, el Señor nos ofrece siempre su amor y su salvación. Porque no se trata de un salario, sino de un regalo gratuito. Santa Teresa de Jesús, en su obra cumbre, “El Castillo interior”, comenta de las mercedes de Dios: “Y así acaece no las hace por ser más santos a quien las hace que a los que no, sino porque se conozca su grandeza” (1 Moradas 1,3). Los dones de Dios, en efecto, son reveladores de su grandeza, no de la virtud del hombre.