SEGUNDO DOMINGO
(Tiempo ordinario – Ciclo A)
1 Corintios 1,1-3
Toda la atención de la liturgia de hoy está orientada hacia el contenido de la solemne proclamación del Bautista en el momento en que se encuentra con Jesús. Sus palabras están enmarcadas en un claro contexto de revelación mesiánica: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. La definición de Juan nos presenta a Jesús como el gran liberador del mal que oprime y deshumaniza.
La primera lectura (Is 49,3.5-6) es el “segundo cántico del Siervo del Señor” en el libro del profeta Isaías. La figura misteriosa del “Siervo” puede aludir a un personaje histórico o al mismo profeta que escribe, o incluso puede hacer alusión al mismo pueblo elegido. De hecho en el v. 3 al Siervo se le llama “Israel”, y aunque muchos autores consideran esta palabra una glosa añadida posteriormente al texto, se encuentra en todos los manuscritos.
En
el texto habla el Siervo en primera persona presentando las credenciales de su
misión, un poco como hacían los profetas con el relato de su vocación. El Señor
le ha dirigido estas palabras: “Tú eres mi siervo, Israel, en quien yo
me gloriaré” (v. 3). Es llamado “siervo”, un título de honor que la Biblia
reserva para los grandes hombres que han colaborado con Dios en la historia de
la salvación (Moisés, David, Josué, etc.). El siervo ha sido “plasmado” por
Dios desde el seno materno, como fue formado el primer hombre en Gen 2,7, y ha
sido destinado en primer lugar para una misión de liberación en favor de
Israel: “para hacer que Jacob vuelva a él y que Israel se le una”. Su fuerza
viene de Dios que lo ha elegido y su misión se realiza bajo la mirada de Dios,
“a los ojos de Yahvéh” (v. 5).
Su
misión, sin embargo, no se limitará a Israel. La misión se ensancha. El Siervo
ha sido elegido para anunciar la salvación y revelar la “gloria” y la “luz” de
Dios a todas las naciones: “Poco es que seas mi siervo, en orden a levantar las
tribus de Jacob.. Te voy a poner por luz de las naciones, para que mi salvación
alcance hasta los confines de la tierra” (v. 6). A este poema, como a los demás
poemas del Siervo en el profeta Isaías, pronto se les dio un sentido mesiánico,
y de ellos se sirvieron los autores del Nuevo Testamento para comprender y presentar
mejor la figura de Jesús, el Mesías, verdadero Siervo de Dios que ha realizado
la salvación en favor de toda la humanidad.
La
segunda lectura (1
Cor 1,1-3) corresponde al saludo inicial de la primera carta a los
Corintios de San Pablo. Esta carta, escrita en la pascua del año 57, nos ofrece
una especie de “radiografía” de una de las comunidades más difíciles pero más
amadas de Pablo. Corinto era una ciudad cosmopolita, centro de encuentro de
varias culturas, marcada fuertemente por la pérdida de los valores morales y la
presencia de las más variadas formas de religiosidad. En su escrito Pablo
enfrentará los más graves problemas de esta comunidad: la división en pequeños
grupos enfrentados entre sí, el permisivismo sexual, la relación del cristianismo
con las religiones paganas, el orden en las asambleas litúrgicas, la unidad y
el pluralismo de la comunidad cristiana, el destino final del hombre, etc.
A
esta difícil comunidad se dirige Pablo llamándola: “Iglesia de Dios que está en
Corinto”, y a sus miembros los define como “santificados en Cristo Jesús,
llamados a ser santos” (v. 2). La comunidad es santa, es decir, consagrada por
Dios a través del bautismo para que dé testimonio y anuncie a Jesucristo en el
mundo de palabra y de obra. El Apóstol va más allá de los límites humanos y se
sitúa en un plano teológico y teologal subrayando la dimensión de misterio y de
gracia presente en aquella iglesia local, que forma parte de todo el pueblo de
Dios reunido en el mundo entero, en comunión con “cuantos en cualquier lugar
invocan el nombre de Jesucristo”.
La
lectura teológica que hace Pablo en estos primeros versículos de la carta no
abarca sólo la comunidad, sino también la misma figura del Apóstol. Él mismo se
presenta como “llamado a ser apóstol de Cristo Jesús por voluntad de Dios”. Su
ministerio es también obra de la gracia. Lo ha recibido por vocación, es decir,
por decisión de Dios. Por tanto, las exhortaciones y las enseñanzas que
dirigirá a la comunidad llevan la legitimidad y la garantía divina.
El evangelio
(Jn 1,29-34) nos resume el testimonio que Juan
Bautista da de Jesús en esta frase: “Este es el Cordero de Dios, que quita el
pecado del mundo” (v. 29). Hay que notar que la proclamación de Juan habla de “pecado del mundo”,
en singular. El pecado del mundo, en el evangelio de Juan, no hace referencia a
un pecado particular o a la suma de todos los pecados de la humanidad, sino a
la dureza radical del ser humano que rechaza el proyecto de Dios manifestado en
Jesucristo, la mentalidad errónea del mundo que se enfrenta y se opone a Dios.
Lo que Juan llama “el pecado del mundo” es un concepto teológico que alude a
esa realidad misteriosa que se encuentra a la raíz de todo pecado personal y
social y que el cuarto evangelio equipara a la incredulidad como rechazo
consciente de la luz manifestada en Cristo.
Jesús quita “el pecado” del mundo a
través de la luz de su palabra y de la
fuerza del Espíritu que él dona a quienes llegan a creer. A través de la
escucha obediente y vital del evangelio y de la apertura del corazón a la
fuerza de Dios, llegamos a experimentar la liberación de las tinieblas de la
mente y del corazón. Todos nuestros pecados son reflejo y expresión de ese
“pecado del mundo” del que sólo Jesús Mesías puede liberarnos, a través de la luz
de su evangelio y de su amor sin límite.
El título mesiánico “Cordero de Dios” aparece dos veces en el cuarto evangelio (1,29.36) y constituye uno de los títulos más importantes de la cristología joánica. Indudablemente la frase recuerda la teología del misterioso “Siervo sufriente de Yahvé” que siendo inocente carga sobre sí el pecado de la humanidad (Is 42,1-4; 52,13-53,12). La imagen del “cordero” evoca naturalmente al cordero inmolado la noche de pascua, como signo y expresión de la liberación que Dios ha obrado en favor del pueblo. Algunos autores piensan que Juan, hablando en arameo, usó la expresión talja yhwh, en donde talja puede significar tanto “cordero” como “siervo”. Cuando el evangelio se escribió en griego se prefirió el sentido de cordero.
El evangelista quiere presentar a
Jesús como Cordero-Siervo que libera a los hombres del pecado y de las
tinieblas por medio de su palabra, que es luz y verdad. Con razón Jesús se
presentará después diciendo: “Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no caminará
en tinieblas” (Jn 8,12), “si permanecen fieles a mi palabra, ustedes serán
verdaderamente mis discípulos; así conocerán la verdad y la verdad los hará
libres” (Jn 8,31-32). Jesús es además el verdadero Cordero pascual, que a
través de su vida y de su entrega de amor “hasta el extremo” (Jn 13,1) ofrece a
la humanidad una vida nueva y la realización plena de las promesas de Dios.
Jesús es presentado como Siervo-Cordero, Siervo que a través de su sufrimiento
dará la vida al mundo (Jn 6,33) y Cordero que inmolado en la cruz revelará la
gloria de Dios (Jn 17,1) y reunirá a los hijos de Dios dispersos (Jn 11,52).
Jesús no será el Mesías político que triunfa sobre sus enemigos, sino el Mesías
humilde y sufriente, que no conocerá el éxito humano ni será comprendido por
los hombres.
Juan también presenta a Jesús como
auténtico portador del Espíritu, proclamando públicamente el modo con el cual
ha visto al Espíritu descender sobre Jesús Mesías. A diferencia de los
sinópticos, el Bautista ve personalmente la manifestación del Espíritu sobre
Jesús y anuncia las consecuencias que este hecho revelador tiene para la vida
del pueblo: “Yo he visto que el Espíritu bajaba desde el cielo como una paloma
y permanecía sobre él” (v. 32). El símbolo de la paloma que baja del cielo
puede aludir, según algunas tradiciones del ambiente judío de la época, a
Israel vinculado con el mundo de la trascendencia, con el mundo de Dios. El
Espíritu que baja sobre Jesús estaría anunciando la generación del nuevo Israel
de Dios, que con la llegada de Jesús está dando inicio a los últimos tiempos y
cuyo fruto más logrado sería la venida del Espíritu entre los hombres.
El Espíritu baja sobre Jesús y
“permanece” en él. El verbo “permanecer” traduce el verbo griego menō,
que en el evangelio de Juan indica una permanencia estable y plena. Jesús, por
tanto, posee el Espíritu en plenitud y en forma constante y permanente. Jesús
es la nueva morada del Espíritu, verdadero Templo del Espíritu. A él Dios le ha
donado el Espíritu “sin medida” (Jn 3,34), por eso Jesús será el gran dador del
Espíritu. Cuando Jesús habla de los ríos de agua viva que brotarán de lo más
profundo de los que crean en él, el evangelista anota inmediatamente: “Decía
esto refiriéndose al Espíritu que recibirían los que creyeran en él” (Jn
7,38-39). Por eso el Bautista puede testimoniar con razón que Jesús es “aquel
que bautizará con Espíritu Santo” (Jn 1,33), es decir, aquel que dona el
Espíritu, el gran don prometido para los tiempos mesiánicos, a todo discípulo
que llega a creer en él.