DOMINGO XXXII

(Tiempo ordinario – Ciclo B)


 

 

1Reyes 17,10-16

Hebreos 9,24-28

Marcos 12,38-44

 

La liturgia de la palabra de este domingo está dominada por la figura de dos viudas pobres. La primera, originaria de Sarepta, un territorio pagano de Fenicia en la época del profeta Elías; la otra, vecina de Jerusalén en tiempos de Jesús. Ambas se presentan como personas indigentes pero generosas, sencillas pero abiertas a Dios y a su palabra. La primera vive con una fe humilde la tragedia de la sequía que sufre su pueblo, cree en la palabra del profeta Elías y se desprende de lo poco que tiene para sostener la vida de un extraño (primera lectura); la otra, a diferencia de los escribas y maestros de la ley que se aprovechan de la religión para obtener honor, seguridad personal y beneficios materiales, cree en Dios, va al Templo con sencillez y dona todo cuanto tiene para vivir (evangelio). Las dos son imagen de Cristo, el pobre de Dios, que “no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar la vida por todos”, e imagen perfecta del discípulo cristiano que, a imagen del Maestro, renuncia a todos sus bienes para vivir en la sencillez de un amor generoso abierto a Dios y a los hombres.

 

            La primera lectura (1 Re 17,10-16) narra el encuentro entre una pobre viuda de Sarepta, una ciudad de la región pagana de Fenicia, y el profeta Elías, que ha sido enviado hasta aquel lugar por Dios. Desde hacía algún tiempo toda la zona costera de Fenicia e Israel estaba siendo azotada por una terrible sequía que había sumido a la población en una terrible pobreza. La zona de Fenicia era pagana. Sus habitantes adoraban a Baal, el dios cananeo de la fertilidad, de quien esperaban la lluvia y los frutos de la tierra. Y es precisamente a esa tierra adonde el Señor envía al profeta Elías, que estaba siendo perseguido por el rey Ajab a causa de su lucha contra la difusión del baalismo en Israel. La viuda que acoge a Elías es pobre, solamente tiene lo necesario para sobrevivir ella y su hijo: un puñado de harina en una vasija y un poco de aceite en una jarra. Elías también es pobre, forastero y fugitivo, sólo posee un mandato del Señor y la seguridad de la palabra de Dios. El profeta que obedece a Dios y la pobre viuda que, a pesar de no ser del pueblo de Israel, se fía de la palabra del profeta y da todo lo que tiene, representan a todas las personas que viven con fe sencilla la tragedia de su tiempo. Ambos, abiertos a Dios y con un corazón generoso, “tuvieron comida para él, para ella y para toda su familia durante mucho tiempo” (1Re 17,15). Yahvéh muestra así que es el único capaz de sostener la vida de sus adoradores, porque es el Señor de la naturaleza y el Dios de la vida; las divinidades fenicias, en cambio, demuestran que son incapaces de producir la lluvia y de nutrir a sus habitantes. El profeta perseguido es salvado de la muerte por la generosa sencillez de una pobre viuda pagana, que también sobrevive gracias a la acción providente de Dios en favor de los que se fían de él: “no faltó harina en la vasija ni aceite en la jarra, según la palabra que el Señor pronunció por medio del profeta Elías” (v. 16).

 

            La segunda lectura (Hebreos 9,24-28) continua la reflexión de la carta a los Hebreos sobre el sacerdocio único y definitivo de Jesús, a la luz del antiguo sacerdocio israelita. En el texto de hoy se alude al paralelismo que existía en el judaísmo entre el santuario del Templo (el “Santo de los Santos”), adonde entraba el sumo sacerdote una vez al año, y el santuario del Cielo, en el que Cristo entró de una vez para siempre para conducir a  Dios a los hombres redimidos (v. 24). Igualmente se presenta la contraposición entre el sumo sacerdote que ofrecía una vez al año víctimas inmoladas y Cristo que se ofreció a sí mismo una vez por todas por la salvación del mundo (v. 25). Jesús, que ciertamente no fue un sacerdote levítico, es definido como el auténtico “sumo sacerdote”, que “se ofreció una sola vez para tomar sobre sí los pecados de la multitud, y por segunda vez aparecerá, ya sin relación con el pecado, para dar la salvación a los que lo esperan” (v. 28).

            El evangelio (Mc 12,38-44) presenta la escena con la que se concluyen las controversias de Jesús con las autoridades de Israel en Jerusalén.

En primer lugar Jesús desenmascara la hipocresía y la falsedad de los maestros de la ley, que con sus actitudes y su comportamiento han desnaturalizado la práctica religiosa auténtica. Su piedad es una vil mentira delante de Dios: conocen la Escritura pero se aprovechan de ella para provecho personal, frecuentan asiduamente la sinagoga pero su corazón está lejos de la justicia y la humildad, hacen oraciones ostentosas para ser vistos y alabados por los otros. Y una vil mentira delante de los hombres: se preocupan sobre todo de lo exterior pues gustan de vestirse en forma diversa para ser tenidos como importantes, buscan que su valor sea reconocido por los demás y por eso buscan los puestos de honor en las sinagogas y ser saludados en público, se aprovechan de los demás utilizando los bienes de los pobres para sus propios intereses (vv. 38-39). De ellos afirma Jesús: “Estos, que devoran los bienes de las viudas, con el pretexto de largas oraciones, tendrán un juicio muy riguroso” (Mc 12,40). La viuda, junto al huérfano y el forastero, es una de las figuras bíblicas que representan al pobre y al desvalido, objeto del amor providente de Dios, que los defiende y les hace justicia frente al opresor (Dt 10,16-29; Ex 22,21-23).

En segundo lugar, Jesús ofrece como modelo de vida a una pobre viuda que, en clara oposición con los profesionales de la religión en Israel, vive la fe como experiencia de confianza en Dios y la manifiesta en gestos de gratuidad hacia los demás. Jesús contempla a una pobre viuda, mientras está sentado frente a las arcas del templo observando cómo la gente va echando dinero en ellas. Mientras muchos ricos echaban grandes sumas de dinero, “llegó una viuda pobre, que echó dos monedas de poco valor” (v. 42). Jesús, que primero ha acusado de incoherencia y de injusticia a los maestros de la ley, ahora presenta a esta viuda como modelo de vida para el discípulo cristiano: “Les aseguro que esta viuda pobre ha echado en las arcas más que todos los demás. Pues todos han echado de lo que les sobraba, mientras que ella ha echado desde su pobreza todo lo que tenía para vivir” (literalmente en griego: holon tòn bíon autēs, “toda su vida”) (Mc 12,44).

Esta viuda representa lo mejor de la piedad del verdadero Israel. Ella no ha pervertido la religión del templo. Para ella, como para Jesús, el templo es “casa de oración” (Mc 11,17). Por eso va al lugar santo y pone su vida en las manos de Dios. Colocando aquellas moneditas en las arcas sagradas, lo da todo para el culto divino y para el bien de otros pobres. Esta mujer también representa el ideal del discípulo cristiano. Desde su pobreza y su abandono, sin ser una profesional de la Escritura y sin conocer siquiera a Jesús, pone en práctica su doctrina y vive el ideal evangélico de la gratuidad del amor. Esta pobre viuda, que no parece haber sido discípula explícita de Jesús, se convierte en auténtico símbolo del Mesías, que ha venido a “dar su vida” (en griego: tēn psichēn autou) (Mc 10,45). Con su gesto de abandono amoroso en Dios y de gratuidad total, anticipa la muerte de Jesús por la salvación de todos. Es una verdadera encarnación del reino de Dios y un espejo de su gracia, ya que ha ofrecido todo lo que es y todo lo que posee.

Las lecturas de hoy ponen de relieve el valor del pobre y su potencial evangelizador. Ni la viuda de Sarepta ni la viuda pobre y desconocida del Templo han pasado a los libros de historia. Sin embargo han participado activamente en la historia de la salvación y se han convertido en modelos de vida para los creyentes de todos los tiempos. Las dos nos enseñan que sólo quien es verdaderamente pobre da todo lo que es y lo que posee. Sólo el pobre se entrega totalmente a Dios y vive con gozo la gratuidad del amor porque no se siente dueño de nada, ni se apega a nada. Las dos nos han enseñado que la medida de la dignidad en la Iglesia no está ni en el vestido que se lleva puesto, ni en la fama de la que se puede gozar, ni en el poder que se puede ejercer, sino solamente en la donación humilde y amorosa. Las dos nos han enseñado que el amor no se mide ni por la cantidad económica, ni por la grandeza de las obras, sino por la cualidad interior. ¡Un puñado de harina y dos moneditas, si son dados con amor, son más valiosos que todo los bienes de la tierra juntos!