DOMINGO XVII
(Tiempo ordinario - Ciclo C)
Génesis 18,20-21.23-32
Colosenses 2,12-14
Las
lecturas de este domingo nos proponen una espléndida catequesis sobre la
oración. La primera lectura nos presenta a Abrahán como modelo de orante
y de intercesor, el cual habla con Yahvéh con una sorprendente audacia. Es la
primera vez en la Biblia que un hombre inicia una conversación con Dios. En el evangelio
los discípulos de Jesús, al verlo orar, le piden que les enseñe a orar; Jesús,
entonces, les enseña a llamar a Dios Abbá, Padre, con infinita confianza y con
la certeza filial de ser escuchados. La audacia de Abrahán es superada por la
audacia de Jesús, el Hijo, y por la de sus discípulos que en su nombre dicen:
Abbá, Padre. Una superación que no ocurre bajo la presión del miedo, sino en el
gozo del amor.
La
primera lectura (Gen
18,20-21.23-32) coloca al creyente y a Dios frente a frente, en un
momento dramático. Dios ha decidido destruir a las ciudades de Sodoma y
Gomorra, sin embargo, no quiere actuar sin antes comunicarle sus planes a
Abrahán: “¿Cómo voy a ocultarle a Abrahán lo que pienso hacer? Él se convertirá
en un pueblo grande y por él serán benditas todas las naciones de la tierra”
(Gen 18,17-18). Abraham es el gran confidente de Dios que participa
misteriosamente de sus designios. Es el gran orante, elegido por Dios, que sabe
escuchar su voz y, precisamente por eso, no vive como simple espectador de la
historia humana.
Después
que Dios le comunica sus planes de destruir a las dos ciudades pecadoras,
“Abrahán se acercó al Señor” (v. 23). El verbo “acercarse” aquí es sinónimo de
orar. Se trata de aquel acercarse espiritualmente a Dios a través de la
confianza en el momento de la oración. Abrahán comienza presentando a Dios el
principio jurídico sobre el cual fundamentará toda su argumentación: “¿Es que
vas a exterminar a la vez al justo con el pecador?”. Tal conducta sería una
contradicción pues, como dice el Salmo 146: “El Señor ama a los justos... pero
confunde el camino de los malvados”(Sal 146,8-9). A partir de este momento,
Abrahán inicia un hábil regateo, al estilo de un inteligente comerciante que no
cede. Él esta convencido que Dios no puede destruir a justos y pecadores
juntos. Asegura el principio general y, luego, insiste una y otra vez, diciendo
que el principio vale también reduciendo el número.
El razonamiento de Abrahán es
sustancialmente lleno de confianza y de optimismo en relación a la humanidad.
Espera que Dios, distinguiendo entre justos y pecadores, pueda salvar al menos
a un pequeño grupo de justos, e incluso se atreve a proponerle a Dios que a
causa de esos pocos justos salve a toda la población. La oración de Abrahán
propone un nuevo concepto de justicia, basada no en el dar a cada quien lo que
se merece, sino una justicia que propone salvar a todos a causa de unos pocos
buenos. Al final el resultado es dramático: la humanidad es pecadora en su
totalidad. No hay ni siquiera un justo. Fracasada la mediación de Abraham, el
juicio de Dios caerá duramente sobre las dos ciudades pecadoras.
Para poder aceptar la propuesta de
Abrahán, Dios tendrá que enviar a la humanidad a un justo auténtico,
“Jesucristo, el Justo” (1 Jn 2,1), pues Dios “quiere que todos los hombres se
salven” (1Tim 2,3). Sólo en Cristo Jesús se hace realidad aquello por lo que
Abrahán luchó un día en oración frente a Dios. Una oración en la que el
patriarca logró penetrar profundamente en el conocimiento del Dios
misericordioso y justo. Una oración que fue lucha y confianza, solidaridad con
la humanidad pecadora y certeza de fe en la cercanía amorosa de Dios.
La segunda
lectura (Col 2,12-14) nos presenta
un texto fundamental para la teología del bautismo visto como participación en
la muerte y resurrección de Cristo. A través del bautismo anticipamos realmente
toda nuestra historia de creyentes, en la que progresivamente nos vamos
conformando con Cristo. En el bautismo está ya presente el germen inicial y el
esplendor final de la gloria: “Han sido sepultados con Cristo en el bautismo, y
también con él han resucitado... ustedes estaban muertos a causa de sus delitos
y de su condición pecadora; pero Dios los ha hecho revivir con Cristo,
perdonándoles todos sus pecados”.
El evangelio
(Lc 11,1-13) es una auténtica catequesis de
Lucas sobre la oración. Lo primero que llama la atención es el contexto en el
cual el evangelista la coloca. Lucas habla en primer lugar de la oración de
Jesús: “Un día estaba Jesús orando en cierto lugar. Cuando terminó uno de sus
discípulos le dijo: -Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus
discípulos” (v. 1). Jesús es presentado como el modelo de la oración, el
perfecto orante. Motivados por la oración de Jesús los discípulos le piden que
les enseñe una oración que los distinga, como los discípulos del Bautista
tenían su forma típica de orar y los fariseos sus libros de oración.
Es entonces cuando Jesús les propone
la oración del Abbá, Padre. Efectivamente, a diferencia de Mateo que usa
la forma más judaizante de “Padre Nuestro”, Lucas habla sólo de “Padre”,
traducción del original arameo Abbá usado por Jesús. Uno de los datos más significativos
acerca de la relación de Jesús con Dios es su forma familiar, cariñosa e
íntima, de dirigirse a él. Jesús lo llama Abbá, una palabra aramea
conservada en los evangelios en la narración de la oración de Jesús en el
huerto (Mc 14,36) y que representa toda una novedad frente a la forma normal de
invocar a Dios en el judaísmo contemporáneo. La palabra Abbá pertenece a
las expresiones familiares del niño, como nuestro término “papá”. La fe
cristiana ha interpretado la invocación Abbá de Jesús como la expresión
de su íntima comunión con Dios y de su singular conciencia de filiación. Jesús
es el primero vive esta experiencia, de forma única y particularísima, pero
también todo aquel que acepta el don del Reino y se abre al Padre aceptando la
palabra de Jesús, puede comenzar a vivir esta nueva relación y llamar a Dios
con el término Abbá. De esto da testimonio la práctica de la iglesia
primitiva que invocó a Dios como Abbá, tal como lo confirma Pablo en Gál
4,6 y Rom 8,15.
El resto de la oración del “Padre” tiene dos partes. En la primera parte, el cristiano mira hacia Dios, preocupado por la realización de su designio salvador, por el Reino y la realización de la voluntad divina (“santificado sea tu Nombre”, “venga tu Reino”); en la segunda, mira la propia condición humana y abraza con su oración su entero devenir histórico, su presente (“danos cada día el pan que necesitamos”), su pasado (“perdónanos nuestros pecados”), y su futuro (“no nos dejes caer en la tentación”). La oración enseñada por Jesús a sus discípulos es escatológica e histórica, es oración contemplativa que desea y acoge el Reino, al mismo tiempo es la oración de los peregrinos que caminan en la historia sin haber llegado todavía a la meta.
La parábola que
sigue a la oración del “Padre” (vv. 5-13) es una especie de comentario que
intenta definir la actitud del orante que se dirige a Dios. El acento de la
parábola sobre el amigo inoportuno (vv. 5-8) está puesto no tanto en el amigo
que pide los panes, sino en el amigo disturbado que representa a Dios,
siempre dispuesto a escuchar la oración. La enseñanza fundamental, por tanto,
no está centrada tanto en la perseverancia en la oración, elemento siempre
importante en la vida del creyente, sino en la certeza llena de confianza que
somos siempre escuchados por Dios. A la tipología del Dios-Padre se añade la
del Dios-amigo. Dios es tan cercano al hombre que puede ser incluso importunado
(vv. 5-8).
Por eso el discípulo
pide, busca y llama, con la certeza que siempre encontrará y que Dios siempre
le dará y le abrirá (vv. 9-10), pero sin pretender nunca manipular a Dios. El
Dios que nos escucha en la oración no pierde su libertad. El auténtico orante
se abandona con confianza en un Dios que es Padre, pero se mantiene disponible
y abierto a la voluntad de un Padre que es Dios. Dios no siempre nos da lo que
queremos o esperamos recibir, pero siempre nos responde. Es lo que quiere decir
Lucas cuando afirma que Dios siempre “da el Espíritu Santo a los que se lo
piden”(v. 13). El Espíritu es, para Lucas, el gran don que el creyente debe
pedir y siempre obtendrá del Padre.