SEGUNDO DOMINGO

(Tiempo ordinario – Ciclo C)

 

 

 

 

Isaías 62,1-5

1 Corintios12,4-11

Juan 2,1-12

 

            La relación amorosa entre los esposos constituye uno de los símbolos bíblicos más ricos para hablar del amor existente entre Dios y el hombre. Desde el profeta Oseas, que en su propio drama matrimonial intuyó en forma personal el amor fiel y misericordioso de Dios (Os 1-3), hasta las últimas páginas del Apocalipsis, en donde la Iglesia adornada como una esposa anhela el regreso de su Esposo Cristo (Ap 21,2; 22,7), el amor humano, la belleza, el gozo de la relación matrimonial, constituyen un paradigma fundamental para comprender el misterio de Dios que es amor (1Jn 4,8.16) y la vocación de la humanidad y de cada hombre, llamado a la comunión y al diálogo con Dios.

 

            La primera lectura (Is 62,1-5) es un poema dedicado a Jerusalén, la ciudad santa, que representa simbólicamente a todo el pueblo. La ciudad es presentada como una novia que está a punto de contraer matrimonio (v. 5). Un centinela grita impaciente al amanecer: “Por amor de Sión no callaré, por amor de Jerusalén no descansaré, hasta que rompa la aurora de su justicia, y su salvación llamee como antorcha.” (v. 1). El canto despierta a la ciudad. Es el día de sus bodas. Cuando finalmente sale el sol, sus rayos iluminan las murallas y toda Jerusalén relumbra como “una corona magnífica”, “una diadema real” (v. 3). La ciudad se parece entonces a la corona que el esposo impone sobre la cabeza de la mujer. El esposo es Yahvéh, el cual ofrece a su amada como dones esponsalicios para el día de la boda, “la justicia” y la “salvación” (v. 2). Su amor por la ciudad es fiel y eterno: “Yahvéh te prefiere a ti y tu tierra tendrá un esposo” (v. 4b). Han quedado atrás los años del exilio, en que el pueblo ha vivido en el destierro y ha llorado la desolación de su tierra, la miseria, el sin sentido y la muerte: “Ya no te llamarán ‘Abandonada’, ni a tu tierra ‘Desolada’” (v. 4a). No se trata de un simple reencuentro entre el pueblo, representado simbólicamente por la ciudad-esposa, y Dios. Es un auténtico noviazgo. Un nuevo inicio fundado en el amor y la fidelidad recíproca: “Como un joven se casa con su novia, así se casará contigo el que te construye (participio hebreo: bonéh; que es mejor traducir en presente: “te construye”, que en pasado: “te construyó”); como se alegra el esposo con su esposa, así se alegrará tu Dios contigo” (v. 5). La nueva etapa histórica del pueblo y la nueva experiencia religiosa en la que aquella se funda se concretizan en la transformación de la ciudad. Es el “nombre nuevo pronunciado por la boca del Señor” del que habla el poema (v. 2). Un nuevo inicio que sólo Dios puede realizar. Como sabio “constructor” coloca las bases no sólo de una nueva estructura material de la ciudad, sino de una nueva sociedad: “Estarás fundada en la justicia, libre de opresión, ya nada temerás, y ningún terror te inquietará” (Is 54,14). El texto termina evocando una apasionada luna de miel, fundada en la felicidad de Dios entregado al amor de su pueblo.

 

            La segunda lectura (1Cor 12,4-11) hace alusión a la riqueza exuberante de los carismas presentes en la comunidad cristiana. Pablo recuerda que los carismas, no obstante su diversidad, tienen un único origen: “el Espíritu es el mismo”, “el Señor es el mismo”, “uno mismo es el Dios que activa todas las cosas en todos” (vv. 4-6); en segundo lugar, subraya la variedad y la pluralidad de la manifestación de los carismas: “Hay diversidad de carismas”, “hay diversidad de servicios”, “hay diversidad de actividades” (vv. 4-6); y finalmente concluye afirmando que todos los carismas tienen una única finalidad: “A cada cual se le concede la manifestación del Espíritu para el bien de todos” (v. 7). Una bella síntesis de la teología paulina de los carismas: unidad en el origen, pluralidad en la manifestación, unidad en la finalidad. No caben acá, por tanto, ni el exclusivismo integrista de algunos grupos, ni el autoritarismo destructor, pues ambos niegan la libertad del Espíritu, ya que la diversidad es condición de su acción; ni caben tampoco la anarquía carismática y el desorden, pues a la raíz de todos los dones está el único Señor que se manifiesta en la Iglesia para el bien de todos. En los vv. 8-11 Pablo ofrece una especie de “catálogo” de carismas, aunque obviamente no quiere decir que éstos sean los únicos o los más importantes. Es reto permanente de la Iglesia y de cada comunidad cristiana “poner al día” ese catálogo, descubriendo las nuevas manifestaciones del Espíritu en cada situación histórica y según la vida y la misión de cada comunidad. Y esto sólo es posible con oración y discernimiento, apertura al Espíritu y lectura atenta de los acontecimientos históricos.

 

            El evangelio (Jn 2,1-12) es el conocido relato de las bodas de Caná, construido como la primera lectura en torno al simbolismo matrimonial. Es mejor comenzar el comentario por el v. 11 con el que concluye la narración: “Así en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus signos. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos”. La transformación del agua en vino es, por tanto, un “signo” (en griego: sēmeion), un símbolo de una realidad misteriosa. No es un simple milagro. Hay que hacer un esfuerzo hermenéutico para captar el significado de lo realizado por Jesús.

            En el v. 3 se insiste en la falta de vino en la boda: “Y, como faltara vino, porque se había acabado el vino de la boda, le dice a Jesús su madre: no tienen vino”. Es iluminador recordar lo que significa el vino en la tradición bíblica. En el Antiguo Testamento representa a menudo los bienes de la nueva alianza, era uno de los elementos esenciales del banquete mesiánico (Am 9,14; Jl 4,18; Is 25,6; Prov 9,2.5). En el judaísmo tardío, el vino había llegado a ser uno de los símbolos preferidos para designar la ley, especialmente la ley nueva que tendría que enseñar un día el Mesías. La intervención de la madre de Jesús (que el texto nunca llama por su nombre propio, María!), prepara el vértice de la acción. La respuesta de Jesús a su madre, que ordinariamente se traduce así: “¿Qué hay entre tu y yo, mujer”? (v. 4a), es una expresión bíblica que indica un malentendido, una incomprensión entre dos personas (Jue 11,2; 2Sam 16,10; 1 Re 17,18). La madre de Jesús hablaba naturalmente de la falta de vino en la fiesta en Caná; Jesús, en cambio, se sitúa en otro nivel, hace alusión a su propia misión mesiánica. Él piensa en el “vino” en el sentido simbólico de los profetas, en los bienes mesiánicos que acompañan su persona y que están por manifestarse en Israel. La frase de Jesús: “no ha llegado mi hora” (v. 4b) evoca una idea importante en el evangelio de Juan. La “hora” definitiva de Jesús es el momento de la cruz, en donde plenamente manifestará su gloria (Jn 12,28) y entregará el Espíritu (Jn 19,30), abriendo a la humanidad la totalidad de los bienes mesiánicos de la salvación. El signo de Caná es una anticipación, un desvelamiento preliminar de la abundancia de la salvación en la cruz, en donde también estará su Madre (Jn 19,25-27), la “mujer”, como le llama Jesús en dos ocasiones (Jn 2,4; 19,26), ya que representa al pueblo de la nueva alianza, a la humanidad entera. Su presencia femenina evoca a la “hija de Sión”, a la Jerusalén-esposa mesiánica, al pueblo de Dios fiel de los últimos tiempos (primera lectura).

            El vino abundante de Caná (“¡seis tinajas de piedra... de unos cien litros cada una”!) representa, por tanto, “la verdad” traída por Jesús, en oposición al ritualismo estéril y al legalismo ineficaz en que había caído la antigua alianza (Jn 1,17). La “verdad” de Jesús, en cambio, es luz y vida (Jn 1,4). Es una verdad que libera y transforma (Jn 8,12), es fuente de gozo y de plenitud (Jn 16,22-24). El vino, por tanto, es símbolo de Cristo mismo. Su origen, en efecto, es misterioso (v. 9: “el mayordomo probó el vino sin saber de dónde venía”), exactamente como se dirá después de Cristo en Jn 7,25-30 (Jn 7,28: “al que me envía, vosotros no lo conocéis”); como se dirá también del Espíritu, que “no sabes de dónde viene, ni adónde va” (Jn 3,8). Pero también su llegada es excepcional: “Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora” (v. 10). Jesús es “el último vino” en la espera del antigua alianza, pero es la presencia perfecta, el “vino nuevo” por excelencia, signo de la plena bendición de Dios.

            En Caná no se revela tanto el poder de un ser superior, sino más bien el amor de un Mesías que trae el gozo mesiánico a la humanidad. El evangelio es palabra liberadora y fuente de vida para el hombre. El vino de Jesús, misterioso y transformante, no conoce límites. Se ofrece a cada hombre y a cada mujer en el camino de la vida como fuente de gozo y de plenitud. El futuro de la humanidad no está en la repetición mecánica de ritos religiosos estériles, ni en la aceptación infantil de unos fríos dogmas, ni en la obediencia ciega a leyes y normas exteriores (“las seis tinajas de piedra de purificación de los judíos”). El futuro del hombre y su verdadero gozo (“el vino de Jesús”) está en la adhesión incondicional del corazón y de la vida al Dios viviente que se ha revelado en Cristo, esposo de toda la humanidad.