CUARTO DOMINGO

(Tiempo ordinario – Ciclo C)

 

 

 

Jeremías 1,4-5.17-19

1 Corintios 12,31-13,13

Lucas 4,21-30

 

Las lecturas bíblicas de este domingo nos invitan a reflexionar sobre el carácter dramático que encierra toda auténtica vocación profética. Cada profeta es llamado por Dios a irradiar con su palabra y su comportamiento la presencia de la Verdad y del Sentido en medio de la historia. Su proclamación y su testimonio, sin embargo, muchas veces se debe enfrentar con la dureza del corazón humano y con el pecado presente en las estructuras del mundo, haciendo que la vocación profética se convierta en un verdadero camino de martirio por la causa de Dios y del hombre. Jeremías, signo de contradicción en su tierra, es anticipación de Jesús, signo de contradicción en Nazaret. Jeremías, no obstante la traición y el terror, anunciará toda su vida la Palabra; Jesús, no obstante el rechazo de los ciudadanos de Nazaret, inicia su ministerio de esperanza y de salvación. También el creyente, no obstante el silencio frecuente de Dios y de los hombres, está llamado a continuar su itinerario espiritual, escogiendo el camino difícil pero fecundo de la fidelidad y de la esperanza.

 

La primera lectura (Jer 1,4-5.17-19) está tomada del conocido relato vocacional del profeta Jeremías, que inicia con una afirmación solemne que en hebreo suena literalmente así: “Aconteció la palabra de Yahvéh en mí” (v. 4). No hay ninguna indicación temporal o espacial. Todo el peso cae en la Palabra que le es comunicada al profeta. La Palabra crea la vocación y será de ahora en adelante la única realidad decisiva en la existencia del llamado. En el v. 5 se subraya la acción de Dios, a través de tres verbos: “formar”, “conocer”, y “consagrar”. La acción principal, sin embargo, se afirma al final: “te he establecido como profeta de las naciones”. Todo converge hacia esta última afirmación. La decisión de Dios es muy antigua. No se produce en un momento, ni se basa en el ofrecimiento personal del hombre. Dios ha pensado en Jeremías antes de su nacimiento. Su elección es gratuidad total. La expresión “te conocía” indica la íntima relación de intimidad del Señor con su profeta, intimidad que se expresa a través de la comunicación de la Palabra, que constituye como profeta al joven Jeremías. La frase “te había consagrado”, que contiene la raíz hebrea qadash en su forma causativa que significa: “separar”, “poner aparte algo para un uso religioso”, indica que Dios se ha reservado la persona de Jeremías a través de una relación especial de pertenencia. Lo ha “consagrado” para El. Lo ha “consagrado” para enviarlo a los hombres con una misión determinada, para anunciar la Palabra de parte de Dios, para ser “profeta de las naciones”.

Jeremías ha sido consagrado y enviado por Dios para “hablar” a los hombres: “Te alzarás y les dirás todo lo que yo te mande” (v. 17). La Palabra es soberana. Manifiesta su carácter divino por el hecho de que se presenta bajo forma imperativa al profeta, exigiendo obediencia incondicionada. El profeta experimenta la misión y el peso de esta responsabilidad. Toda su existencia se coloca bajo el mandato de Dios: “les dirás todo lo que yo te mande”. La particularidad de la vocación profética es, por tanto, la de hablar a los otros. No basta la aceptación personal de la Palabra. El profeta es enviado a los otros, debe enfrentarse con los hombres, sobre todo con aquellos que poseen una posición de autoridad en la sociedad. Por eso, es normal que el profeta experimente el miedo. De ahí que Dios le diga: “No temas” (1,8), “No desmayes ante ellos” (1,17). El temor no es extraño a la vocación profética, sino más bien el lugar donde se gesta y madura la misión. Es el lugar en el que Dios se revela como mandato ineludible (“les dirás todo lo que yo te mande”), pero también como promesa y fortaleza (1,19: “no podrán contigo, pues contigo estoy yo para salvarte”). No es simplemente que Dios intervendrá exteriormente para salvar al profeta y lo defenderá de los ataques de los adversarios. Lo que salva al profeta es la palabra que pronuncia. El profeta encuentra la fortaleza precisamente en el hecho de hablar en nombre de Dios. La obediencia a la Palabra le permite salir del miedo de la muerte; en la fe, goza de la certeza de la presencia del Dios de la vida. Así el profeta se vuelve “plaza fuerte, “pilar de hierro”, “muralla de bronce” (1,18). Lo que salva al profeta es la palabra que proclama, es la presencia de Dios en la palabra misma. Su hablar libre y valeroso representa la victoria sobre las fuerzas de la muerte y del pecado. De esta forma supera también el propio miedo. La palabra profética de Jeremías, antagonista y crítico de su sociedad y de su entorno religioso, como todos los profetas, crea una tensión, genera un conflicto que revela el poder de las ideologías del mundo que se oponen al proyecto de Dios. El rechazo a escuchar la voz de Dios equivale, en concreto, a la oposición violenta que se despliega todavía hoy contra los profetas. La vocación del profeta es, por tanto, muy cercana a la vocación del mártir que sufre una muerte violenta. El testimonio del martirio es ese supremo hablar en el que se afirma la vida que vence a la muerte.

 

La segunda lectura (1Cor 12,31-13,13) contiene el célebre “himno a la caridad”, en el que Pablo expone “un camino más excelente” (12,31), que supera a todos los dones y sirve de criterio para juzgar todos los otros carismas, el primer fruto del Espíritu (Gal 5,22). El texto paulino se puede estructurar en tres estrofas que describen cada una la sublimidad del amor-agape: (a) Sin amor hasta las mejores cosas se reducen a nada (1Cor 13,1-2); (b) el amor es el manantial de todos los bienes (1Cor 13,4-7); (c) el amor es ya desde aquí y ahora lo que será eternamente (1Cor 13,8-13).

 

El evangelio (Lc 4,21-30) narra la segunda parte de la escena inaugural del ministerio de Jesús en la sinagoga de Nazaret. Después de la acogida atenta y llena de estupor ante las palabras de Jesús (véase comentario del domingo pasado), la escena se vuelva anticipación dramática de la historia de la pasión. El cambio en el auditorio es debido a la intervención de Jesús que interpreta los sentimientos de los presentes. El proverbio citado (“médico cúrate a ti mismo”, v. 23), indica que los habitantes de Nazaret esperaban no sólo palabras, sino hechos; querían presenciar algunos prodigios parecidos a los que Jesús había hecho en Cafarnaún. Se esperaban un “show” milagrero de su paisano. Pero Jesús les responde con otro dicho: “Ningún profeta es bien visto en su tierra”, haciendo entender que en Nazaret no realizará ningún milagro.

Las palabras de Jesús en los vv. 25-27, aludiendo a las historias proféticas de Elías y de Eliseo, desenmascaran sutilmente las intenciones de la gente. El profeta auténtico no busca satisfacer el gusto de su auditorio, ni se deja encerrar por condicionamientos nacionales o de sangre. Es soberanamente libre, como soberana es la Palabra que proclama. En estos versículos indirectamente se alude también al paso de la predicación de la salvación a los no-judíos. Jesús ha obrado ya en tierra extranjera (Cafarnaún), y un día la salvación se ofrecerá no a Israel, que la rechaza, sino a los paganos (Hch 13,46; 28,28).

Naamán, el sirio, y la viuda de Sarepta, simbolizan las condiciones que permiten a un profeta manifestar el poder de la Palabra, y que permitirían, por tanto, a Jesús realizar milagros y curaciones. Naamán es un hombre que aprende a obedecer y a confiar, abandonándose sin reparos a los caminos de Dios, deponiendo su autosuficiencia y su orgullo nacionalista ante las palabras del profeta Eliseo (2Re 5,1-14); la viuda de Sarepta es una mujer que se fía de Dios y arriesga su vida y la de su hijo, aun sin conocer a Elías, un extranjero con el que comparte lo poco que tiene para vivir (1 Re 17,1-9). La fe que lleva al abandono confiado en Dios (Naamán) y que nos hace capaces de arriesgar lo que somos y tenemos (la viuda de Sarepta) es la fe que exige Jesús y que tantas veces le ha hecho exclamar después de un milagro: “¡tu fe te ha salvado!”.

La intervención de Jesús en Nazaret se concluye con la revuelta de los presentes que intentan matarlo, pero sin lograrlo (Lc 4,29-30). El relato concluye con esta frase: “Él, abriéndose paso entre ellos, se fue” (v. 30). Se fue. ¿Hacia dónde? Hacia la misión para la cual el Espíritu lo había consagrado. Primero a Cafarnaún, luego a Galilea, y finalmente a Jerusalén, ya que un profeta debe morir en Jerusalén (Lc 13,13). Pero ni siquiera la muerte lo detendrá. Jesús sigue anunciando el evangelio del reino a través de sus discípulos, “hasta los confines de la tierra”(Hch 1,8). Muchos hombres y mujeres en el mundo entero, como en otro tiempo Naamán el Sirio y la viuda de Sarepta, experimentarán la acción terapéutica y salvadora de Jesús y de su evangelio. En Nazaret no fue posible. Jesús, el profeta consagrado por el Espíritu para “anunciar la buena noticia a los pobres”, no conoce confines. Su palabra alcanza horizontes ilimitados en la medida en que el evangelio se proclama y se vive. Jesús es “el gran profeta que ha surgido entre nosotros, a través del cual Dios ha visitado a su pueblo” (Lc 4,17). Como todos los auténticos profetas, tampoco él se ha dejado condicionar por las expectativas de los hombres, ni si ha dejado encerrar por las urgencias de lo inmediato. Como verdadero profeta no ha temido a la muerte, sino que “abriéndose paso entre ellos, se fue” (v. 30), caminando dócil a la Palabra y al Espíritu. El triunfo del profeta no está en el ser acogido por los hombres, sino en el ser obediente y fiel a la misión recibida.