QUINTO DOMINGO

(Tiempo Ordinario – Ciclo C)

 

 

 

 

Isaías 6,1-2a.3-8 

1 Corintios 15,1-11

Lucas 5,1-11

 

            El misterio de la vocación profética y apostólica constituye el tema dominante de las lecturas bíblicas de este domingo. A la raíz de toda llamada vocacional se encuentra la elección gratuita de parte de Dios que llama al hombre, apelando a su libertad, para realizar una misión concreta en la historia de la salvación. La vocación siempre parte de Dios: “¿a quién enviaré? (Is 6,8), “boga mar adentro” (Lc 5,4); encuentra su realización a través de la libre aceptación del hombre: “heme aquí, envíame” (Is 6,8); y desemboca en una misión concreta: “Ve, y di a ese pueblo” (Is 6,8), “desde ahora serás pescador de hombres” (Lc 5,10).

 

            La primera lectura (Is 6,1-2a.3-8) es la narración de la vocación del profeta Isaías. Todo ocurre en el Templo de Jerusalén, probablemente durante una liturgia solemne. Es “el año de la muerte del rey Ozías” (v. 1). Esta indicación cronológica tiene como objetivo colocar en la historia concreta del pueblo la manifestación de Yahvéh, ya que toda vocación madura y se realiza como misión en favor del pueblo de Dios. La escena se abre con el himno real cantado antifonalmente por los ministros de la corte celestial, los serafines, cuyo nombre en hebreo evoca el fuego y la movilidad de los rayos del sol, símbolo de Dios. El himno inicia evocando la santidad absoluta de Dios: “Santo, Santo, Santo, Yahvéh Sebaot” (v. 3a). El adjetivo “Santo” (hebreo: qadoš) indica el aspecto numinoso y trascendente del único y verdadero Dios. Dios es el Diverso, el Único, el Santo. El himno celebra su trascendencia y su perfección incontaminada. A continuación se añade: “llena está toda la tierra de su gloria” (v. 3b). El término “gloria” (hebreo: kabôd) es la manifestación de la santidad divina en el universo. La santidad del Señor se hace visible a través de su Gloria. La Gloria de Dios se hace visible en las obras de la creación y en sus actuaciones en la historia. Venciendo a los egipcios y haciendo pasar a su pueblo en medio del mar, el Señor “se cubrió de gloria” (Ex 14,18). El himno es acompañado del humo del incienso que llena el Templo (v. 4), que revela la presencia de Dios, pero que al mismo tiempo la oculta a la vista de los hombres. Dios es al mismo tiempo escondido y manifiesto, fascinante y terrible. Esta ha sido la experiencia de Isaías y la de todo fiel que acude al Templo: la experiencia de contemplar al Dios que es cercano e íntimo (gloria), pero al mismo tiempo lejano y absolutamente diverso (santidad).

            Delante del misterio divino Isaías descubre más vivamente su pequeñez y los límites de su humanidad. Isaías es un hombre “de labios impuros” y habita “en medio de un pueblo de labios impuros” (v. 6).  Por eso exclama delante de la grandiosa presencia del Dios Santo: “Ay de mí, que estoy perdido” (v. 5a). La frase en hebreo puede significar dos cosas: “estoy inmóvil, paralizado” o “me he quedado como mudo”. Las palabras del profeta aluden en ambos casos a una especie de muerte. Se ha quedado inmóvil y mudo como un cadáver. Es la inmovilidad y el silencio de la muerte. La Santidad de Dios le ha hecho experimentar, casi al limite de la muerte, su impureza y su condición humana precaria y fugaz. Si Dios no interviene, el profeta puede quedar sumido en el mundo de la muerte. Es en este momento cuando uno de los serafines se acerca y le toca los labios con una brasa ardiente que ha tomado del altar (vv. 6-7a). Entonces el profeta escucha estas palabras: “He aquí que esto ha tocado tus labios; se ha retirado tu culpa, tu pecado está expiado” (v. 7b). La santidad divina se revela ahora como gracia y vida para el hombre. Isaías, que antes ha descubierto y aceptado su pecado y su fragilidad humana delante de Dios, ahora se deja purificar por Él.

Dios le hace pasar de la parálisis y la mudez de la muerte a la vida, convirtiéndose así en un hombre nuevo capaz de llevar a otros la palabra de Dios. De ahora en adelante Isaías no se pertenece a sí mismo. Por eso, cuando escucha que Dios pregunta: “¿a quién enviaré? ¿Quién irá de nuestra parte?” (v. 8a), responde: “Heme aquí, envíame” (v. 8b). Esta última frase no pone de manifiesto solamente la disponibilidad de Isaías, sino sobre todo la capacidad que ahora posee para escuchar a Dios y ser enviado a proclamar su Palabra. La vocación de Isaías demuestra por una parte, que toda vocación nace del encuentro con Dios y supone una experiencia de muerte; y por otra, que toda vocación se realiza a partir de la libertad del hombre y exige prontitud, espontaneidad y entusiasmo.

 

La segunda lectura (1 Cor 15,1-11) es una confesión de fe de Pablo, con la cual intenta mostrar que su testimonio personal y su obra evangelizadora concuerdan con la tradición apostólica: “yo les transmití, lo que a mi vez recibí” (v. 3). El contenido de su predicación lo sintetiza citando un fragmento del primer Credo cristiano, centrado en el misterio pascual de Cristo, iluminado por las Escrituras y experimentado personalmente por tantos creyentes (vv. 3-8). El misterio de su llamada lo expresa desde la doble vertiente de toda vocación: la iniciativa divina (v. 10: “por la gracia de Dios soy lo que soy”) y la libre adhesión humana (v. 10b: “la gracia de Dios no ha sido estéril en mí, he trabajado más que todos los demás”). No importa ser como Pablo, como “un aborto”, “el último de los apóstoles e indigno de ese nombre” (vv. 8-9). Toda vocación está llamada a ser una opción de vida fascinante y fecunda.

 

El evangelio (Lc 5,-11) narra la llamada de los primeros discípulos, que en el evangelio de Lucas, a diferencia de Marcos, ocurre después que Jesús ha iniciado su ministerio público. El hilo conductor del relato es el tema de la Palabra. Al inicio se dice que la gente se juntó para “oír la palabra de Dios” que Jesús predicaba a la orilla del lago (v. 1); en el centro de la narración, Simón, a pesar de que su sentido común y su larga experiencia de pescador le decían que era inútil echar las redes, lo hace en obediencia a la palabra de Jesús: “Maestro, estuvimos toda la noche intentando pescar, pero sin conseguir nada, pero en tu palabra, echaré las redes” (v. 5); al final, resuena la palabra de Jesús (v. 10: “no temas, desde ahora serás pescador de hombres”), que convoca e invita a la misión. Al inicio la Palabra es anuncio y enseñanza, fuerza que convoca al gentío; en el centro del relato la Palabra es fuerza y poder eficaz que hace posible una pesca extraordinaria; al final, la Palabra es llamada que invita a la misión y que fundamenta la vocación de los primeros discípulos. Así es la Palabra de Dios: una palabra que se anuncia, una palabra que se demuestra eficaz, y una palabra que llama y convoca al seguimiento de Jesús.

Hay dos momentos importantes en el relato: (a) el diálogo de Jesús con Simón que desemboca en la pesca milagrosa y en la reacción de éste, y (b) la invitación que hace Jesús a ser “pescadores de hombres” y la respuesta inmediata de aquellos primeros discípulos.

 

(a) Jesús, Simón y la pesca milagrosa.-  En el evangelio de Lucas, Jesús y Simón se conocen desde hace algún tiempo (Lc 4,38); sin embargo, este encuentro en el lago será decisivo y cambiará para siempre la vida de Simón. Después que terminó de hablar a la gente, Jesús le pide que reme hacia dentro del lago y eche las redes para pescar (v. 4). Pedro opone una primera resistencia a partir de su competencia como pescador profesional (¡aquella no era hora de pesca!) y de la experiencia infructuosa de la noche anterior; sin embargo, al final se fía de la palabra de Jesús, a quien llama epistatês, que no es exactamente “maestro” como se traduce habitualmente, sino que designa a alguien que tiene autoridad sobre un grupo, que es de fiar (v. 5). Para Simón, Jesús es alguien de fiar; por eso antepone la confianza en él a cualquier otra evidencia fundada en la realidad o en la propia experiencia. Ocurre una pesca extraordinaria. Y Simón reacciona atemorizado: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador” (v. 8). Ahora Jesús no es simplemente un epistatês, alguien de fiar, sino el kyrios, el Señor. Simón ha descubierto que la palabra de Jesús es poderosa y eficaz. Ha intuido que en Jesús está presente la fuerza y el misterio de la divinidad, aquella misma santidad que hizo que Isaías se aterrorizara (primera lectura). Por eso se postra y se reconoce pecador. Delante del poder de Dios que se manifiesta, Simón reconoce su límite y su pequeñez. No es tanto la confesión de una vida pecaminosa, sino el reconocimiento de la infinita distancia que hay entre el hombre y Dios. Entonces Jesús le dice: “No temas”. Como en el caso de Isaías, también aquel pescador de Galilea descubre que la santidad y el poder de Dios no aniquilan al hombre, sino que lo salvan y le dan la vida. Aquella palabra de Jesús que lo invita a superar el miedo es eficaz, pues no sólo lo tranquiliza, sino que lo prepara a la misión. Aquel encuentro con Dios, a través de Jesús y su palabra poderosa, le hacen vislumbrar a Simón un nuevo horizonte. Con aquella experiencia descubre su propia misión en favor de los hombres.

 

(b) “Pescadores de hombres”.-  Junto a Simón aparecen al final del relato Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran socios suyos en el trabajo de la pesca. Aunque Jesús se dirige sólo a Simón, éste representa ahí a todos los discípulos que serán llamados después de él. La frase de Jesús: “desde ahora serás pescador de hombres” indica la misión a la que ahora es llamado Simón y con él también sus compañeros. El término griego utilizado por Lucas y que se traduce por “pescador” es el participio del verbo  zôgreô, que significa agarrar vivo un animal para llevarlo al circo o al zoológico. Para Lucas esto es el apostolado: llevar a la vida. La misión cristiana es un llevar a los hombres a la vida verdadera. Ser “pescador de hombres” es ser “constructor de hombres”, es consagrar la existencia al servicio de la vida de los hombres.

 

La vocación es una aventura fascinante que todos estamos llamados a vivir. Es esa llamada que todos tenemos que obedecer, que se va fraguando en la realidad y en el quehacer diario. Es ese proyecto personal que Dios ha pensado para cada uno, que se concretiza y articula a lo largo de toda la vida mediante múltiples elecciones y no menos renuncias. Hay, sin embargo, momentos especialmente lúcidos en los que se debe apostar sin demora y atreverse a correr el riesgo de la incertidumbre, en un total abandono a Dios que nos llama, como hizo Isaías ante Yahvéh y como hizo Simón ante Jesús. En el evangelio de hoy el milagro que realiza la palabra de Jesús no es tanto la pesca extraordinaria, sino el nuevo inicio en la vida de Simón y sus compañeros. El evento de gracia de la vocación y de la misión es el verdadero milagro del relato: aquellos hombres dejaron todo y siguieron a Jesús.