DOMINGO SEXTO

(Ciclo C)

 

 

 

 

Jeremías 17,5-8

1 Corintios 15,16-20

Lucas 6,17.20-26

 

            El centro de interés de las lecturas bíblicas de este domingo se encuentra en el texto evangélico de las bienaventuranzas, que delinea los grandes rasgos del reino anunciando por Jesús e invita a un radical examen de conciencia del ser cristiano. Las bienaventuranzas y las maldiciones proclamadas por Jesús son la medida de la autenticidad de nuestra existencia cristiana. Sobre todo en la versión de Lucas, dirigida explícitamente a los discípulos de Jesús, inspirada en esquemas proféticos del Antiguo Testamento y con un contenido vigoroso de fuerte carácter social. Las bienaventuranzas demuestran que el cristianismo es la proclamación de un nuevo orden de relaciones humanas, en donde los pobres, los que sufren, los que lloran y son excluidos, son privilegiados y felices, no porque sean buenos, sino porque Dios está de su parte y ha comenzado a transformar este mundo en su favor. El privilegio de los pobres y de los infelices de este mundo no hay que buscarlo en ellos mismos, en las actitudes espirituales que se les pueda atribuir, sino en la naturaleza del reino anunciado por Jesús y en la misericordia de Dios que ama preferentemente al indigente.

 

            La primera lectura (Jer 17,5-8) es un texto sapiencial que pone en claro contraste la actitud del hombre que confía en el hombre (literalmente en hebreo “en la carne”, es decir, en la debilidad y caducidad humana), y del hombre que pone toda su confianza en Dios. El verbo hebreo batah, confiar, es el verbo típico de la fe-confianza. Por eso el texto declara “maldito”, es decir, excluido de las promesas, estéril, infeliz, a quien pone su propia estabilidad, el fundamento de todo el edificio de su existencia, en sí mismo y en la caducidad humana: “maldito el hombre que confía en el hombre” (17,5); y declara “bendito”, es decir, fecundo, lleno de vida, al hombre que cimienta toda su existencia en la fidelidad de la palabra de Dios: “bendito el hombre que confía en el Señor” (17,7). Dos son, por tanto, las opciones fundamentales de todo ser humano: la autosuficiencia idolátrica o la adhesión gozosa al proyecto de Dios. La doble imagen vegetal muestra vivamente las consecuencias de los dos estilos de vida: para el hombre que vive abierto a Dios y pone en él toda su confianza, un horizonte de vida, de frescura, de frutos constantes; para el hombre pecador que vive alejado de Dios y pone su confianza en los ídolos, muerte, aridez, esterilidad y amargura.

 

            La segunda lectura (1 Cor 15,16-20) nos ofrece un típico ejemplo de razonamiento al estilo rabínico, por medio de “absurdos”, a través de los cuales Pablo pone en evidencia la resonancia existencial que tiene la resurrección de Cristo en la vida del creyente. La negación de tal resonancia, que es nuestra resurrección, arrastra consigo la negación de la resurrección de Cristo y su eficacia salvadora (v. 16). La negación de la resurrección de Cristo trae come consecuencia la negación de su gloria y de su divinidad y, por tanto, de la misma fe cristiana (v. 17). La negación de la fe cristiana implica la negación de nuestra salvación (v. 18) y de nuestra esperanza (v. 19). Todas estas negaciones, razona Pablo, son absurdas, pues la comunidad cristiana posee la certeza del poder vivificante de Cristo (v. 20: “Pero no, Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primer fruto de quienes duermen el sueño de la muerte”). Una certeza que se fundamenta en la experiencia del Espíritu que testimonia nuestra liberación de todo mal. Todo lo absurdo de tales argumentaciones, por tanto, cae por su propio peso.

 

            El evangelio (Lc 6,17.20-26) nos ofrece la proclamación fundamental de Jesús condensada en las bienaventuranzas, dirigida a los pobres e infelices, y en los ayes, que tienen como destinatarios a los ricos de este mundo. Las bienaventuranzas evangélicas tienen su raíz en la tradición bíblica, tanto en los libros sapienciales como en los proféticos. En los salmos y en la literatura sapiencial se declara a una persona “bienaventurada” o “feliz” (hebreo ’ashrê ) sobre todo porque cumple con la ley del Señor: “¡Bienaventurado (o feliz, dichoso) el hombre que no sigue el consejo de los malvados, ni se entretiene en el camino de los pecadores... sino que pone su alegría en la ley del Señor, meditándola día y noche!” (Sal 1,1); “¡Dichosos los que con vida intachable siguen la ley del Señor!” (Sal 119,1); “¡Dichoso el que teme al Señor y sigue su camino!” (Sal 128,1). En cambio, las maldiciones, o “ayes”, son más frecuentes en los profetas. Son como un grito de dolor, de lamento, de luto, delante de una situación que se juzga radicalmente negativa porque conduce a la muerte. Por ejemplo: “¡Ay de los que disimulan sus planes para ocultarlos al Señor!” (Is 29,15); “¡Ay de los hijos rebeldes –oráculo del Señor- que hacen proyectos sin tenerme en cuenta” (Is 30,1); “¡Ay de ti, destructor, que no has sido destruido!” (Is 33,1). Son como lamentos de luto sobre situaciones de muerte, que al mismo tiempo contienen una amenaza.

            Entre las bienaventuranzas del Antiguo Testamento y del judaísmo tardío y las bienaventuranzas de Jesús hay una diferencia fundamental. Mientras en las primeras se declara feliz y se promete la salvación a quien, con su comportamiento, manifiesta fidelidad a Dios y a la Ley, en el evangelio Jesús no formula ningún comportamiento previo como condición para ser declarado dichoso. Jesús dirige las bienaventuranzas simplemente a los pobres, a los hambrientos, a los que lloran, a los perseguidos, como declaración de felicidad. Los declara felices, no por un determinado comportamiento ético que los haga merecedores de la bienaventuranza, sino porque su dicha se fundamenta en la cercanía y la misericordia de Dios que se hace presente con el reino que él anuncia. Los pobres, los infelices, los desdichados y perseguidos, son declarados felices desde ahora, no solamente en el futuro reino de Dios: no porque la pobreza en sí sea una felicidad, sino porque, viviendo en tal condición de marginación e indigencia, son ya desde ahora los seguros y privilegiados destinatarios de la acción soberana y misericordiosa de Dios.

            La perspectiva de Lucas es diversa de la de Mateo. Mientras las bienaventuranzas de Mateo subrayan las actitudes interiores con las que se debe acoger el reino, como la misericordia, la justicia o la pureza de corazón, Lucas se dirige y declara felices a aquellos que viven en situaciones concretas de pobreza y marginación. La bienaventuranza central y que incluye las otras (los que tienen hambre, los que lloran) es la dirigida a los pobres (v. 20). Los pobres son aquellos que carecen de alimento, casa, vestido y libertad. Son los anawim, los que en el Antiguo Testamento tienen a Dios como único defensor (Is 58,6-7) y que debido a su condición de infelicidad confían sólo en el auxilio divino. Son los primeros destinatarios del ministerio de Jesús (Lc 4,18; 7,18-23). Son los que padecen la carencia material como el Lázaro de la parábola (Lc 16,19-31), pobreza muchas veces agravada a causa de la injusticia, el abuso y la explotación. De ellos es el reino de Dios, pues con Jesús se ha manifestado la predilección y la misericordia divina hacia ellos, condenando todo tipo de injusticia e invitando a cambiar las estructuras de este mundo en su favor. La última bienaventuranza (vv. 22-23), en cambio, es dirigida a los cristianos que son odiados, excluidos e insultados a causa de su fe en Cristo. Su felicidad no consiste en el padecer, sino en la conciencia de estar llamados a poseer un “una recompensa grande en el cielo”.

            Los dos primeros ayes se dirigen como lamento y amenaza a los opulentos y acomodados de este mundo, que viven indiferentes ante la miseria de los pobres y satisfechos de lo que son y lo que poseen: “¡Ay de vosotros, ricos..!”; “¡Ay de vosotros, los que ahora estáis satisfechos!”. Los dos últimos ayes, en cambio, tienen como destinatarios a los que ríen y a los que tienen buena fama. Los primeros son aquellos a quienes el Antiguo Testamento llama “insensatos” o “necios”, que se divierten con la desventura ajena, a través de la burla (Prov 10,23) o del chisme (Prov 12,18; 20,19), y que viven en una felicidad ilusoria creyéndose seguros de si mismos (Prov 12,15). Es a ellos a los que Jesús les dice: “¡Ay de vosotros que ahora reís..!”. Los últimos, los que gozan de buena reputación, son identificados, en consonancia con la tradición bíblica, con los “falsos profetas”. Son los que hablan en nombre de Dios, pero por oportunismo, con el fin de tranquilizar la conciencia de quienes los escuchan y alcanzar privilegios de todo tipo en la sociedad: “¡Ay cuando todos hablen bien de vosotros, pues lo mismo hacían vuestros antepasados con los falsos profetas!”.