SÉPTIMO DOMINGO

(Ciclo C)

 

 

 

 

1 Samuel 26,2.7-9.12-13.22-23

1 Corintios 15,45-49

Lucas 6,27-38

 

            Este domingo se proclama en la liturgia la primera parte del llamado “discurso de la llanura” del evangelio de Lucas (cf. Lc 6,17), en el cual Jesús condensa los principios fundamentales y los valores esenciales de la vida del discípulo cristiano. Se trata de un verdadero canto al amor y al perdón sin límites, a imagen del Padre, que es “bueno con los ingratos y malos” (Lc 6,35). Sólo asumiendo como propio el comportamiento misericordioso de Dios se podrá recrear una humanidad nueva. El amor del discípulo de Jesús es una acción y una tarea que desbordan el simple sentimiento; por eso alcanza incluso a aquellos que aparentemente no lo merecen.

 

            La primera lectura (1 Sam 26,2.7-9.12-13.22-23) nos hace percibir en un relato del primer libro de Samuel el valor del perdón valiente y generoso, como conquista de la libertad del espíritu humano y como reflejo de Dios mismo en quien el amor vence a la justicia. Se trata del famoso episodio del desierto de Zif, cuando David, teniendo la posibilidad de acabar con su adversario, elige el camino del perdón. Desde hacía algún tiempo David, el joven pastor que se había enrolado al servicio del rey Saúl, era perseguido a muerte por el mismo rey, que lo envidiaba a causa de su popularidad entre el pueblo. David se había vuelto un proscrito en el reino, obligado a vivir como fugitivo y nómada por lugares deshabitados. Por eso es que Saúl “salió y bajó al desierto de Zif con tres mil hombres elegidos de Israel, para buscar allí a David” (v. 2). Mientras el rey dormía, David y Abisay, su ayudante, se acercan al campamento. Es el momento oportuno de la venganza. Abisay, en efecto, aconseja a David: “Dios pone hoy en tus manos a tu enemigo” (v. 7). Sin embargo, David se muestra magnánimo al extremo, respetando la vida del rey y perdonándole la vida. Se limita a dejar todo en manos de Dios, y al final del relato, desde el otro lado de la montaña le grita al rey: “El Señor retribuirá a cada uno conforme a sus méritos y su lealtad; él te puso hoy en mis manos, pero yo no he querido hacer daño al ungido del Señor” (v. 23). David, antes de ser rey-pastor de su pueblo, llegó a ser para todo hebreo modelo de misericordia y de clemencia.

 

            La segunda lectura (1 Cor 15,45-49) nos pone delante de una relectura alegórica que hace Pablo de Génesis 2-3, a la luz del complejo argumento de los “dos adanes”, que existía ya en la teología judeo-helenística, sobre todo en Filón de Alejandría. Dejando de lado las complicadas ramificaciones especulativas sobre el tema, recordamos sólo lo esencial del mensaje paulino. Para el Apóstol, el cristiano conoce dos fases: una terrestre, “animal, natural, corruptible”; y otra “espiritual, celeste, incorruptible”. Todos nacemos como Adán, terrestre y pecador; pero estamos llamados a ser semejantes al Adán perfecto, Cristo, entrando con él en la gloria. Adán, en efecto, fue creado “ser viviente” (Gen 2,7), sólo Cristo es “espíritu que da vida”.

 

            El evangelio (Lc 6,27-38) está construido sobre dos principios de vida fundamentales: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten a vosotros” (v. 31) y “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (v. 36).

 

El primer principio: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten a vosotros” (v. 31) constituye la llamada “regla de oro” de la convivencia humana, sobre la que se fundamentan relaciones sociales justas y que se conocía ya en la tradición judía y en otras corrientes filosóficas y éticas. La novedad del evangelio es que Jesús expande este principio hasta el infinito, exigiendo a sus discípulos no sólo no hacer el mal, sino buscar el bien de los demás como quisiéramos que los otros lo hicieran con nosotros. La expresión máxima de este “tratar bien” a los demás se encuentra en el amor a los enemigos, que se concretiza en el amor al adversario personal que en las situaciones cotidianas actúa en forma injusta y deshonesta, y también en el respeto y la tolerancia a quien es diverso de mí o me resulta antagónico u hostil por su forma de pensar o actuar. La exhortación de Jesús “amad a vuestros enemigos” se concretiza en el “haced bien a los que os odian” (v. 27). Esto demuestra que la actitud evangélica frente al adversario no es sentimentalismo desencarnado, sino que se realiza a través de gestos concretos de asistencia y ayuda buscando su bien. Este comportamiento sorprendente se manifiesta a través del “bendecir” (eulogein) al enemigo que me maldice (v. 28) y del orar por los perseguidores. El verbo griego eulogein no significa sólo “bendecir”, sino también “alabar”. Se trata por tanto de “bendecir”, “decir-bien”, de quien me maldice, de quien “dice-mal” de mí. La exhortación a orar por los enemigos hace ver que el amor no debe ser el resultado de estrategias y tácticas hábiles, de buena educación o de oportunismo, sino de una oración fuerte y fecunda que lleva a la conversión del corazón. Quien no ora por su adversario, no podrá luego ben-decirlo, ni amarlo. El modelo del orante que reza por sus enemigos es Jesús crucificado, que en el evangelio de Lucas afirma: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).

            El evangelio ofrece tres ejemplos concretos de este amor ilimitado y fuerte: “la bofetada”, “el manto”, y el “préstamo”. Son solo tres ejemplos escogidos para mostrar cómo se debe vivir en lo concreto y lo cotidiano de cada día el amor al enemigo. De frente a las acciones más agresivas e injustas, el cristiano no actúa jamás con violencia, ni renuncia a la lógica de la donación gratuita y sin límites en favor de los demás. Jesús, finalmente, añade una última característica a este amor. No se debe limitar al pequeño círculo de “los que nos aman”, pues esto sería seguir el estilo de “los pecadores”, “que aman a quienes les aman”, basados en la lógica del contracambio: dar para recibir (v. 32-34). Quien actúa de este modo es generoso sólo en apariencia; en realidad, no tiene ningún mérito, porque todo lo realiza por propio interés personal.

           En el v. 35 se resumen todos los temas anteriores en una bellísima síntesis que es como la definición del ser cristiano: “Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio; y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo, pues él es bueno con los ingratos y los perversos”. Y así conectamos con el segundo principio fundamental: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (v. 36). Ahora el modelo es infinito: el amor de Dios. Sólo a través de esta “imitación” de Dios nos volvemos sus hijos (v. 35: “seréis hijos del Altísimo”). Para Lucas, el amor misericordioso a imagen del Padre, es el principio unificador de toda la existencia cristiana. Es parte fundamental del credo bíblico la afirmación de Dios como “Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor y fidelidad” (Ex 34,6). El discípulo de Jesús asume esta misma condición de Dios cuando, como Él, manifiesta compasión y ternura, amor eficaz y fidelidad hacia los demás.

            El texto se cierra con dos exhortaciones de Jesús que expresan la actitud misericordiosa que debe tener todo cristiano. La primera es: “No juzguéis... no condenéis”. Aquí lo que Jesús prohíbe no es el discernimiento de lo que es bueno o malo, sino la crítica y la condena de los otros, que manifiestan la condición de superioridad de quien juzga sobre quien es juzgado. Y no sólo eso. Juzgar y condenar es colocarse en el lugar de Dios, que es el único que conoce los corazones, mientras el hombre ve sólo las apariencias (1 Sam 16,7). La segunda exhortación es “perdonad y seréis perdonados”. A la primera parte en negativo, se añade ahora una segunda parte en positivo: el perdón cristiano, ilimitado y lleno de misericordia, que recuerda otra sentencia de Jesús: “Si tu hermano peca, repréndelo; pero si se arrepiente, perdónalo. Si peca siete veces al día contra ti, y siete veces se arrepiente, diciendo: me arrepiento, tú lo perdonarás” (Lc 17,3-4).

            Para subrayar la importancia decisiva de estas actitudes, Jesús coloca a su auditorio en el momento escatológico, cuando todos compareceremos delante de Dios. El secreto para no ser juzgados, ni condenados y, al mismo tiempo, para recibir misericordia, es tenerla para los demás. En otras palabras, la única posibilidad que tiene el hombre para evitar la condena de parte de Dios y ser acogido con misericordia, es abstenerse de juzgar y condenar al hermano y perdonarlo siempre. El destino del discípulo se decide cada día en base a la misericordia. “A la tarde te examinarán en el amor” (San Juan de la Cruz).