DOMINGO OCTAVO

(Tiempo ordinario – Ciclo C)

 

 

 

 

Eclesiástico 27,4-7

1 Corintios 15,54-58

Lucas 6,39-45

 

            La liturgia de este domingo es una invitación a entrar en nosotros mismos para enriquecer el corazón a la luz de la palabra de Jesús y transformarlo en un “árbol bueno que dé fruto bueno”.  El hipócrita, como dice el evangelio de hoy, sólo sabe ver la basura en el ojo ajeno, pero no logra ver la del propio ojo. Tiene miedo de mirarse a sí mismo y se encierra en la inconsciencia de la soberbia. La lucha contra la hipocresía y la recuperación de la sinceridad del corazón son indispensables para el discípulo de Jesús, pues el orgullo es el pecado fundamental que ciega y que obstruye la puerta a la acción de Dios.

 

            La primera lectura (Eclesiástico 27,4-7) nos ofrece una pequeña joya de sabiduría, tomada del libro del Eclesiástico o Sirácida, una obra que ha llegado hasta nosotros en una traducción griega realizada en el año 132 antes de Cristo. El autor parte de una imagen tomada del mundo de la orfebrería (v. 4: “cuando la criba se sacude, quedan los desechos”) y de otra tomada del mundo vegetal (v. 6: “el fruto manifiesta el cultivo del árbol”). De la misma forma, el verdadero valor de una persona se reconoce a través de sus expresiones sociales, es decir, de su forma de relacionarse con el mundo y con los otros. El hombre se da a conocer sobre todo a partir de sus palabras. La palabra, en efecto, “revela el pensamiento del corazón humano” (v. 6). El texto supone una profunda relación entre la interioridad de la persona, representada por el corazón, y sus expresiones exteriores, representadas por la palabra. El ideal del sabio bíblico es un corazón limpio y una lengua pacificadora. Por eso el salmista reza así: “Coloca, Señor, en mi boca un centinela, un vigilante a la puerta de mis labios. No dejes que mi corazón se incline a la maldad” (Salmo 141,3-4). Se trata de alcanzar una vida interior iluminada por la palabra de Dios y una conducta y un lenguaje coherente con el propio corazón.

 

            La segunda lectura (1 Corintios 15,54-58) constituye la conclusión del capítulo quince de la primera carta a los corintios, dedicado enteramente al tema de la resurrección de Cristo como principio y fundamento de la vida cristiana. Al final de sus reflexiones, Pablo estalla en un grito de victoria y de gozo, evocando dos textos del Antiguo Testamento: “La muerte ha sido vencida” (cf. Is 25,8); “¿Dónde está muerte tu victoria, tu aguijón?” (cf. Os 13,14). La muerte ha sido reducida a una impotencia total en Cristo. Pablo además, a partir de la imagen del aguijón venenoso del escorpión (Ap 9,10, precisa cuál es la última raíz de la muerte total del hombre: la raíz de la muerte es el pecado. También de este veneno mortal nos ha liberado Dios en Cristo Resucitado.

 

            El evangelio (Lucas 6,39-45) de este domingo es la continuación del “discurso de la llanura” que iniciamos el domingo pasado, con el cual concluimos la lectura litúrgica de este discurso fundamental de Jesús. El texto de este domingo gira en torno a dos temáticas fundamentales: (a) Motivaciones para el amor misericordioso y (b) La Palabra de Jesús como principio de acción del discípulo. Comentamos por separado ambas temáticas.

 

            (a) Motivaciones para el amor misericordioso.- En primer lugar Lucas habla del “ciego que guía a otro ciego”, una expresión que en el contexto del capítulo hace referencia al discípulo de Jesús que no practica la misericordia y, por tanto, no se abstiene de juzgar y de condenar a los otros. Se le llama “ciego” porque no actúa según el ejemplo del Dios misericordioso, que “es bueno con los ingratos y malos” (Lc 6,35), y continúa siendo intolerante e inflexible con los demás a los cuales juzga y condena continuamente (Lc 6,37). Con esta actitud se corre el riesgo no sólo de hacer mucho daño, sino también de crear las condiciones para que los demás adquieran el mismo estilo de vida: “los dos caerán en el hoyo”.

            Un segundo proverbio hace referencia al ideal del discípulo, que en el mundo judío no consistía en superar al maestro con la adquisición de nuevas doctrinas o teorías, sino en el asemejarse a él logrando aprender la tradición que él transmitía (Lc 6,40). En el contexto del discurso de Lucas, el proverbio está dirigido al discípulo cristiano, el cual debe empeñarse en la asimilación vital de las instrucciones de Jesús, su maestro, quien  ha vivido y ha enseñado la misericordia sin límites, a imitación del Padre del cielo.

            Una última motivación para no juzgar y condenar a los otros, sino tratarlos con misericordia, la ofrece la imagen de “la pelusa” y “la viga” (Lc 6,41-42). Se subraya la incoherencia de la persona que está atenta al pequeño defecto del hermano, mientras pierde de vista el propio que es enorme. “Hipócrita” es el epíteto que cuadra bien para aquel que vive la experiencia de fe en modo doble o falso (Lc 12,56; 13,15), como la de quien, condenando los fallos del hermano, no sabe reconocer los propios. La pequeña hipérbole concluye con la exhortación a convertirse antes de juzgar a los otros. Por tanto, además de prohibir el juicio y la condena, la argumentación basada sobre la pelusa y la viga, exige un profundo cambio del corazón y de la vida. El término “hermano” aparece cuatro veces en dos versículos. La verdadera motivación a no juzgar está precisamente en la fraternidad. Entre hermanos ninguno es superior a otro; por tanto, queda fuera de lugar cualquier juicio y condena recíproca.

 

            (b) La palabra de Jesús como principio de conducta.-  La imagen del árbol y de los frutos está tomada del mundo sapiencial del Antiguo Testamento (Sal 1,3; Prov 11,30; Eclo 27,6). Los frutos representan la manifestación exterior, casi espontánea, de la asimilación del camino de la sabiduría. El hombre sabio que pone su gozo en la Ley del Señor y la medita día y noche, haciendo de ella su alimento y el principio orientador de toda su existencia, será como un árbol plantado junto a corrientes de agua, que “da fruto a su tiempo y sus hojas no se marchitan” (Salmo 1,1-3).

            El texto habla de “árbol bueno” y “árbol malo”. Esta distinción obviamente no se refiere a una bondad y a una maldad intrínseca a los hombres, en una especie de determinismo según el cual hay personas rectas que hacen el bien y personas malas que se obstinan en el mal. En la perspectiva del evangelio, la bondad o maldad del árbol está en relación con la acogida de la palabra de Jesús. Quien la acoge y la pone en práctica, logrará realizar obras buenas, al contrario de quien rechaza la enseñanza de Jesús. Por eso Lucas afirma: “No hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno” (Lc 6,43). El árbol “bueno” corresponde al “hombre bueno” que “saca el bien del buen tesoro de su corazón”; el árbol “malo”, al “hombre malo”, que de su mal corazón saca lo malo. El tesoro del corazón es la palabra de Jesús que ilumina y guía al discípulo en toda su existencia, convirtiéndolo en árbol bueno que da frutos buenos y en hombre bueno que hace cosas buenas.

            El texto concluye aludiendo a la relación existente entre el discípulo y sus obras: “De la abundancia del corazón habla la boca” (v. 45). La frase se refiere explícitamente a la relación entre corazón (interioridad, pensamientos, proyectos) y boca (palabra, lenguaje), pero en realidad, como en la primera lectura de hoy, se alude a todo acto externo realizado por el creyente. De la boca del creyente no sólo no saldrán palabras hirientes, falsas e inmorales, sino que su corazón, iluminado por el evangelio, también se pondrá de manifiesto a través de obras coherentes con el amor servicial y misericordioso que Jesús ha colocado en el centro de su enseñanza.