Is 42,1-4.6-7

Hech 10,34-38

Mc 1,7-11

 

            La celebración litúrgica del bautismo del Señor recuerda aquel momento inicial del ministerio público de Jesús en el cual, en medio de  la trama ordinaria de su existencia humana, una intervención excepcional de Dios deja entrever el misterio escondido en su persona. La voz que se deja oír en el Jordán, “Tú eres mi Hijo amado”, marca en cierta forma la aparición oficial de Jesús en la tierra de Israel y sintetiza toda su existencia y misión. Se escuchará otra vez en el monte de la Transfiguración y finalmente en la cruz a través de la confesión de fe de uno de los primeros creyentes, un centurión romano. El evento del bautismo es como la expresión externa de la vocación mesiánica de Jesús quien, a través de la mediación de Juan el Bautista, confirmado por la voz del Padre y ungido por la fuerza del Espíritu, inicia su ministerio mesiánico. Un ministerio de servicio y de amor. La unción que Jesús recibe en el Bautismo es lo prepara para la llevar la buena nueva de la liberación a los pobres y sufrientes, para hacer presente la salvación a los pecadores y alejados.

 

            La primera lectura (Is 42,1-4.6-7) es el primero de los cánticos del “siervo del Señor” en el libro del profeta Isaías. En los vv. 1-4 Dios presenta a un personaje misterioso a quien llama “siervo”, título de honor que la Biblia da a los grandes hombres que han colaborado con Dios en la historia de la salvación (Moisés, David, Josué, etc.): “he aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma” (v.l ). Estará lleno del Espíritu de Dios, que en la Biblia es símbolo de la vida, la fuerza y la novedad de Dios: “he puesto mi espíritu sobre él” (v. 1). Proclamará la salvación y la esperanza. Sin violencia ni prepotencia, no sólo proclamará la verdad de parte de Dios, sino que recuperará lo que está por perderse y reanimará lo que está por apagarse: “Dictará la ley a las naciones. No vociferará, ni alzará el tono... caña quebrada no partirá y mecha mortecina no apagará, hasta implantar en la tierra el derecho” (v. 2-3).

En los vv. 6-7 Dios se dirige personalmente al siervo asegurándole su misión como parte del plan salvador de Dios. El siervo ha sido “formado” por Dios, como fue formado el primer hombre en Gen 2,7, y ha sido destinado para una misión de liberación en favor de Israel y de todos los pueblos: “para ser alianza del pueblo y luz de las naciones, para abrir los ojos al ciego, para sacar del calabozo al preso, de la cárcel a los que viven en tinieblas” (vv. 6-7).

            Históricamente este cántico hacía referencia probablemente al rey persa Ciro, considerado siervo-mesías del Señor, pues con sus decisiones históricas en favor de Israel estaba colaborando misteriosamente con Dios y su proyecto salvífico. A este poema, como a los demás poemas del siervo en el profeta Isaías, pronto se les dio un sentido mesiánico, y de ellos se sirvieron los autores del Nuevo Testamento para comprender y presentar mejor la figura de Jesús, el Mesías, verdadero Siervo de Dios.

 

            La segunda lectura (Hch 10,34-38) forma parte del núcleo central del discurso de Pedro en casa del centurión Cornelio. La obra salvadora de Dios es universal, pues él “no hace acepción de personas” (v. 34) y se concretiza en Jesucristo, “Señor de todos”, por medio del cual Dios ha anunciado la Buena nueva de la paz a los hijos de Israel (v. 36). Pedro se remonta luego al mismo momento inicial del ministerio de Jesús. En primer lugar hace alusión al bautismo de Jesús, una especie de “consagración” mesiánica mediante el Espíritu que baja sobre él, e inmediatamente después habla de la actividad pública de Jesús, sintetizada en sus gestos de liberación en favor del hombre sufriente y oprimido. La obra liberadora de Jesús queda explicada en una breve frase: “porque Dios estaba con él” (v. 38).

 

            El evangelio (Mc 1,7-11) presenta claramente dos partes. En la primera se hace una síntesis de la predicación de Juan Bautista (vv. 7-8); en la segunda, se describe el evento del bautismo de Jesús (vv. 9-11)

 

            (a) La predicación de Juan el Bautista (vv. 7-8)

Juan es el último de los profetas de la antigua alianza. Marcos en su evangelio lo ha identificado con el heraldo de Is 40,3, que alzaba su voz al final del exilio para consolar al pueblo que estaba por regresar a la tierra. El vestido y la austeridad de Juan recuerdan también al profeta Elías (2Re 1,8; Zac 13,4), celoso por la gloria de Dios y cuyo ministerio fue decisivo en un momento en que la religión yavista era amenazada de sincretismo y de infidelidad.

Juan predica en “el desierto”, lugar de decisión y de prueba. Hasta él acuden, movidos por su fama, los que en Judea y en Jerusalén no hallan la respuesta. Practica un rito penitencial, un “bautismo de conversión” (metanoia) (v. 4), que se expresa en la confesión pública de los pecados y que sella la reconciliación con Dios (v. 5). Juan está a la orilla del río del Jordán (v. 5). El lugar es significativo. Quienes acuden a él reviven el camino de Israel, que atraviesa el Jordán antes de entrar en la tierra prometida. Sólo que ahora se preparan, no a tomar posesión de la tierra, sino a recibir al Señor que está por llegar.

La voz y el gesto de Juan hablan de otra persona, uno que viene detrás de él y que “es más fuerte” (v. 7): Cristo Jesús, “el fuerte” por excelencia, como Dios. El calificativo recuerda algunos textos proféticos: “Eres un Dios grande y fuerte que llevas por nombre Señor todopoderoso” (Jer 32,18; “Señor Dios, grande y terrible” (Dan 9,4). La llegada del “más fuerte” sostiene la esperanza de Juan. Ante él, el Bautista confiesa: “no soy digno de postrarme ante él para quitarle la correa de sus sandalias” (v. 7). Esta frase, más que una declaración de humildad delante de Jesús, es confesión de la propia incapacidad. El texto habla de un derecho que Juan no posee. Él prepara y purifica a la esposa para hacerla digna del esposo que llega, pero no posee el poder jurídico de apropiarse de la esposa (Dt 25,5-10; Rut 4,7). Quitarle la sandalia a otro era, en efecto, ocupar su derecho jurídico. Él es sólo el amigo del esposo, que se alegra de oír su voz y está llamado a disminuir para que él crezca (Jn 3,27-28). El Mesías, que está por llegar, es el único que puede derramar el Espíritu, dando así inicio a la nueva y definitiva creación (Ez 37): “Yo los bautizo con agua, pero él los bautizará en el Espíritu Santo” (v. 8). El que está por llegar trae el auténtico bautismo: no de agua que limpia, sino de Espíritu Santo que vivifica y consagra.

 

(b) El bautismo de Jesús

            La escena se desarrolla en un lugar público, donde Juan ha realizado sobre Jesús su gesto penitencial; al mismo tiempo es una escena privada, una especie de encuentro personal con Dios. Jesús es el único que ve el cielo abierto y reconoce la presencia del Espíritu. Es también el único que escucha en sentido profundo pues la voz del reconocimiento filial le llega directamente a él: “Tú eres mi Hijo”.

Hasta ahora el punto de partida del evangelio había sido Juan, con su palabra profética y su gesto bautismal de penitencia; de ahora en adelante sabemos que el verdadero inicio del evangelio es Dios, en cuanto Padre que proclama su palabra y revela a Jesús como su Hijo, revistiéndolo de la fuerza del Espíritu. Finalmente se cumplen las profecías mesiánicas, cesa el tiempo de la espera; se abre el cielo, se vuelve a escuchar a Dios y comienza a realizarse su reino en la tierra. El significado del relato se percibe claramente prestando atención a los dos elementos más importantes del texto: el descenso del Espíritu sobre Jesús y la voz del cielo que lo proclama “Hijo amado”. Se trata de la investidura carismática y de la solemne proclamación de Jesús, que lleno del Espíritu realizará su misión según el beneplácito divino.

El acto bautismal es descrito con elementos propios de una vocación profética: los cielos abiertos, la visión, el descendimiento del Espíritu, la voz divina (Ez 1,1; 2,2). La misión del Mesías es ante todo la de hacer presente en el mundo la Revelación perfecta, la Palabra definitiva, la intervención plena y eficaz del Padre. El acto bautismal en sí mismo y la expresión “salir del agua” recuerdan otro evento bíblico, el Éxodo (Is 63,11-14.19; Sal 114,3.5): el antiguo y fundamental acto liberador de Dios se realiza en plenitud en el Hijo amado del Padre, el Siervo elegido (Is 42), que conducirá a la humanidad a la liberación completa y definitiva.

            Jesús es presentado públicamente como el Hijo sobre el cual desciende la fuerza del Espíritu como en una nueva creación. Se abren los cielos, símbolo de la trascendencia de Dios, y se escucha la voz del Padre que presenta al Mesías-Siervo como al Hijo amado en quien se complace. Como Cristo, también el creyente está llamado a realizar un programa de vida, de justicia y de liberación en favor de los hombres. Por el bautismo, también los creyentes, movidos como Cristo por el Espíritu, están llamados a hacer el bien y a sanar a todos los que viven oprimidos por el mal (cf. Hch 10,38).