El
Decálogo
(Ex 20,1-17)
El
Decálogo nos permite escuchar hoy la voz de Dios que sigue resonando en
aquellas “Diez Palabras”, originarias y fundacionales del pueblo de la alianza.
El Decálogo refleja bien el misterio de la alianza: Dios se compromete en conservar
el don de la libertad a su pueblo; Israel, por su parte, deberá caminar según
la palabra del Señor. La ley del Sinaí no es arbitraria, ni proviene de un dios
caprichoso. Quien promulga estos mandamientos se presenta desde el inicio como
el liberador; esta ley es proclamada por un Dios que desde el inicio desea sólo
la libertad del hombre: “Yo soy el Señor, tu Dios, el que te sacó de Egipto,
del lugar de la esclavitud” (Ex 20,2). Los preceptos del Decálogo no se deben
entender como algo que Dios exige para sí mismo de parte del hombre, como una
especie de recompensa o de justa retribución al don recibido. Dios no pide nada
para sí mismo. El desea solamente que Israel haga de la libertad y de la vida
el principio fundamental de su conducta y de sus deseos más profundos.
El texto del Decálogo se puede
dividir en tres partes. En los extremos, es decir, en la primera parte (vv.
3-7) y en la última (vv. 13-17), son presentados los mandamientos “negativos”,
que prohíben determinadas acciones y que comienzan todos con el imperativo
“No”. En la parte inicial hay tres mandamientos que se refieren a las
relaciones del pueblo con Yahvéh como único Dios verdadero (“No tendrás
otro Dios fuera de mí...”; “No te harás ninguna imagen...”; “No
tomarás el Nombre de Dios en vano...”). En estos mandamientos Dios invita a
Israel a no divinizar lo que no es Dios y a no inventarse un dios distinto del
único Dios verdadero, pues sólo él es fuente de libertad y de vida. En la parte
final hay cinco mandamientos que se refieren a las relaciones con el prójimo (“No
matar”, “No cometer adulterio”, “No robar”, “No dar falso
testimonio”, “No desear la casa del prójimo...”).
Con
estos mandamientos se invita a respetar la existencia y los derechos del otro,
a través de las obras, las palabras y el deseo. Se parte de los actos externos,
para llegar al principio interior que sostiene la conducta: de “la mano”
(homicidio, robo, adulterio), se llega a la “boca” (falso testimonio) y se
termina en el “corazón” (deseo), de donde vienen todos los males (Mt 15,19).
Todos los ámbitos de la persona se deben comprometer en la práctica de la
justicia y de la caridad. En los Diez Mandamientos la norma de la justicia y el
criterio de conducta no es una ley abstracta, ni la búsqueda de moderación de los
propios deseos; la norma de la justicia es “el otro”, el prójimo, a quien se
debe respetar en su derecho a la vida y a la libertad.
En el
centro del Decálogo hay dos mandamientos positivos, que expresan en un gesto
simple la totalidad de la alianza, colocando juntas la relación con Dios
(“Acuérdate del día sábado para santificarlo”) y con el prójimo (“Honra a tu
padre y a tu madre”). La santificación del sábado da al hombre la posibilidad
de entrar en el reposo de Dios (v. 11), reconociendo su trascendencia y
gozándose en su alabanza; el padre y la madre son como el símbolo de toda la
vida social que debe ser vivida en la justicia y el amor.
El Papa Juan Pablo II en su
peregrinación al Monte Sinaí recordó que “cumplir los Diez Mandamientos significa
ser fieles a Dios, y también ser fieles a nosotros mismos, a nuestra autentica
naturaleza y a nuestras más profundas aspiraciones... Revelándose a sí mismo en
el Monte y manifestando su ley, Dios ha revelado el hombre al hombre. El Sinaí
se encuentra en el centro de la verdad sobre el hombre y sobre su destino”.
El Decálogo, como camino de libertad y de justicia, sigue siendo actual: la
palabra de Jesús es su plenitud. Juan Pablo II, en efecto, afirmó en el
Sinaí que “cuando San Pablo escribe
que ‘mediante el cuerpo de Cristo’ hemos ‘muerto a la ley’ (Rom 7,4), no
quiere decir que la Ley del Sinaí haya pasado. Quiere indicar que los Diez
Mandamientos ahora se escuchan a través de la voz del Hijo predilecto”
(Celebración de la Palabra en el Monte Sinaí, 26.2.2000).