"HAY MAYOR FELICIDAD
EN
DAR QUE EN RECIBIR"
Mensaje del Santo Padre Juan Pablo II para la Cuaresma
Versione
italiana
Queridos
hermanos y hermanas:
1. La Cuaresma, tiempo"
fuerte" de oración, ayuno y atención a los necesitados, ofrece a todo
cristiano la posibilidad de prepararse a la Pascua haciendo un serio
discernimiento de la propia vida, confrontándose de manera especial con la
Palabra de Dios, que ilumina el itinerario cotidiano de los creyentes.
Este
año, como guía para la reflexión cuaresmal, quisiera proponer aquella frase
de los Hechos de los Apóstoles: “Hay mayor felicidad en dar que en recibir”
(20,35). No se trata de un simple llamamiento moral, ni de un mandato que
llega al hombre desde fuera. La inclinación a dar está radicada en lo más
hondo del corazón humano: toda persona siente el deseo de ponerse en contacto
con los otros, y se realiza plenamente cuando se da libremente a los demás.
2. Nuestra época está
influenciada, lamentablemente, por una mentalidad particularmente
sensible a las tentaciones del egoísmo, siempre dispuesto a resurgir en el
ánimo humano. Tanto en el ámbito social, como en el de los medios de
comunicación, la persona está a menudo acosada por mensajes que insistente,
abierta o solapadamente, exaltan la cultura de lo efímero y lo hedonístico. Aun
cuando no falta una atención a los otros en las calamidades ambientales, las
guerras u otras emergencias, generalmente no es fácil desarrollar una cultura
de la solidaridad. El espíritu del mundo altera la tendencia interior a darse
a los demás desinteresadamente, e impulsa a satisfacer los propios intereses
particulares. Se incentiva cada vez más el deseo de acumular bienes. Sin
duda, es natural y justo que cada uno, a través del empleo de sus cualidades
personales y del propio trabajo, se esfuerce por conseguir aquello que
necesita para vivir, pero el afán desmedido de posesión impide a la criatura
humana abrirse al Creador y a sus semejantes. ¡Cómo son válidas en toda época
las palabras de Pablo a Timoteo: “el afán de dinero es, en efecto, la raíz
de todos los males, y algunos, por dejarse llevar de él, se extraviaron en la
fe y se atormentaron con muchos dolores”, (1 Tm 6,10).
La explotación del hombre, la
indiferencia por el sufrimiento ajeno, la violación de las normas morales,
son sólo algunos de los frutos del ansia de lucro. Frente al triste
espectáculo de la pobreza permanente que afecta a gran parte de la población
mundial, ¿cómo no reconocer que la búsqueda de ganancias a toda costa y la
falta de una activa y responsable atención al bien común llevan a concentrar
en manos de unos pocos gran cantidad de recursos, mientras que el resto de la
humanidad sufre la miseria y el abandono?
Apelando a los creyentes y a
todos los hombres de buena voluntad, quisiera reafirmar un principio en sí
mismo obvio aunque frecuentemente incumplido: es necesario buscar no el bien
de un círculo privilegiado de pocos, sino la mejoría de las condiciones de
vida de todos. Sólo sobre este fundamento se podrá construir un orden
internacional realmente marcado por la justicia y solidaridad, como es deseo
de todos.
3. “Hay mayor felicidad en dar
que en recibir”. El creyente experimenta una profunda satisfacción
siguiendo la llamada interior de darse a los otros sin esperar nada.
El esfuerzo del cristiano por
promover la justicia, su compromiso de defender a los más débiles, su acción
humanitaria para procurar el pan a quién carece de él, por curar a los
enfermos y prestar ayuda en las diversas emergencias y necesidades, se
alimenta del particular e inagotable tesoro de amor que es la entrega total
de Jesús al Padre. El creyente se siente impulsado a seguir las huellas de
Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre que, en la perfecta adhesión a la
voluntad del Padre, se despojó y humilló a sí mismo, (cf. Flp 2,6 ss),
entregándose a nosotros con un amor desinteresado y total, hasta morir en la
cruz. Desde el Calvario se difunde de modo elocuente el mensaje del amor
trinitario a los seres humanos de toda época y lugar.
San Agustín observa que sólo
Dios, el Sumo Bien, es capaz de vencer las miserias del mundo. Por tanto, de
la misericordia y el amor al prójimo debe brotar una relación viva con Dios y
hacer constante referencia a Él, ya que nuestra alegría reside en estar cerca
de Cristo (cf. De civitate Dei, Lib. 10, cap. 6; CCL 39, 1351
ss).
4. El Hijo de Dios nos ha amado
primero, “siendo nosotros todavía pecadores”, (Rm 5,8), sin
pretender nada, sin imponernos ninguna condición a priori. Frente a
esta constatación, ¿cómo no ver en la Cuaresma la ocasión propicia para hacer
opciones decididas de altruismo y generosidad? Como medios para combatir el
desmedido apego al dinero, este tiempo propone la práctica eficaz del ayuno y
la limosna. Privarse no sólo de lo superfluo, sino también de algo más, para
distribuirlo a quien vive en necesidad, contribuye a la negación de sí mismo,
sin la cual no hay auténtica praxis de vida cristiana. Nutriéndose con una oración
incesante, el bautizado demuestra, además, la prioridad efectiva que Dios
tiene en la propia vida.
Es el amor de Dios infundido en
nuestros corazones el que tiene que inspirar y transformar nuestro ser y
nuestro obrar. El cristiano no debe hacerse la ilusión de buscar el verdadero
bien de los hermanos, si no vive la caridad de Cristo. Aunque lograra mejorar
factores sociales o políticos importantes, cualquier resultado sería efímero
sin la caridad. La misma posibilidad de darse a los demás es un don y procede
de la gracia de Dios. Cómo san Pablo enseña, “Dios es quien obra en
vosotros el querer y el obrar, como bien le parece” (Flp 2,13).
5. Al hombre de hoy, a
menudo insatisfecho por una existencia vacía y fugaz, y en búsqueda de la
alegría y el amor auténticos, Cristo le propone su propio ejemplo,
invitándolo a seguirlo. Pide a quién le escucha que desgaste su vida por los
hermanos. De tal dedicación surge la realización plena de sí mismo y el gozo,
como lo demuestra el ejemplo elocuente de aquellos hombres y mujeres que,
dejando sus seguridades, no han titubeado en poner en juego la propia vida
como misioneros en muchas partes del mundo. Lo atestigua la decisión de
aquellos jóvenes que, animados por la fe, han abrazado la vocación sacerdotal
o religiosa para ponerse al servicio de la “salvación de Dios”. Lo verifica
el creciente número de voluntarios, que con inmediata disponibilidad se
dedican a los pobres, a los ancianos, a los enfermos y a cuantos viven en
situación de necesidad.
Recientemente se ha asistido a
una loable competición de solidaridad con las víctimas de los aluviones en
Europa, del terremoto en América Latina y en Italia, de las epidemias en
África, de las erupciones volcánicas en Filipinas, sin olvidar otras zonas
del mundo ensangrentadas por el odio o la guerra.
En estas circunstancias los
medios de comunicación social desarrollan un significativo servicio, haciendo
más directa la participación y más viva la disponibilidad para ayudar a quién
se encuentra en el sufrimiento y la dificultad. A veces no es el imperativo
cristiano del amor lo que motiva la intervención en favor de los demás, sino
una compasión natural. Pero quien asiste al necesitado goza siempre de la
benevolencia de Dios. En los Hechos de los Apóstoles se lee que la discípula
Tabita se salvó porque hizo bien al prójimo (cf. 9,36 ss). El centurión
Cornelio alcanzó la vida eterna por su generosidad (cf. ibíd 10,1-31).
Para los “alejados”, el servicio
a los pobres puede ser un camino providencial para encontrarse con Cristo,
porque el Señor recompensa con creces cada don hecho al prójimo (cf. Mt 25,40).
Deseo de corazón que la Cuaresma sea para los creyentes
un período propicio para difundir y testimoniar el Evangelio de la caridad en
todo lugar, ya que la vocación a la caridad representa el corazón de toda
auténtica evangelización. Para ello invoco la intercesión de María, Madre de
la Iglesia. Que Ella nos acompañe en el itinerario cuaresmal. Con estos
sentimientos bendigo a todos con afecto.
Vaticano,
7 de enero de 2003
Joannes Paulus II
|