El relato de la
pasión según san Juan
La narración de la pasión según el evangelio de Juan se proclama cada año
en la celebración litúrgica del Viernes Santo y ciertamente no fuera de
contexto, pues el evangelio de Juan es leído diariamente en las últimas tres
semanas de cuaresma y posteriormente, a través de todo el tiempo pascual. Y
esto tiene su importancia, pues sólo en el contexto total del evangelio se
puede entender la teología tan singular de esta narración. Todos los exegetas
contemporáneos están de acuerdo en que los cuatro evangelistas han elaborado,
cada uno, una teología propia y nos ofrecen diferentes facetas de Jesús. Y esto
es particularmente notable en las narraciones de la pasión y muerte del Señor. Dado
que Mateo difiere muy poco de Marcos en la narración de la pasión, podemos
hablar prácticamente de tres diferentes perspectivas: Marcos, Lucas y Juan. Marcos
nos ofrece un Jesús que toca los límites más hondos del abandono y sólo después
de la cruz puede ser reconocido como Hijo de Dios (cf. Mc 15,39). En Lucas el
abandono no es presentado de forma tan cruda y radical y la pasión y
crucifixión aparece como la ocasión para manifestar la grandeza del amor y del
perdón divino (cf. Lc 23,28.34.43). La narración de Juan es muy diversa. Es la
narración de un Jesús dueño de su propio destino cuya vida nadie se la quita
sino que él la entrega voluntariamente (cf. Jn 10,18). Es su glorificación. Casi
la entronización de un rey como veremos más adelante.
El evangelio de Juan está todo él
construido a partir de un dato fundamental: la encarnación. Ya anunciado en el
prólogo (cf. Jn 1,14) este principio joánico no es sólo importante como
fundamento de su cristología sino como criterio hermenéutico para la
interpretación de todo su evangelio. Deberemos distinguir siempre en él dos
niveles: "la carne" de Jesús de Nazaret (cf. Jn 1,14a), es decir, su
dimensión humana y por otra parte, "la gloria (cf. Jn 1,14b), es decir, el
misterio de Dios. Misterio que se hace transparencia a través de la humanidad
de Jesús. El principio de la encarnación nos lleva a la idea teológica
fundamental del cuarto evangelio, la revelación. La revelación constituye su
tema central. Probablemente las palabras: "El que me ha visto a mí, ha
visto al Padre" (Jn 14,9) constituyen el resumen más logrado y completo de
la teología joánica. La existencia corporal de Jesús, "la Palabra hecha
carne", su caminar histórico, es verdadero "sacramento". Sus
palabras y acciones son auténticos signos de una realidad superior. Este es un
principio hermenéutico de gran importancia para la recta comprensión del
evangelio joánico.
Antes de analizar con cierto
detenimiento la narración de la pasión conviene señalar algunas ideas
teológicas fundamentales del cuarto evangelio, sin las cuales no sería posible
comprender tal narración: "la Hora" de Jesús, "la
elevación" del Hijo del Hombre y "el juicio" de este mundo.
Toda la vida de Jesús está orientada
hacia ese momento que Juan llama "la Hora", que será como la
meta del camino. Es el momento en que Dios mostrará toda su gloria -su amor
fiel a los hombres- en el Hijo. Se habla de "la Hora" desde el inicio
del evangelio (cf. 2,4), pero será hasta después del capítulo 12 que "la
Hora" aparece cercana: "Ha llegado la Hora de que el Hijo del Hombre
sea glorificado" (12,23); "había llegado su Hora de pasar de este
mundo al Padre" (13,1). Y las primeras palabras de la llamada oración
sacerdotal de Jesús son: "Padre, ha llegado la Hora, glorifica a tu
Hijo" (17,1). "La Hora" aparece íntimamente unida al momento de
la glorificación que tiene lugar en la crucifixión. El texto más significativo
sobre el otro tema, la elevación del Hijo del Hombre, es Jn 12,32:
"Y yo cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí". Se
trata de la elevación en la cruz, simbolizada -por contraste- con "la
caída" en la tierra del grano de trigo (12,24-32). La muerte del grano de
trigo, en el plano de la naturaleza, hace brotar "mucho fruto", una
vida nueva. En otro plano, la muerte de Jesús también hará surgir la vida
eternamente nueva. "El juicio de este mundo" es una idea
joánica que refleja su teología acerca de la venida de Jesús. Juan describe la
obra de Cristo en el mundo, en términos de un gran enfrentamiento, casi de un
proceso judicial, entre la luz y las tinieblas: "El juicio está en que
vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz"
(3,19). La muerte de Jesús se considera como el punto culminante de ese juicio:
"Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será
echado fuera" (12,31). Toda esa teología se percibe en la narración de la
pasión. Y además todo esto explica el porqué de un Jesús tan distinto al de los
otros evangelios: posee plena conciencia de su misión, demuestra una libertad
asombrosa para donar la vida y es descrito con una majestad imponente al
afrontar su pasión y muerte. Historia y fe se funden maravillosamente. Juan,
sin traicionar el dato histórico, más bien partiendo de él, lee los hechos
desde la fe y los transfigura a la luz del profundo misterio que en ellos se
encierra.
Podemos dividir la narración (Jn
18,1-19,42) en cinco grandes bloques: 1. El enfrentamiento en el jardín
(18,1-12); 2. El interrogatorio delante de Anás y la negación de Pedro
(18,13-27); 3. El proceso romano ante Pilato (18,28-19,16a); 4. Muerte en el
Gólgota (19,16b-37); 5. Colocado en la tumba en un jardín (19,38-42).
3.1 Enfrentamiento
en el jardín (18,1-12)
La narración comienza en un jardín (en
griego képos) y termina en un jardín (19,41). ¿No estará Juan pensando
en el jardín del Edén de Génesis 2-3? Más de una vez Juan parece evocar el
Génesis: "En el principio..." (Jn 1,1; Gn 1,1); la semana inicial del
evangelio (Jn 1,29.35.43; 2,1) y la semana inicial de la creación (Gn 1);
después de la resurrección Jesús "sopló" sobre los discípulos (Jn
20,22) como Yahvéh en la creación del hombre (Gn 2,7). Probablemente al leer la
pasión de Jesús Juan quiere que pensemos en la narración de una nueva creación,
la que brotará del costado abierto del Señor (cf. 7,39). En la narración
joánica el episodio del huerto es un auténtico enfrentamiento entre la luz y
las tinieblas. Jesús no es sorprendido, más bien se adelanta (18,4). Las
tinieblas están representadas por Judas y sus acompañantes, símbolos de todos
aquellos que se cierran a la Verdad y a la Luz. Judas ha preferido las
tinieblas a la luz que ha venido al mundo (cf. 3,19). Cuando abandonó a Jesús
durante la cena entraba en la noche: "En cuanto Judas tomó el bocado,
salió. Era de noche" (13,30). Ahora necesita luz artificial pues ha
rechazado a aquel que es "la luz del mundo" y que cuando se le sigue
no se camina en tinieblas (cf. 8,12). El Jesús que enfrenta a Judas y sus
acompañantes no aparece postrado en tierra pidiendo al Padre ser librado de
aquella hora, como en los otros evangelios. En Juan, Jesús y el Padre son uno
(10,30). "Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame
de esta hora! Pero si he llegado a esta hora para esto. Padre glorifica tu
Nombre" (12,27). Es el inicio de la hora de la gloria. "La copa que
me ha dado el Padre, ¿no la voy a beber?" (18,11).
Si alguien cae en tierra en el huerto
no es Jesús sino sus enemigos ante la declaración solemne: "Yo soy"
(18,5). "Yo soy" es el Nombre de Dios. Y ante Dios caen y retroceden
sus enemigos. "Confusión y vergüenza sobre aquellos que buscan mi
vida" (Sal 35,4); "Cuando se acercan contra mí los malhechores a
devorar mi carne, son ellos, mis adversarios y enemigos, los que tropiezan y
caen" (Sal 27,2). Jesús aparece dominando la situación con libertad
soberana: "Doy mi vida, para recuperarla de nuevo. Nadie me la quita, yo
la doy voluntariamente" (10,18). Es además el Buen Pastor que no abandona
a sus ovejas: "Si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos" (18,8). Y
Juan anota: "Así se cumpliría lo que había dicho: 'de los que me has dado,
no he perdido a ninguno'" (18,9). Jesús había dicho de sus ovejas:
"Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de
mi mano" (10,28). En síntesis, asistimos a un verdadero enfrentamiento,
entre "el mundo" (las fuerzas hostiles a la Verdad) y Jesús y los
suyos (la luz del mundo). Este enfrentamiento será permanente en la historia. Por
eso Jesús ha orado por los suyos al Padre: "El mundo los ha odiado, porque
no son del mundo como yo no soy del mundo. No te pido que los retires del
mundo, sino que los guardes del Maligno" (17,14-15).
3.2 Interrogatorio
delante de Anás y negaciones de Pedro (18,13-27)
Jesús es conducido donde Anás, suegro
del sumo sacerdote Caifás. Y es Anás quien le interroga sobre "sus
discípulos y su doctrina" (18,19). Por lo tanto no hay verdadero proceso
judicial contra Jesús. Y es que para Juan toda la vida de Jesús ha sido un
inmenso proceso judicial desde el interrogatorio a Juan Bautista (1,19) hasta
la decisión de matar a Jesús (11,49-53): "Para un juicio he venido a este
mundo: para que los que no ven, vean, y los que ven, se vuelvan ciegos"
(9,39). Cada hombre se juzga a sí mismo cuando toma posición frente a Jesús:
"el que no cree, ya está juzgado porque no ha creído en el nombre del Hijo
único de Dios" (3,18). El mundo, rechazando la luz y prefiriendo las
tinieblas, se juzga a sí mismo: "Y el juicio está en que vino la luz al
mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz" (3,19).
En el interrogatorio frente a Anás el
verdadero interrogado es Anás mismo. Es a él a quien Jesús interroga y le deja
callado (18,23). Jesús frente a Anás no es un reo silencioso, es un revelador. Juan
tiene mucho cuidado en remarcar por 4 veces en esta sección el verbo
"hablar" (en griego laléo: verbo técnico que Juan aplica
siempre a Jesús como revelador del Padre). La sección describe simbólicamente
el rechazo del mundo a través de "la bofetada" de uno de los guardias
y lo describe de forma real a través de las negaciones de uno de los suyos, que
se ha quedado "fuera" (18,16), como abandonado a su propia debilidad.
El servidor de Anás representa al mundo que ha rechazado la Palabra reveladora
de Jesús. Pedro representa al discípulo "que ha oído lo que ha hablado y
sabe lo que ha dicho Jesús" (cf. 18,21) y, sin embargo, niega tener algo
que ver con el Maestro. Son las posibilidades de rechazo a la Verdad y a la
Luz: el mundo obstinado en el pecado y el discípulo que se queda
"fuera".
3.3 El
proceso romano ante Pilato (18,28-19,16a)
Esta sección está cuidadosamente
construida por el evangelista a través de una serie de escenas
"dentro" y "fuera" que sirven para llevar adelante la trama
del relato. A través de un constante "entrar" y "salir" de
Pilato asistimos a uno de los momentos más ricos de la narración. La sección se
puede estructurar así:
Fuera: (18,28-32)
Dentro: (18,33-38a)
Fuera: (18,38-40)
La Coronación de espinas y el manto (19,1-3)
Fuera: (19,4-8)
Dentro: (19,9-12)
Fuera: (19,13-16a)
Jesús siempre aparece en las escenas
descritas "dentro", en las que hay un ambiente de diálogo y de
serenidad. En las escenas descritas "fuera", en cambio, están los
judíos. Y la atmósfera predominante es de odio, rechazo y confusión. Pilato
sale y entra. Pasa de un ambiente a otro. Cambia una y otra vez de posición. Es
él el que verdaderamente está siendo juzgado. Jesús se mantiene soberano y
libre, dominando en todo momento la situación. Lo que está en juego en toda la
sección no es lo que ocurrirá con Jesús sino cómo acabará ese Pilato vacilante
y cobarde, que si en algún momento "trataba de librarle" (19,12), se
dejaba manipular ante los gritos de la turba que amenazaba con acusarlo de no
ser amigo del César (19,12). Es Pilato el que tiene miedo (19,8). Jesús aparece
dueño del drama. Sereno y soberano. Aunque Pilato piense que él, el procurador
romano, tiene poder sobre Jesús, Jesús le advierte que su autoridad sobre él es
recibida y relativa: "No tendrías contra mí ningún poder, si no se te
hubiera dado de arriba" (19,11). Jesús es el que tiene el poder. Como todo
un rey. Con razón hablará de su reino.
"Mi reino no es de este
mundo", (en griego: e basileia e eme, ouk estin ek tou kosmou toutou:
19,36; cf. Jn 3,3.5). La expresión "no es de este mundo" no indica
lugar donde se realiza ese reino, como si el reino de Jesús no tuviera que ver
nada con la historia humana. Indica más bien proveniencia (eso indica la
partícula griega ek), cualidad. Es decir, el reino de Jesús no surge del
mundo, no tiene su fundamento en las estructuras tenebrosas de pecado de este
mundo. No es como los reinos de la historia. Su reino se basa en "la
verdad" (19,37) (aletheia que en Juan indica siempre la palabra
reveladora de Jesús). Para entrar en su reino hay que aceptar su Palabra. "Todo
el que es de la verdad escucha mi voz" (18,37). Jesús, como Rey, no sufre
las humillaciones y burlas que narran los otros evangelistas. Sólo habla de
azotes (19,1) y bofetadas (19,3). En cambio, aparece la coronación de espinas y
la colocación del manto, como a un rey auténtico (19,1-3). De hecho así es
saludado por los soldados: "Salve, rey de los judíos" (19,3). Pilato
presenta a Jesús a la turba como "el Hombre" (19,5). Probablemente el
título refleje un antiguo título cristológico, como el de "Hijo del
hombre", pero en el drama joánico tiene la función de ofrecer al lector
del evangelio en el rechazo de Jesús un ejemplo de acto "inhumano". El
poder romano comete un acto inhumano por excelencia y los judíos, al preferir
al Cesar (19,15), se cierran a toda esperanza mesiánica. Ambos son juzgados.
3.4 Muerte en
el Gólgota (19,16b-37)
La crucifixión en el evangelio de Juan
es narrada a través de una serie de escenas cortas, algunas de ellas similares
a la de los otros evangelistas, pero conteniendo una teología muy peculiar. En
primer lugar, no aparece Simón de Cirene. Es Jesús mismo quien carga con la
cruz (19,17). "Nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente"
(10,18). Los cuatro evangelios mencionan el letrero sobre la cruz, pero en Juan
es más que un simple letrero. Es una solemne proclamación. Pilato había
presentado a Jesús a su pueblo como rey (19,14) y había sido rechazado (19,16).
Ahora, en las tres lenguas del imperio, hebreo, latín y griego (19,20), Pilato
reafirma la realeza de Jesús y lo hace con toda la precisión legal de la
normativa del imperio romano: "Lo que he escrito, lo he escrito"
(19,22). A pesar del rechazo de los jefes religiosos de Israel, un representante
del más grande poder sobre la tierra, ha reconocido que Jesús es rey.
Los otros evangelios hablan
implícitamente del reparto de los vestidos de Jesús a partir del salmo 22,19. Juan
lo hace citando explícitamente el salmo y anota una peculiaridad: la túnica era
sin costura (19,23). Algunos han visto una alusión a la túnica sin costuras del
Sumo Sacerdote, según la describe Flavio Josefo. Otros, y quizás sea esta la
interpretación más acorde con la teología de Juan, han visto en ella un símbolo
de unidad. Ya en el Antiguo Testamento el partir los vestidos simbolizaba
división, como en 1Re 11,29-31 queda simbolizada la división de la monarquía. En
Juan, la túnica sin costuras, simboliza al pueblo de Dios que en torno a Jesús
está sin división alguna. De hecho, Juan había señalado antes de la crucifixión
que "se originó una disensión entre la gente a causa de él" (7,43;
cf. 9,16; 10,19) y nos da una clave interpretativa de su muerte: "Jesús
iba a morir por la nación -y no sólo por la nación-, sino también para reunir
en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. La túnica sin costuras es,
pues, símbolo del Pueblo Nuevo congregado en torno a la cruz de Jesús. Y esto
que aquí queda expresado simbólicamente, a continuación aparece encarnado en
algunas personas concretas, pero que juegan también una función simbólica
especial.
Junto a la cruz de Jesús aparece
congregada simbólicamente la Iglesia (19,25-27) sobre todo en la persona de
"su Madre" y en "el discípulo a quien amaba". Son personas
reales, pero que interesan al evangelista principalmente no en su identidad
histórica, sino como "personalidades corporativas", a nivel
simbólico. Su Madre es figura de Sión, lo mejor del pueblo de Dios (cf. Is
66,8-9 donde Sión-Jerusalén aparece engendrando a sus hijos). Y el discípulo es
figura del creyente, "el discípulo a quien Jesús ama". Al pie de la
cruz nace la nueva familia de Jesús, "su Madre y sus hermanos" (cf.
Mc 3,31-35), "aquellos que hacen la voluntad del Padre". El discípulo
acoge a la Madre de Jesús como algo suyo. "Desde aquella hora, el
discípulo la acogió entre sus pertenencias" (literalmente en griego: en
ta ídia, que es más que "en su casa"). La Madre del Señor pasa a
ser parte del tesoro más preciado del discípulo creyente. Así, al pie de la cruz,
asistimos al nacimiento de la Iglesia en Juan.
En los sinópticos le acercan a Jesús la
esponja con una caña. En cambio, en Juan, con un "hisopo" (19,29),
que recuerda Ex 12,22 donde con un hisopo se roció la sangre del Cordero sobre
las casas de los israelitas. Además fue sentenciado a muerte hacia la hora
sexta del día de la Preparación (19,14), la misma hora en que en la víspera de
la Pascua los sacerdotes comenzaban a degollar los corderos pascuales en el
Templo. Además no le quiebran ningún hueso (cf. Ex 12,10). No muere como en los
sinópticos. Es una muerte solemne: "E inclinando la cabeza entregó el
espíritu" (19,30). Entregó totalmente la vida, por una parte. Y por otra,
entregó el Espíritu, fuente de la vida, que nos llevará hacia la verdad completa
(cf. 16,13). Para Juan aquí, en la cruz, ocurre la glorificación de Jesús. No
hay que esperar Pentecostés, como en Lucas. En la cruz Jesús es glorificado y
brota el Espíritu, que antes no había "pues Jesús todavía no había sido
glorificado" (Jn 7,39). El Espíritu es donado a aquellos que simbolizan y
forman la Iglesia, su Madre y el discípulo amado.
A diferencia de los sinópticos no
ocurren signos cósmicos especiales al morir Jesús. Todo se centra en su cuerpo
glorificado, verdadero santuario (cf. Jn 2,21: "él hablaba del santuario
de su cuerpo"). Por eso, de su cuerpo brota "sangre y agua"
(19,34). La sangre y el agua, en primer lugar, aluden al paso de Jesús de este
mundo (sangre) al Padre a través de la glorificación (agua) (cf. 12,23; 13,1). Pero
también hay que ver aquí una alusión a aquellas dos realidades por las cuales
Cristo glorificado dona el Espíritu a la Comunidad: el bautismo ("nacer
del agua y espíritu": Jn 3) y la eucaristía ("quien no come mi
carne y no bebe mi sangre": Jn 6). Como ya había anunciado Juan: "de
su seno correrían ríos de agua viva" (7,38) vivificando a "todos los
que creyeran en él", formando la comunidad que nacía al pie de la cruz.
3.5 Colocado
en la tumba en un jardín (19, 38-42)
La sepultura de Jesús es narrada también
por los otros evangelistas pero en Juan, una vez más, lleva otros acentos con
el fin de acentuar la soberanidad de Jesús. No es sólo el tradicional José de
Arimatea el que aparece en escena sino un personaje propio del cuarto
evangelio, Nicodemo, que había ido donde Jesús "de noche" (3,1-10). Nicodemo
va ahora donde Jesús, abiertamente (19,39). Se cumplen de nuevo las palabras de
Jesús: "Cuando yo sea levantado sobre la tierra, atraeré a todos hacia
mí" (12,32). Cristo glorificado es la meta de todo hombre sobre la tierra.
Por otra parte, el cuerpo de Jesús, el nuevo y eterno santuario destruido por
los hombres y levantado por Dios (2,19-22), en donde los hombres encontrarán la
comunión plena y podrán adorar a Dios "en Espíritu y Verdad" (4,24),
es venerado como tal. Es el cuerpo de un rey, santuario lleno de gloria. Por
eso es "envuelto en vendas con aromas" (19,40) y con una cantidad
inmensa de mirra y áloe (19,39). Su sepulcro no es cualquiera, "es un
sepulcro nuevo" (19,41), acorde con la novedad absoluta de su gloria.
Y terminamos donde iniciamos, en el
jardín. De principio a fin la pasión de Jesús en el cuarto evangelio es la
narración de una victoria. "Yo he vencido al mundo" (16,33). La
realeza de Jesús ha quedado de manifiesto. "En él estaba la vida, y la
vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas y las
tinieblas no la vencieron" (1,4). Cada creyente, cada comunidad, unida a
Jesús, Verdad, Luz y Vida, vence al mundo. "A todos los que le recibieron
les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su Nombre"
(1,12).