La parábola del buen samaritano (Lc 10,25-37)
Este texto narra
el encuentro entre Jesús y un escriba interesado en saber qué hacer para
obtener la vida eterna (v. 25). Jesús lo remite a lo que está escrito en la
ley, y el escriba entiende que Jesús se refiere al mandamiento del amor a Dios
y al prójimo (vv. 26-27). Al final Jesús lo invita a convertir aquella palabra
en acción concreta: “Haz respondido correctamente. Haz eso y vivirás” (v. 28).
En un segundo momento del diálogo el escriba, preocupado
por una cuestión casuística que tenía gran importancia entre los rabinos, le
pregunta a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?” (v. 29). Después de discutir mucho,
los escribas llegaban siempre a la misma conclusión: el prójimo es todo miembro de la alianza, todo miembro
del pueblo de Dios (Ex 20,16-17; 21,14.18.35; Lv 19,13-18). La pregunta del
escriba revela la mentalidad del judaísmo del tiempo de Jesús, hecha de
restricciones y barreras donde interesaba sobre todo la definición jurídica de
la persona a quien se debía amar.
La parábola del buen samaritano es todo lo contrario.
Jesús se aleja de las disquisiciones legalistas y teóricas y presenta un caso
humano. Él no pretende resolver el problema jurídico que se planteaba el
escriba, sino presentar la cuestión de otro modo totalmente distinto. Después
de contar la parábola, la pregunta fundamental para Jesús es: “¿Quién de los
tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los bandidos?” (v. 36).
En relación con la preocupación inicial del escriba el salto de cualidad es
evidente. Jesús invita a superar toda especulación teórica y evasiva sobre el
contenido que había que dar a la palabra “prójimo”. Preguntándonos quién es
nuestro prójimo sólo lograríamos establecer diferencias entre las personas y
hallar razones para no comprometernos en favor de los demás. Para Jesús la
noción de “prójimo” no está sujeta a una definición jurídica, sino al amor
misericordioso vivido concretamente que no conoce fronteras.
En la parábola
Jesús describe en qué consiste y cómo actuar la misericordia. El samaritano
simplemente actuó, se acercó al hombre tirado en el camino y acudió eficazmente
en su ayuda. No se nos dice qué reflexiones hizo o con cuál finalidad última
realizó su gesto. Simplemente se dice que actuó movido por la
misericordia. Para Jesús “hacerse
prójimo” significa hacerse cercano, entablar relación con “el otro” que está en
necesidad o es víctima injusta, y actuar misericordiosamente, es decir, dejarse
tocar por el dolor y la miseria de los demás.
La parábola
propone lo que podríamos llamar los “tres pasos” para realizar el amor
misericordioso.
(a)
Ver.- El samaritano no “dio un rodeo” como los
profesionales de la religión que pasaron antes de él. Para el samaritano fue
decisivo el hecho de encontrar a un hombre que lo necesitaba, a uno que había
sido víctima de la maldad humana y sufría tirado por el camino, más allá de
diferencias de raza, religión o nacionalidad. No pasó de largo en forma
inconsciente. Lo vio, se acercó y se detuvo.
(b)
Experiencia de misericordia.- La frase “tuvo
compasión” del v. 33 traduce el verbo griego splangnízomai, que indica
la conmoción interna de las entrañas. El samaritano interiorizó en sus entrañas
el sufrimiento ajeno, lo hizo parte de él y lo convirtió en el principio
primario de su actuación. Es la com-pasión auténtica, el cum-patire,
el padecer-con. Antes que acción la misericordia debe ser actitud
interior, principio unificador e inspirador de todo cuanto hacemos y decimos.
(c)
Acción eficaz.- El samaritano de la
parábola encarna lo que significa amar concretamente y en forma eficaz hasta el
fondo. Su amor no conoce límites, ni barreras, ni fronteras de ningún tipo. Es
un amor de misericordia semejante al que ha manifestado Dios en Cristo. Se
compromete en forma práctica en favor del hombre que está tirado en el camino.
Su amor eficaz traduce en obras una actitud fundamental ante el sufrimiento
ajeno, en virtud de la cual se reacciona para erradicarlo, por la única razón
de que existe tal sufrimiento y con la convicción de que, en esa reacción ante
del sufrimiento ajeno, se juega, sin escapatoria posible la propia existencia.
La experiencia de la misericordia, en efecto, realiza el compromiso fundamental
por el Reino, pues actuando de ese modo nos comportamos como Dios y al estilo de
Dios. Es el único camino para alcanzar un día la plena comunión con él
(“heredar la vida eterna”).