DOMIINGO XX
(Tiempo ordinario - Ciclo C)
Jeremías 38,4-6.8-10
Hebreos 12,1-4
El compromiso radical en el
testimonio cristiano podría ser considerado el tema dominante de las lecturas
bíblicas de este domingo. En la primera lectura, Jeremías, el profeta
sufriente y perseguido, enfrenta las consecuencias de su fidelidad a la palabra
de Dios a través del dolor infame y humillante al que es sometido. En la segunda
lectura escuchamos una exhortación apremiante para perseverar en el combate
de la fe, resistiendo activamente a todas las adversidades que se nos puedan
presentar por nuestra fidelidad a Dios, siempre con “los ojos fijos en Jesús,
autor y perfeccionador de la fe”. En el evangelio, Jesús también habla
de “fuego”, de “lucha”, de “división”, todo a causa del mensaje del evangelio,
que exige radicalidad en la decisión y sabiduría para descubrir las
interpelaciones de Dios en la marcha de la historia.
La
primera lectura (Jer
38,4-6.8-10) narra el encarcelamiento degradante al que fue sometido el
profeta Jeremías, cuando el inepto rey de Judá, en los últimos años del reino
delante del peligro inminente de la invasión del ejército de Babilonia, lo
entrega en manos de algunos jefes importantes de la nación, quienes lo arrojan
en una cisterna fangosa con el fin de aislarlo y eventualmente provocar su
muerte. El profeta elegido por Dios “antes de que se formara en el seno de su
madre” (Jer 1,5), se encuentra ahora al borde la muerte, incomprendido por sus
conciudadanos y martirizado por las autoridades del reino. Su palabra había
resultado incómoda, difícil de aceptar. Como la de Jesús, también la palabra de
Jeremías había sacudido las conciencias dormidas, había colocado a todos
delante de las exigencias radicales que implicaba la fidelidad a Dios, había
golpeado fuertemente a los ilusos y superficiales. Es por esto que intentan
eliminarlo.
Jeremías
había anunciado la inminente invasión del ejército babilonio. Estaba convencido
de que era inútil resistir. Eso hubiera servido sólo para acarrear más
sufrimiento y muerte a la gente más pobre de la nación. Jeremías predicaba el
sometimiento al imperio extranjero como la salida más sensata, pues las cosas
habían llegado a tal punto que cualquier intento de resistencia resultaba
inútil. Había que confiar en Dios y aceptar la marcha de la historia tal como
se estaba presentando. Esta posición “conservadora” de Jeremías resultaba
inaceptable para las autoridades pues con ella el profeta provocaba la muerte
de las ilusiones nacionalistas con las que ellos controlaban al pueblo pobre.
Por eso lo quieren eliminar y lo echan en aquella cisterna fangosa.
En
aquel momento oscuro de la muerte del profeta se manifiesta, sin embargo, un
pequeño destello de esperanza y de protección de parte del Dios que lo había elegido
años atrás. Un eunuco llamado Ebedmélek, que probablemente servía en el harem
real, percibe la injusticia que se está cometiendo con Jeremías y lleno de
compasión intercede por él ante el rey, logrando salvarlo. Un extranjero,
impuro, es el único que hace algo por salvar al profeta, que en una ciudad
asediada, como estaba Jerusalén en aquel momento, corría el riesgo de ser
olvidado en la cisterna y morir inevitablemente. Jeremías fue salvado y
continuó por algunos años más su ministerio profético, difícil y contestatario,
en fidelidad al Dios que lo había elegido.
La
segunda lectura (Heb
12,1-4) es una apremiante exhortación a la perseverancia en el camino de
la fe. El autor de la carta a los Hebreos, teniendo en cuenta “la nube de
testigos” que nos hablan de la fidelidad y la constancia en la fe (Heb 11), nos
invita a que “corramos con perseverancia en la carrera que se abre ante
nosotros” (Heb 12,1). El símbolo deportivo de la carrera en el estadio, tantas
veces utilizado por Pablo (1Cor 9,24-26; Fil 3,12; 1Tim 6,12; 2 Tim 2,5), sirve
para describir la vida cristiana. En el estadio, el atleta se despojaba de todo
aquello que le impedía correr con dificultad; así también el cristiano, debe
despojarse del pecado que es el obstáculo fundamental para obtener la plenitud
de vida que Dios le ofrece: “despojémonos de todo impedimento y del pecado que
continuamente nos asalta y corramos con perseverancia la carrera que se abre
ante nosotros” (Heb 12,1). La meta ideal que hay que alcanzar es el mismo Cristo,
“el cual animado por la alegría que le esperaba, soportó sin acobardarse la
cruz y ahora está sentado a la diestra de Dios” (v. 2). De ahí que la carrera
de la fe se debe realizar en unión con él y con la fuerza que viene de él, es
decir, “fijos los ojos en Jesús” (v. 2) y animados por el ejemplo de su
fidelidad dolorosa hasta la muerte (v. 3). El creyente deberá imitar a Jesús
dispuesto incluso a recorrer la amargura de la pasión y el riesgo de la muerte.
El autor incluso alude a la posibilidad del martirio, como expresión culminante
del amor como donación de la propia vida: “Vosotros no habéis llegado todavía a
derramar la sangre en vuestro combate contra el pecado” (v. 4).
El
evangelio (Lc
12,49-57) nos relata una especie de desahogo espiritual de Jesús, quien
contempla con inquietud el horizonte que se va perfilando en su camino: “He
venido a encender fuego a la tierra y ¡cómo desearía que ya estuviera
ardiendo!” (v. 49). Su presencia en la historia no es inofensiva y neutral,
sino que es comparable a un fuego que transforma y purifica. En la Biblia
muchas veces se aplica el símbolo del fuego a Dios y a su acción poderosa.
Isaías llama a Yahvéh “fuego devorador” (Is 33,14; cf. Dt 9,4). Jesús ha
prendido el fuego de Dios en la historia. Su anuncio mesiánico de la llegada
del Reino y su conducta solidaria con los últimos de este mundo, ha perturbado
los cimientos del orden establecido. Jesús provocó división y escándalo en las
estructuras sociales y religiosas de su tiempo. Con razón él mismo dice: “¿Les
parece que he venido a traer paz a la tierra? Pues les digo que no, sino más
bien división” (v. 51).
El
fuego transformador del Reino instaurado por Cristo le ha colocado en medio de
profundos conflictos y en un camino arriesgado que lo llevará incluso a la
muerte por fidelidad al proyecto de Dios: “Tengo que pasar por un bautismo, y
estoy angustiado hasta que se cumpla” (v. 51). La imagen judía del bautismo
evoca una terrible prueba y evoca claramente el misterio de su muerte y
resurrección.
El
evangelista Lucas traslada todo este misterio de fidelidad y radicalidad vivido
por Cristo a la misma existencia de cada discípulo, llamado como el Maestro a
recorrer el mismo camino. El cristiano también deberá repetir la experiencia de
la pascua en su propio bautismo que es muerte y resurrección (Rom 6); el fuego
traído por Cristo se hará realidad para el cristiano en el fuego del Espíritu
que recibirá en Pentecostés (Hch 2), que lo transformará en testigo y
anunciador del reino; la división y el escándalo producido por Jesús también
marcará la vida del discípulo, el cual siendo siempre un radical hombre de paz,
se verá envuelto en conflictos a causa del evangelio y será objeto de división
e incomprensión incluso entre sus mismos familiares (Lc 12,52-53).
De ahí que Jesús invite a sus discípulos a decidirse con fidelidad y radicalidad. Y para esto es indispensable “saber discernir” (Lc 12,54-57). La misma terminología de estos versículos nos indican donde está puesto el acento del texto: el verbo griego dokimázein, que sirve para indicar la acción de discernir aparece dos veces en el v. 56, y el verbo krínein, que significa juzgar, aparece una vez en el v. 57.
Jesús les recuerda a sus
interlocutores lo importante que es para ellos saber formular correctamente las
previsiones meteorológicas, ya que con ellas se regula la vida en una sociedad
de estructura rural como era aquella. Pero hay previsiones mucho más
importantes a las cuales prestar atención, signos decisivos que hay que saber
descifrar: no están inscritos en las nubes, ni en los vientos, sino escondidos
en los hechos de la historia y en la propia existencia: “¡Hipócritas! Si saben
discernir el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo es que no saben discernir
el tiempo presente? ¿Por qué no juzgan por ustedes mismos lo que es justo?”
(vv. 56-57).
Para el cristiano es fundamental
leer la marcha de la historia y los hechos de la propia vida a la luz de la fe.
Es ahí, en los eventos históricos, donde Dios nos interpela y nos llama a
seguir sus caminos. Desde la fe, el cristiano está llamado a “discernir”, es
decir, a distinguir la voluntad de Dios y las manifestaciones del Reino,
escuchar la llamada del Señor en la vida de cada día y captar el sentido
profundo de “este tiempo”. Como para sus interlocutores, Jesús sigue siendo el
gran signo de nuestro tiempo. Su vida y su palabra el gran criterio para
iluminar y juzgar las grandes tendencias del mundo de hoy: la secularización,
la liberación, la globalización y la nueva ética. A la luz del evangelio, el
cristiano deberá vivir en medio de estos “signos de los tiempos”, enraizado en
una fuerte experiencia de Dios, a través de la oración perseverante y el
conocimiento de su Palabra en la Escritura, luchando por el valor de la
fraternidad en todas partes y defendiendo los derechos de los más pobres, aun
en medio de tensiones y dificultades, y comprometido por crear un mundo de
justicia y de paz. Sólo así el fuego que Cristo ha traído a la tierra comenzará
a arder también en nuestra historia.